Conocí a Maricel Lazzeri en el taller de narrativa de Mauricio Koch, en 2019. Ese año había muerto mi madre. En junio empecé a procesar su muerte con la escritura de un diario de la enfermedad y de nosotras yendo juntas camino a su muerte. Tiempo después llegó Maricel al taller, no recuerdo exactamente cuando.
Tenía una mirada para nada bucólica sobre la tan remanida y supuesta “paz del interior”. Los suyos eran personajes fuertes, crueles, siniestros, también amables. Recuerdo que trabajamos dos de sus cuentos camperos.
“Cuando Margarita Herbel caminó los cien metros que la separaban de su casa hasta el portón de madera, apuntando con la escopeta que era de su marido, a más de uno se le fueron las ganas de seguir haciendo chistes”, comienza uno de ellos. Es la historia de una mujer obstinada en resistir los avances de una empresa de explotación de aguas termales en terrenos aledaños al suyo, a pesar de que le dijeran ignorante y le reprocharan que no quisiera progresar.
El otro cuento que todavía me inquieta es el del Ruso, ese hombre que entrado en los cuarenta vivía con su madre, con quien llevaban una vida metódica y sin aparentes sobresaltos. “Podía decirse que cada día en la vida del Ruso y de su madre se parecían a la anterior. La mayoría no podía creer que ese muchacho ya con canas, de modales secos pero educados, había hecho aquello”. La mayoría no, pero hubo dos, el policía y el comisario, compañeros de escuela del Ruso, que sí lo creyeron porque habían visto la misma sonrisa extraña que le vieron en el cuartito del fondo, que cuando había perseguido y forzado a una chica en la adolescencia y cuando habían entrado al matadero.
Al poco tiempo Maricel dejó de ir al taller y después supimos que estaba enferma. Creo que volvió una vez más, muy delgada ya, dijo que estaba con muchos dolores.
Ese año vino Lorrie Moore a Buenos Aires, Maricel era muy fanática. Lo supe cuando la encontré en el Teatro Cervantes donde la escritora daría una charla. Yo estaba en planta baja y ella en uno de los balcones laterales del primer piso. Me acerqué a saludarla. Estiré un brazo y ella, desde arriba, hizo lo mismo. Estuvimos agarradas un largo rato. No me acuerdo de qué hablamos, supongo que de Lorrie. Lo que sí no puedo olvidarme fue la emoción de ese momento. Como si ya supiéramos que sería la última vez que nos veríamos.
Esa noche, Moore dijo que su cuentista favorita es Alice Munro: “Me gusta la complejidad de sus cuentos, que tratan de gente en estado de parálisis; son cuentos llenos de violencia y de tramas en los que aparece el peligro de la vida, del mundo, y la amenaza de los hombres. Hay mujeres que se enamoran de hombres complicados”. Para Maricel también Munro era un faro: y Munro está también entre mis preferidas.
“A mis alumnos siempre les digo que escriban algo que nunca les mostrarían a sus padres; algo que sea raro y aventurero”, recomendó esa noche Moore.
Al poco tiempo llegó la noticia de la muerte de Maricel. Tan de repente, tan absurda. Siendo ella tan joven y con tantos proyectos. Pensé en lo que cada una sabía de la vida de la otra y era poco. Yo no conocía mucho a Maricel, no era mi amiga, había sido una compañera esporádica de taller, pero la conexión que sentía con ella era muy fuerte. Puede ser porque en mi historia también hay un resabio campero. Tal vez porque sentía por esos días que la muerte me rondaba demasiado cerca. Después de la muerte de mamá me habían encontrado algo en una mama. Quizás porque teníamos casi la misma edad, o por la elección de la escritura. No lo sé.
Fui al velorio, sentí que se lo debía. Allí se habló de la posibilidad de editar sus cuentos. Este año, en julio, finalmente se publicó su libro Vidas de pájaros, editado por Editorial Ana, en Entre ríos, de donde era Maricel. Es el primer libro de esta autora y es póstumo. Todo me sigue pareciendo absurdo. En la presentación hablaron Mauricio Koch y otra de sus profesoras de taller, Laura Galarza. Luego una amiga leyó un cuento y al final su madre dijo unas pocas palabras que nos destrozaron.
Galarza leyó las líneas de un email que le había escrito Maricel después de una discusión literaria: “escribir se siente como un ensanchamiento del yo, como si algo se fortaleciera cuando logro hacer que una historia funcione”. Esto también nos unía.
Compré el libro y lo leí con cierta ansiedad. No sé qué buscaba. Tal vez comprobar que no era un libro publicado para hacerle el favor a alguien. Hay un mundo ahí. Un mundo en el que las lluvias estropean cosechas, y las cosechas determinan si se puede hacer algún gasto extra, como estudiar. Un mundo en que los ríos se llevan niños, los padrastros pueden violar y las madres pueden no creerles a las hijas; en el que los padres y los tíos cazan perdices y una niña no soporta tanta crueldad, las “señoras de” sienten un cráter de insatisfacción en el pecho, las navidades pueden pasarse sin recibir regalos.
Hay imágenes vivas y originales, de esas que recomienda Moore, como perlas desperdigadas al azar. Y también están las historias llenas de violencia a lo Munro.
Una sensación me acompañó todo el tiempo de la lectura, la de lo trunco.
No pude dejar de subrayar frases que creía que me decían cosas sobre nosotras (“es increíble cómo la vida se las arregla para seguir”, “por algo la habían puesto en su camino”) o sobre mi propia experiencia: “las peores cosas pueden suceder en un día de sol”. Así había sido el día en que mi madre se fue.
Mientras leía sus cuentos entendí, con el entendimiento que da el cuerpo, esa frase que dice que escribir es prolongar la vida. Estaba conmigo, la sentí.
La biografía del libro dice que Maricel nació el 18 de noviembre de 1971. No dice cuando murió y eso ahora se me hace muy justo. Me gusta pensar que Maricel simplemente se fue, como uno de sus personajes, por el camino de ripio, dando volteretas y moviendo los hombros hasta que la música del carnaval dejó de oírse.
La mayor parte de los cuentos los leí en la terraza de casa, bajo el sol ansiado en este invierno duro. Cuando terminé miré el cielo. No había nubes. Un avión a chorro había surcado el celeste dejando una estela de vapor recta e infinita a mis ojos. Lo miré un largo rato hasta que el trazo empezó a desarmarse.
Di vuelta el libro. En la contratapa Koch dice que entre los misterios de la vida está el no saber por qué nos cruzamos con ciertas personas y por qué algunas se van tan pronto. Maricel y el misterio de su vida breve, como la de los pájaros.