Es difícil encontrar las palabras atinadas para describir la distópica situación política que vivimos en el país cuando el gobierno democráticamente elegido se comporta de manera claramente autoritaria, imponiendo arbitrariamente su punto de vista, arrasando instituciones y, como lógica consecuencia de ello, violando los derechos de la ciudadanía.
Todo ello resulta una gravísima distorsión respecto de la democracia misma, un sistema político basado en la aceptación de la diferencia como punto de partida y en la permanente búsqueda del consenso como uno de sus propósitos centrales.
Para Javier Milei y para sus incondicionales (los únicos que él acepta) dentro y fuera del gobierno, toda diferencia es entendida como una agresión o como un conflicto. Así las cosas el escenario político es un territorio de guerra en el que no caben posiciones intermedias. Se confunde consenso con imposición y se bautiza como “pacto” a lo que, en verdad, no puede sino calificarse de rendición frente a la extorsión.
Sin ningún tipo de atenuantes y ante cualquier diferencia pasan a ser señalados como “traidores” quienes poco antes fueron reclutados como asesores o consejeros. Solo se admite la obsecuencia.
Todo lo anterior –y otras cuestiones que por conocidas no vale la pena enumerar- se montan en una metodología que puede calificarse de “autoritarismo tuitero”. Los trolls marcan, descalifican, el Presidente refuerza con “me gusta”. Luego llegan las destituciones y las sanciones. Tampoco se repara en las formas. El estilo abunda en falta de respeto e incluye obscenidades de pésimo gusto.
Suma a lo anterior declaraciones que agreden directamente a países y dignatarios de naciones con los que Argentina tiene lazos históricos y culturales pero también relaciones comerciales de enorme importancia. Tampoco hay límite para eso, porque la único que interesa es el objetivo de Javier Milei de transformarse en una figura internacional de la ultraderecha y recibir aplausos a partir de pronunciar una serie de excentricidades tan incomprensibles como insostenibles desde el mínimo lugar de la sensatez. Todo ello exhibiendo, oficial y extraoficialmente, un título de “doctor” que nunca obtuvo por mérito académico.
“No hay plata”… salvo para los viajes privados del Presidente que se pagan… con la nuestra y para recibir reconocimientos vergonzosos como el que le otorgó su amigo Jair Bolsonaro.
Es necesario contabilizar además que mientras se cierran los medios públicos se ataca a los periodistas que ponen en duda las afirmaciones del oficialismo o incurren en la osadía de preguntar sobre cuestiones molestas para el gobierno. Para levantar el nivel, ya lo adelantaron, habrá una sala de prensa “premium” en Casa Rosada a la que solo podrán acceder los periodistas que “se merezcan” estar cerca del Presidente. Otro tratamiento tienen, por cierto, aquellos periodistas dóciles y habituales interlocutores presidenciales y hasta asiduos visitantes nocturnos a la quinta de Olivos para encuentros amistosos, culturales y gastronómicos.
No hay espacio para cuestionar la mentira recurrente o el uso engañoso de los datos en la información oficial. Tampoco la que sale a diario de la boca del vocero oficial.
Todo esto (y más) tendría importancia si los señalamientos pudieran traducirse en acciones políticas para torcer el rumbo. Nada de eso ocurre.
¿A quién le importa lo descripto líneas antes? A nadie… o casi nadie.
También puede ser visto de otra manera. Existe tal naturalización de todo lo descripto que a nadie sorprende o, peor, a casi nadie molesta y todo ha sido incorporado sin incomodar a buena parte de los argentinos.
Se habla de una “batalla cultural” para imponer una nueva forma de ser y de vivir en la Argentina. Hay que aceptar que, en parte, se trata de una batalla ganada por el oficialismo que avanza sin mayor resistencia en la destrucción, con dudosa legalidad pero sin que se cuestione su legitimidad.
Es fácil constatar que la sociedad “está rota”, fragmentada, sin criterios ni valores que aglutinen, que conciten a los sentidos colectivos. Con motivo o como consecuencia de ello las instituciones están quebradas (la justicia, la política…) y quienes las representaron carecen de credibilidad.
La verdadera victoria del mileismo no está en sus planes económicos o en su presunta “ideología libertaria”. Siguen avanzando porque gran parte la ciudadanía (de nosotras y nosotros) estamos aceptando como máxima para nuestras vidas el “sálvese quien pueda” que, en la otra cara de la misma moneda, contiene el “todos contra todos”. Es un virus que afecta a la dirigencia en casi todos los niveles, pero también a los individuos, hasta las familias.
Solo entre los más pobres hay residuos de solidaridad y resquicios de fraternidad. Por memoria o por imperio de la necesidad e impulsados por reflejos de sobrevivencia.
En el resto ¿a quién le importa salvo lo que me ocurre a mí mismo?
En eso radica la verdadera derrota de la que se sale únicamente asumiendo que “nadie se salva solo” y que, en todo caso, la salida siempre es colectiva. Al menos por el momento, no aparecen indicios de que ello esté ocurriendo. Lo menos grave, quizás, es que en política… nada es para siempre.