“No puedo describir lo conmovida y feliz que me siento al presentar este premio. Un premio que creo que se debió otorgar hace mucho, mucho tiempo”. La frase sale de los labios de Deborah Kerr, visiblemente emocionada, mientras entrega el BAFTA por su trayectoria a los directores Michael Powell y Emeric Pressburger. El ceremonial es austero, el decorado bien al estilo de los programas televisivos de los años 80, pero el gesto esconde una profunda reparación. El reconocimiento a dos de los artistas más importantes de la Inglaterra de posguerra, olvidados por las modas del cine, por las injusticias del tiempo, y rehabilitados en la historia oficial del cine inglés gracias al empuje de un incansable cinéfilo: Martin Scorsese. De él es la voz que conduce el documental Hecho en Inglaterra: Las películas de Powell & Pressburger, estrenado en estos días en la plataforma Mubi. Y también aquella que contagia la pasión por el cine colorido de esos genios ingleses, a los que descubrió en el televisor de su casa de Little Italy y decidió compartir con el mundo. De ese entusiasmo nace el espíritu de su cine, pero también la singularidad de su experiencia como espectador.
“Estos dos gigantes del cine –nos cuenta el director de Toro salvaje desde el off-, que en gran medida desaparecieron en el olvido durante veinte años, finalmente recibieron el honor y el respeto que merecían”. Ese es el eje que recorre la película dirigida por el documentalista británico David Hinton y narrada y producida por el ítaloamericano Scorsese: un espíritu de hallazgo y vindicación que busca estimular no solo a los cinéfilos más curiosos, sino a cualquier desprevenido espectador. La épica que empuja Scorsese, con su voz siempre rápida y comedida, está marcada por su propia amistad con Michael Powell, a quien conoció en los años 70 y llevó a Hollywood como director residente de los estudios American Zoetrope -de Francis Ford Coppola-, y por ese apego a una justicia poética que lo definió en su cine: ver ascender a los caídos. La historia de Powell & Pressburger es perfecta para la narrativa scorsesiana, no solo por la enorme influencia que tuvo aquel ciclo británico en su propia obra, sino porque ambos artistas responden a esa hidalguía de los antihéroes denostados por la historia que encuentran en el barro del desprecio el camino hacia una nueva gloria.
Hecho en Inglaterra: Las películas de Powell & Pressburger comienza con algunas viejas fotografías de Little Italy. Como en sus célebres documentales cinéfilos, Un viaje personal con Martin Scorsese a través del cine americano (1995) y Mi viaje a Italia (1999), Martin Scorsese asume el peso de la primera persona. Puede parecer redundante –a esta altura del partido- la memoria del cinéfilo precoz entrelazada con sus recuerdos de infancia, el encierro por el asma, las películas en el televisor en blanco y negro y las salidas a Manhattan con su padre, pero hay algo en ese gesto del recuento personal que se renueva, que se inyecta en cada palabra con una genuina pasión. Las primeras imágenes de esa niñez lejana son las de El ladrón de Bagdad (1940), con sus aires de oriente y sus alfombras voladoras, que invitaban a viajar y soñar a un niño enfermo, sentado en la pequeña salita de su casa en Nueva York. El nombre de Michael Powell era todavía un desconocido, uno más de los empleados de Alexander Korda que asomaba en ese cine colonialista durante los albores de la Segunda Guerra. El pálido blanco y negro del televisor de los Scorsese escondía el esplendor del Technicolor que Powell y Pressburger iban a explorar cuando se encontraran.
El documental no deja de seguir los recorridos previsibles. Luego de la nostalgia de los recuerdos infantiles, llega la experiencia estudiantil durante los años de ebullición del Nuevo Hollywood, aquella generación de jóvenes rebeldes que tomó el control de la industria en los 70 y cambió el cine mainstream para siempre. Junto con Peter Bogdanovich, Scorsese fue siempre el más cinéfilo de todos, menos dedicado a los libros de entrevistas y la elaboración de ciclos de difusión, que interesado en forjar una mirada propia con el aliento de los maestros. Ahí estuvo el cine del neorrealismo, las raíces italianas mediadas por las epopeyas de Fellini o la operística viscontiana, el cine de gángsters de la Warner, los melodramas alambicados de Josef von Sternberg, los westerns de John Ford, la inolvidable América, América de Elia Kazan. La ecléctica cinefilia de Scorsese reservó un lugar privilegiado al cine de los británicos, habitués de las primeras emisiones televisivas en Estados Unidos ante la resistencia de los estudios de Hollywood de pasar en TV sus mejores producciones. Powell y Pressburger coparon primero las matinées adolescentes y luego fueron el objeto de estudio de esa camada de directores que venía a cambiar Hollywood.
