Los viernes eran días de chin- chon. Cuatro amigos, cuatro reyes de copas semi vacías, entre enganches, escaleras y comodines se juntaban en diferentes sitios para escapar de lo determinado. Cuando se reunían en mi casa, abandonaba la calle, me escondía en la terraza con el fin de observar con vista aérea, las sutiles trampas de los jugadores y disfrutar en silencio las increíbles historias que partían de sus bocas cual flechas sonoras perforando nubes de humo de cigarrillos negros. 

El gallego Manuel, en una oportunidad, supo enmudecer a toda la mesa relatando su navidad triste, su diciembre negro de quinielero guardado por decisión de un comisario duro para el arreglo. Aseguró que ningún pan es dulce y ninguna noche es buena cuando te toca pasarla engayolado. 

El “buey” Acosta se jactaba de ser el mejor maestro pastelero de la ciudad, sus tortas negras, decía, nada tenían que envidiarles a las que se horneaban en La Lucana. El loco Esteban López, fotógrafo uruguayo, hacía honor a su apodo cuando se declaraba integrante de la tercera generación de los inventores de la máquina del tiempo. A pesar de los despiadados comentarios que las malas lenguas hacían correr sobre un enorme cuadro con la imagen de una mujer anónima colgado en una de las paredes de su soledad o dudando de la veracidad de su apellido y nacionalidad, dichos rumores nunca tuvieron repercusión en los encuentros lúdicos, un amigo no indaga ni juzga, sólo presta oídos para lo que su hermano del alma tenga la necesidad de contar. 

Por mi parte, como fiel televidente de la serie El túnel del tiempo, admiraba a aquél hombre por muchos motivos, año tras año, era el encargado de tomarnos en el patio de mi escuela la esperada foto de fin de curso, en mi cuarto había un triple retrato de su autoría, en dónde aparecía flotando entre algodones con una pelota rayada, un bombo legüero y un teléfono de plástico en cada una de las secuencias, pero sobre todas las cosas lo quería por haber concretado mi sueño al exhibir en la vidriera de su negocio, entre otras instantáneas de varios clientes, un duplicado de la foto que figuraba en mi carnet de pre cadete del Nuestro junto al retrato de Laura, mi amor imposible.

Una noche sin luna, la muerte, azarosa y traicionera le ganó un mano a mano al dueño de casa con un chinchón servido. Partí temprano de mi barrio, me fui con una promesa entre los labios, no volver jamás al punto de partida. 

Después de muchos años tejiendo mí vida en varias direcciones, pesados pasos me obligaron a traicionar el antiguo juramento y volví a caminar sin rumbo por las veredas de un paisaje extraño. A la vuelta de una esquina, me sorprendió el frente deteriorado de lo que alguna vez fue un negocio de fotografía. 

Al detener mi marcha frente a la oxidada persiana soldada en sus extremos por gruesas telarañas, no sólo tuve la sensación de que el dueño aún estaba con vida, también sentí que me estaba esperando. 

Después de golpear tres veces, escuché desde el interior de la vivienda, una voz sin eco pidiéndome que me identificara. Mis datos fueron precisos y claros como la memoria del anciano que me abrió la puerta de inmediato. “Todavía no me fui porque me faltan un par de años para los 101, el problema mayor es que ya no tengo amigos que quieran engancharse conmigo”, fue lo primero que me dijo antes de tenderme su mano e invitarme a pasar. 

Fue como ingresar a una casa de muñecas, todo aquello que mis ojos habían visto alguna vez me resultó infinitamente pequeño, todo, menos el cuadro de la enigmática mujer, a quien percibí mucho más bella de lo que la recordaba. No necesité preguntar nada, el viejo comenzó su relato cuando me vio parado frente a la imagen como venerando a una diosa pagana. 

“Antiguamente, en los pueblos chicos, te pasaban la vida hecha. Ella se resignó a cumplir el mandato de cuidar a su madre, yo, le rapté el alma en esta foto”, me informó emocionado. 

Después de un rato compartiendo amargos y hablando básicamente de pavadas, el veterano retomó la historia que sabía había ido a buscar. Me contó con lujos de detalles su fuga de aquél infierno grande, con un dinero sucio en su maleta escondido bajo un sueño, recorrer el mundo como cronista de guerra. 

Su nuevo apellido y nacionalidad, elegidos para comenzar una nueva vida, fueron en homenaje a dos admirados fotógrafos orientales, Javier López y Esteban García, quienes no sólo anduvieron uniformados entre las tropas del ejército aliado, arrastrando una pesada máquina junto a frágiles placas de vidrio y productos químicos, recorriendo parte del territorio paraguayo en medio del conflicto armado con el fin de documentar la barbarie, también tomaron partido por el país más débil en la confrontación, al ser testigos directos de su devastación. 

Dicha opción tuvo como consecuencia el fusilamiento de García, luego de declararlo traidor por activar el obturador desde el lugar equivocado, demostrando una vez más que ningún invento es bueno o malo, siempre es el humano el que decide cómo y a favor de que poder usarlo. 

Después de culpar más a su cobardía que a las circunstancias por no haber podido cumplir su anhelo, confesó haber sublimado su deseo en verdaderos campos de batallas domésticos, fotografiando miserias humanas en cada casa, en cada mundo que su oficio le permitió visitar. 

Para explicar mejor su historia, arrastró desde su dormitorio una pesada valija que abrió ante mis ojos, estaba repleta de amarillentas fotos, era su archivo de documentación secreta. 

Maravillado ante lo inesperado fui pasando de mano en mano diversas tomas como si estuviera mirando una película muda. Recuerdo, entre varias imágenes fuertes, a una mujer vestida de novia con su rostro desencajado por angustioso llanto, un anciano atado a una silla de madera, un niño con síndrome de Down escondido en un cuarto aislado, pero lo más increíble de todo fue encontrarme abrazado a una diligencia destartalada tirada por cuatro caballos. 

Cuando le pregunté cómo y por qué estaba allí, me dijo que le había impactado mi fuerte apego a dicho juguete, toma que fue descartada por mi madre para integrar el cuadro, debido al mal estado del objeto en cuestión. 

Luego de despedirme para siempre del loco López con un fuerte abrazo, el viejo me regaló la reliquia junto a las siguientes palabras, “llevala pibe, es tuya… Solamente te la estuve cuidando.”

Enmarcada en un portarretrato, la conservo en un lugar visible de mi nueva casa, cada vez que la observo emprendo un viaje en el tiempo hasta el punto exacto en el que yo era otro y abrazo con ternura al hombre que soy hoy, un cuerpo gastado con un cochero ausente, librado a la suerte de mis viejos corceles, en ocasiones, bárbaros potros desbocados y en otras, caballos alados volando a la luna al galope tendido.

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