Portada de la nueva edición de Loco Rabia

Nunca fue una historieta más. Es cierto: cuando salió, durante veinte números a mediados de los años noventa como parte de la revista Skorpio, no tantos dijeron: “Estamos ante algo importante”. Pero no porque “no la vieran” sino porque Skorpio ya había empezado a perder aquel vigor con el que había renacido tiempo atrás, cuando de la mano de nuevos autores, personajes, historias, portadas y diagramación, logró reubicarse en el mapa de interés del cómic nacional y hacerle frente a Fierro, que le había birlado –en los ochenta– el lugar de historieta argentina más sofisticada o autoral en relación a las propuestas masivas y populares de editorial Columba (es decir, las presentes en las revistas Nippur Magnum, El Tony, Intervalo o D'artagnan). Una suerte de tercera posición que funcionó bien durante un tiempo pero que para entonces (y más allá del anuncio del rescate serializado de El Eternauta 2, un inconseguible en ese momento, un canto de cisne en cuanto a estrategia de captar nuevos lectores), había empezado a dar muestras de agotamiento.

Así que Acero líquido, la historieta en cuestión –que definitivamente sería “algo importante”, una cumbre en la obra de sus autores y un clásico contemporáneo en el medio historietístico local a partir de sus contínuas reediciones–, empezó a salir sin bombos ni platillos, casi silenciosamente, sin hacer loas, aquel otoño de 1993, cuando la primera presidencia de Menem encaraba su recta final, el régimen de convertibilidad alcanzaba su pico de consumo y PBI (luego ya sólo sería déficit, desempleo y recesión) y la Selección Argentina se disponía a ganar la Copa América para pronto perder 5 a 0 con Colombia y ganarse aquella recordada tapa negra de El Gráfico y su catastrófico titular "¡Vergüenza!" para absoluto shock de no pocos adolescentes y jóvenes que a la par leían la Skorpio. Lo más fantástico, apocalíptico e inimaginable, tomaban conciencia de repente, también podía suceder en la realidad.

En ese contexto, la dupla que conformaban sus autores, Eduardo Mazzitelli en guiones y Quique Alcatena en dibujos, venían de concluir una miniserie ambientada en la rusia zarista, El rey León, que pese a mantener un buen nivel, más que correcto, no había hecho demasiado bulla, sobre todo luego de la revelación que había significado Pesadillas, la primera colaboración entre ambos, y sobre todo Travesía por el laberinto, una imaginativa aventura intertextual sin precedentes en el medio local, que sí había levantado el avispero. “Aún sin conocernos todavía personalmente, con Pesadillas fue un entendimiento total desde el minuto uno”, contó Alcatena, entrevistado poco antes de la muerte, el 19 de junio, de Eduardo Mazzitelli en San Luis, donde se encontraba residiendo tras mudarse de Adrogué, su lugar en el mundo, donde recientemente había sido reconocido como personalidad destacada y un impactante mural había sido inaugurado en su honor (y el de Alcatena).

Alcatena y Mazzitelli, en 2014 (Foto: Guadalupe Lombardo)

EL DON DE LA PALABRA

“Cuando me comunicaron que me querían hacer un homenaje, pensé ¿por qué? ¿Habré hechos méritos suficientes?”, se preguntó Mazzitelli aquella vez, visiblemente emocionado aunque sin perder la humildad que lo caracterizaba, demasiado quizás, al borde de lo injusto consigo mismo, ya que estamos hablando de uno de los últimos grandes guionistas de historieta argentina. Creador no sólo de mundos fantásticos y metafísicos junto a Alcatena sino también de westerns con Arturo del Castillo, ciencia ficción con Lucho Olivera, relato pulp con Alberto Dose, policial negro con Alberto Macagno, buddy-buddy con Lito Fernández, fantasía medieval con Rubén Meriggi, narcoseries con Alfredo Falugi, distopías con Alberto Saichán, ciberpunk con Manco y más. Prácticamente no hubo género al que Mazzitelli no le haya echado el diente con maestría y prácticamente no hubo dibujante de la plana mayor argentina (a los nombrados se pueden sumar firmas como Enrique Breccia, Canelo, Ibañez, Caliva y más) que no haya prestado su talento para dibujar sus guiones de tinte universalista, vuelo filosófico y resolución paradojal.

“Mi obra es el resultado de encontrarme con algunos dibujantes brillantes y lo que ellos consiguieron inspirarme porque cada uno era una apertura a un tipo de historieta diferente, un género distinto. Entonces no es que me fui amoldando a cada uno sino que cada uno me marcó un camino diferente”, afirmaba Eduardo en El don de la palabra, documental disponible en YouTube, distinguiendo la cárcel que podría haber significado tener que limitar sus propios impulsos creativos de lo opuesto: descubrir todo un inesperado nuevo mundo de posibilidades a partir del contacto con un brillante dibujante. “Lo que aprendí con Quique es que realmente podés crear cualquier historia, que no hay límite. Y que una vez que te estalló la cabeza, él acomoda las piezas", supo señalar sobre Alcatena en particular durante el programa de radio Pánico, Rock & Cómics. Y Quique, en esa misma entrevista, retribuyó: “Siempre dije que Eduardo podía tirar en un solo episodio una cantidad de ideas que a lo mejor otro escritor hubiera aprovechado para usarla durante muchos más. Él, por el contrario, nunca se guarda nada, nunca escatima una historia. Y eso siempre me generó una profunda admiración”. Acero líquido, que acaba de ser reeditada por por Loco Rabia, por quinta vez desde su primera publicación como libro en 2010, es el perfecto ejemplo de ello.