La película que partió aguas para la suerte de Michael Powell fue Peeping Tom (1960), o Tres rostros para el miedo, como se llamó en su estreno en Argentina. Era la historia de un fotógrafo convertido en asesino serial cuyo punto de vista inundaba la imagen dejando poca escapatoria al espectador para la identificación con el crimen. Apareció en el mismo año que Psicosis, de Alfred Hitchcock, aquel inglés que sí recibió aplausos y consagraciones. Pero para Powell, la obscenidad de los crímenes de su personaje y el paralelismo entre la experiencia vicaria y el goce de la sangre resultó demasiado para los cimientos del puritanismo inglés. Fue despreciado por la crítica, repudiado por el público, negado por la industria. Lo que siguieron fueron años de ostracismo, penurias económicas, reclusión en una casita de Gloucestershire. Por entonces el cine británico también daba un giro: asomaban los documentales del Free Cinema, los nombres de Lindsay Anderson, Tony Richardson y Karel Reisz, salidos de los cineclubes de Oxford y la revista Sequence. Una nueva era había llegado.
Pero para Scorsese Peeping Tom también fue la bisagra de su experiencia como cinéfilo adulto, y tras el éxito de Calles salvajes en 1973 se aventuró a Londres a recorrer festivales y disfrutar de su reciente fama. En una fiesta organizada por Michael Kaplan en 1974 preguntó por la suerte de su admirado Michael Powell y los comentarios le sugerían que vivía extraviado en los oscuros caminos de la campiña inglesa. Allí fue hasta encontrarlo: conversaron largo y tendido durante toda una tarde, apabulló a su viejo maestro con su verborragia encendida, y fijaron un futuro intercambio epistolar. Powell le escribió sobre el excesivo rojo de Calles salvajes, mientras el director nacido en Nueva York le replicaba que toda influencia cromática se la debía al encendido tecnicolor de Las zapatillas rojas (1948). Se encontraron en Los Ángeles, Scorsese contagió de fervor a sus compañeros de generación, Francis Ford Coppola y Brian De Palma, y Powell pasó de la austeridad provinciana británica a la exuberancia de Los Ángeles, las labores como director honorario en Zoetrope y los homenajes a viva voz frente al edificio de la vieja empresa creada por Herbert Kalmus. ¡Glorioso Technicolor!
El cuerpo central del documental intenta dilucidar la excéntrica carrera de Michael Powell y Emeric Pressburg en el corazón del cine inglés de posguerra. Sus caminos se encontraron bajo el auspicio del productor húngaro Alexandre Korda y luego de algunas películas de compromiso, sellaron una colaboración conjunta que dio lugar a un estudio – The Archers- y también nacimiento a los mejores títulos: Cinco hombres (1941), Escalera al cielo (1946), Narciso negro (1947), Las zapatillas rojas, Su peor enemigo (1949) y Los cuentos de Hoffman (1951). Powell había emigrado en su juventud a Francia y aprendido el oficio en los estudios de Niza junto a Rex Ingram, uno de los maestros del cine mudo, para luego volver a Inglaterra bajo el ala de Korda; Pressburger había nacido en el imperio Austrohúngaro, se había entrenado como guionista en la UFA alemana, y escapado de Berlín hacia Londres luego del ascenso de Hitler. Se sabía que el húngaro escribía la estructura del guion, que el inglés dirigía en el set, que ambos escribían en perfecta sincronía los diálogos, pero nunca dividieron las tareas para la mirada del afuera; firmaban todo en conjunto como “Powell & Pressburger”. Un sello que luego se consagró en la productora The Archers con una asombrosa independencia para la época, preservando no solo el corte final sino la decisión sobre la elección de las historias, pese a lo anacrónicas y artificiales que resultaran para esa Inglaterra que despedía los vestigios de su viejo imperio.
