Asesinato en el Expreso de Oriente
Murder on the Orient Express
EE.UU./Malta, 2017)
Dirección: Kenneth Branagh.
Guión: Michael Green, basado en la novela de Agatha Christie.
Fotografía: Haris Zambarloukos.
Música: Patrick Doyle.
Montaje: Mick Audsley.
Reparto: Kenneth Branagh, Michelle Pfeiffer, Penélope Cruz, Willem Dafoe, Judi Dench, Johnny Depp, Josh Gad, Derek Jacobi.
Distribuidora: Fox.
Duración: 114 minutos.
Salas: Monumental, Del Centro, Hoyts, Showcase, Village.
7 (siete) puntos.
El tren, un crimen, los años '30, ¿cómo resistirse? Todavía más cuando el nombre en cuestión es el de Hercule Poirot, héroe detective de Agatha Christie, acá en una de sus aventuras más recordadas. Al respecto, el film de Kenneth Branagh se sabe consciente de la remake que propone, vista la recordada versión de Sidney Lumet, de 1974, con un reparto de nombres asombrosos para la época. De forma tal que aquí sucede otro tanto. Así que bienvenidos al viaje criminal.
Los tiempos, desde ya, son otros. Ahora la recreación de época se impone digital y lo cierto es que, aun cuando lo visto sea extraordinario ‑planos abiertos que permiten sobrevolar ciudades enteras y un tren capaz de rodar como nunca antes, entre ventiscas, nieve y tormenta‑ hay algo que se resiente. Pero el cine es ahora digital, y las aventuras clásicas deben, necesariamente, releerse.
En este sentido, la caracterización que el propio Branagh ofrece del querido detective contrasta con las de Albert Finney o Peter Ustinov, ahora con un físico menos prominente, y movimientos precisos pero no menos ágiles. Igualmente, este Poirot ama los postres ‑si bien sabe hasta dónde comer, tal como lo supone una especial escena junto a Johnny Depp‑ y tiene especial predilección por la literatura de Charles Dickens. Esos momentos donde entre risitas sardónicas, Poirot lee Historia de dos ciudades se cuenta entre lo mejor de lo que le aporta Branagh.
En rasgos generales, este Expreso de Oriente es leído como un carruaje de duda moral. No es casual que el inicio del film tenga lugar en Jerusalén, con integrantes de distinta fe en clave de sospecha, y con la misma policía como responsable ineficaz. El dilema entre fe y razón encarnaen Poirot ‑preocupado por encontrar para el desayuno dos huevos de mismo tamaño‑, quien tiene una indudable manera de entender el curso del mundo: si pisó bosta con un pie, también habrá de hacerlo con el otro, el equilibrio ante todo.
De esta manera, el tren de Oriente es un viaje de alegoría en descenso, cuya detención temporaria ‑en una noche de tormenta blanca, otra vez el contraste‑tendrá que ver con la dirección que adopte: o culmina su cursoo cae para siempre. El problema está en que la resolución mejor no habrá de aparecer. En última instancia, es el carácter del propio Poirot el que será puesto en jaque. La resolución del dilema, desde ya, será alcanzada, con la clásica escena de sospechosos en ronda. Aunque aquí el motivo visual sea frontal, como si de La última cena de Leonardo se tratase, con doce apóstoles/sospechosos.
La moral, por eso, estará puesta en entredicho. Poirot tendrá que vérselas con cada uno de los personajes, todos contracara de esa misma moneda que es él. La duda ‑herramienta deductiva del personaje‑ lo llevará a dudar dos veces. La razón, finalmente, será más o menos infalible. Y es eso lo que la secuencia inicial ya predica, con el policía vuelto herramienta corruptible de la justicia. Ahora bien, porque el detective puede mirar de otra manera ‑con Dickens y un bastón como armas‑ será capaz de devolver al rostro propio de sus responsables el dilema, pero de una manera más profunda. En tanto, cada ventana del tren es encerrada en un mismo plano secuencia, en una toma sin cortes que ubica espacialmente a todos y a la vez, recurso que Branagh elige al inicio y al desenlace del viaje. La cuestión descansa, por último, en quién podrá descender y enfrentar, otra vez, una misma aventura.