HISTORIAS AL CUBO

Aquellos que lo vivieron mientras sucedía lo saben: la sorpresa era total, cada nuevo episodio de Acero líquido que traía la Skorpio era aún más imaginativo que el anterior. Lo que había empezado como una historia relativamente estructurada en la fantasía heróica (Mazzitelli nunca cultivó realmente ese género, lo suyo siempre fue otra cosa aunque hablara hablase de reyes, dragones o hechizos) pronto había derivado a una especie de fábula lúdico-filosófica donde el personaje principal, Hark, un guerrero sometido a una armadura de acero que de a poco lo ha ido convirtiendo en su esclavo emocional, podía llegar a no aparecer durante todo un capítulo. Y donde el resto de los personajes (un tiránico rey depuesto, un mezquino mago medio pelo, un cínico bufón mitad gato, mitad niño, una mujer de inmensa cabellera llamada Memoria, y un elenco inestable de soberbios sabios en disputa total) armaban y desarmaban líneas argumentales que primero los ponía a prueba a ellos (su fortaleza, su integridad, su inteligencia) y luego a los propios lectores; a esa altura maravillados con tantas vueltas de tuerca y planteos paradojales que excedían por mucho a lo que venían acostumbrados a leer (con excepción de Travesía por el laberinto, de la misma dupla, que exploraba los mismos terrenos, aunque utilizando material literario).

“Fue la primera historieta indefinida que hicimos. Dijimos: ‘Que dure lo que tenga que durar’”, cuenta Alcatena sobre esta elección de cortar amarras cuando al final del quinto capítulo reviven a Hark (derretido en acero líquido) y, en lugar de terminar la serie como estaba previsto (“Le dije a Eduardo: ¿y si la seguimos? ¿y si hacemos que el tipo no muera ahí sino que constantemente se rehaga, que ese sea su hilo conductor?”), deciden lanzarse hacia lo desconocido y averiguar hasta dónde podía llevarlos una ficción sin ataduras. “Recuerdo esa época con mucha satisfacción”, rememora el dibujante sobre esos años iniciales en los que fundieron a fuego su vínculo de trabajo creativo y amistad. “Que me lleguen los guiones y pensar: ‘¿A ver con qué me va a sorprender Eduardo esta vez?’”. Una duda que durante aquellos veinte meses que duró la serie (una anomalía para la Skorpio de esos años en donde, salvo personajes establecidos como Nekrodamus, ninguna superaba el año) se replicó de modo parecido: ¿hasta dónde pensaban llegar Mazzitelli y Alcatena? ¿Hasta dónde se proponían ir con esa fantasía heróica que en realidad era metafísica, con ese guerrero invencible que en realidad era vulnerable, con esa corte de sabios que en realidad eran brutales y con esa puesta visual que partía de lo fantástico pero para alcanzar lo barroco, lo futurista, lo lisérgico y hasta lo dadaísta? ¿Hasta dónde pretendían descomponer el cubo rubik?

Una página de la historieta de Mazzitelli y Alcatena

PODER EN LAS TRAMAS

“Con Quique hemos aprendido a trabajar con códigos secretos y misteriosos que si los tuviéramos que explicar no podríamos”, describió Mazzitelli más de una vez, en diversas entrevistas, sobre la dinámica caracterizada a la dupla y que los llevó a plasmar más de 35 años de obra conjunta, publicando tanto en Argentina como en Italia a través de la editorial Eura. “Pocos héroes, villanos, ejércitos y hasta dioses califican para tener un papel en las aventuras que urde, y adorna con unos textos maravillosos, Mazzitelli. Hay que bancar ese nivel de poder en las tramas y el guionista lo logra siempre”, señaló el crítico Andrés Accorsi en su blog 365 comics x año al momento de reseñar 35 Calaveras, otro de los trabajos destacados de la dupla. Y Mazzitelli convalidó siempre esa alta consideración con dos rasgos particularmente notables de su estilo. Uno, el aprovechamiento de las convenciones de género para por lo bajo, mientras transcurría la trama, introducir paradojas, especulaciones existenciales y sentencias aforísticas no exentas de ironía que le daban un plus a lo que estuviera narrando, ya fuera a un duelo de espadas victoriano, una persecución de naves en el espacio o una balacera en un barrio de mala muerte contra un detective veterano. Y dos, un hábil y sostenido despliegue de figuras retóricas como la tautología, la hipérbole, el retruécano o el oxímoron para también, desde los cuadritos de texto, darle un disfrute extra al cómo se contaba lo que se estaba contando. La forma enhebrada en éxtasis al contenido.

El día que inesperadamente falleció Eduardo Mazzitelli fue un día muy triste para la historieta nacional. Facebook se llenó inmediatamente de sentidos recordatorios (no pocos en italiano, dada su llegada a ese país) y proyectos de homenajes se activaron por lo bajo. Se iba uno de los grandes. El autor que junto a Walter Slavich (otro valor de la Skorpio de aquellos años, así como Emilio Balcarce o Ricardo Ferrari en Columba) recibió la posta de antecesores consagrados como Ricardo Barreiro o Carlos Trillo. Y que, pese al fierro caliente, pudo imprimirle su impronta y sus modos mazzitellianos a la historia grande del cómic argentino. Hoy es tarea de otros seguir avivando la llama, pero sus historietas en constante reedición por el boca en boca que al instante genera su descubrimiento (incluso entre lectores mucho más jóvenes, como puede verificarse en diversos streamings de Instagram o YouTube que lo vienen reseñando) seguirán estando allí. Lo mismo que esos personajes suyos en constante peripecia, en permanente vuelta de tuerca, siempre en pos de vivir la aventura y de contar la más ingeniosa historia.