En Hecho en Inglaterra: Las películas de Powell & Pressburger, Scorsese analiza con pasión cada película, y en sintonía con esa exégesis de especialista rastrea las influencias en su propia obra. La vitalidad de la música, la intensidad del cromatismo subjetivo, las coreografías en el ring de Toro salvaje inspiradas en el la bailarina de Las zapatillas rojas, las turbulencias emocionales de los personajes obsesivos de Powell y Pressburger que infundieron la locura de Travis Bickle en Taxi Driver, la ceremoniosa contención del General Candy de Escalera al cielo como modelo del Archer de Daniel Day Lewis en La edad de la inocencia. Un camino en espejo, que nutrió el oficio de Scorsese de inventiva y arrebato, que permitió traspasar las elegíacas imágenes de Los cuentos de Hoffman al aguerrido universo de Buenos muchachos o Casino. “Él me ayudó cuando estaba mal”, explica Scorsese sobre las imágenes que muestran a Powell en el set de El rey de la comedia, en esa dolorosa etapa signada por el desencanto y la depresión luego del desprecio que había recibido su musical New York, New York. Powell sabía lo que era enfrentar la adversidad, y la fraternidad que se percibe entre ambos, pertenecientes a dos generaciones del cine, traza el perfecto paralelismo de la resurrección.
La rehabilitación de Peeping Tom como un clásico pionero del terror y película insignia del género en los 80, inundado del impulso slasher e impregnado de los planos subjetivos que a Powell le habían significado el destierro, supuso el vehículo perfecto para encontrar un nuevo camino a casa. La premiación en los BAFTA con la presencia de Deborah Kerr, emblemática protagonista de esa maravilla que es Narciso negro y encarnación de todas las musas en la lírica Escalera al cielo, supuso un nuevo tiempo para el viejo dúo que había vestido de colores al cine inglés. Powell y Pressburger conversan en entrevistas, se abrazan, deslizan comentarios ácidos sobre el pasado. Las copias que recorren el documental nos permiten ver fragmentos de sus películas en todo su esplendor, trabajo que también le debe a Scorsese su energía incansable de cinéfilo y restaurador.
“En 1984 Michael Powell se casó con mi montajista, Thelma Schoonmaker. Vivían en Nueva York y Michael se convirtió entonces en un amigo constante, en una presencia recurrente en mi vida. No había dirigido una sola película en casi 30 años, pero todos los días planeaba una. Cuando pasé por momentos difíciles, fue un apoyo incondicional. Entendía por lo que estaba pasando. Tenía un espíritu fuerte e inclaudicable, incluso cuando parecía haber sido olvidado. Ese espíritu me sostuvo en momentos de duda y desolación”. Las imágenes finales del documental muestran a Michael Powell como un asistente alegre y vital en los rodajes de Scorsese, cruzado de brazos con su camisa rosa y su chaleco a cuadros, exudando ese aire de confianza de los que han sobrevivido a todo y siguen adelante. Scorsese le rinde un homenaje personal en esos pasajes finales, uno que va más allá del mérito de sus películas y la trascendencia de su obra, que se arraiga en una amistad imprevista y duradera.
Pero Scorsese no se olvida del cine que los unió, de esas escenas que atesora como germen de sus propias ideas, y sobre todo de la deuda que Inglaterra tuvo con sus artistas. Las últimas imágenes lo dejan en claro: “Cuando miran atrás", les pregunta un periodista a Michael Powell y Emeric Pressburger, sentados en el mullido sillón de los entrevistados, "¿sienten que los ingleses no los apreciaron como debieran haberlo hecho?”. Y entonces Powell replica: “¿Cuándo los ingleses apreciaron a sus grandes hombres?”. Después de un breve silencio, cierra la firme voz de Pressburger: “Espero que este sea el corte”. Y sí, ese fue el corte perfecto.