En su autobiografía, una de las más sinceras y descarnadas que se hayan escrito sobre el mundo del espectáculo, Elia Kazan lo afirmaba sin vueltas: “Si hay una actuación mejor en la historia del cine estadounidense, no sé cuál es”. Y no se atribuye ningún mérito. Se lo da todo a Marlon Brando. Dice: “Sé lo que le debo, sé lo que mi película hubiera sido sin él”.

Da escalofríos el sólo pensar que Sam Spiegel, el productor de Nido de ratas, estuvo a punto de cerrar contrato con Frank Sinatra... Pero Terry Malloy –ese ex boxeador que merodea por los muelles de Nueva York, aturdido por viejos golpes y por la vida fácil que le proporciona su amistad con los goodfellas del puerto, consumido por la culpa de haber traicionado a un hombre y por la posibilidad de redimirse denunciando a quienes se dicen sus amigos, devorado por la necesidad de amar y ser amado– finalmente fue Brando. Y no pudo haber sido otro. En todo caso, nadie capaz de expresar mejor la complejidad y las contradicciones de un personaje marcado por lo que por entonces atormentaba al propio Kazan y a su guionista Budd Schulberg: el fantasma de la delación.

Nido de ratas se filmó a fines de 1953, apenas un año y medio después de que Kazan y Schulberg hubieran testificado frente al Comité de Actividades Antiamericanas y hubieran contribuido a la siniestra caza de brujas liderada por el senador Joseph McCarthy, denunciando a quienes habían sido, en los años ‘30, sus camaradas en una efímera militancia en el comunismo. Ambos pensaban que habían hecho lo correcto, que ése era su deber cívico en una encrucijada histórica. Y nunca cedieron al arrepentimiento, a pesar de que esa delación llevó a la cárcel a varios de quienes en algún momento habían sido sus compañeros en el legendario Theater Group de Nueva York.

En este contexto, Nido de ratas nunca dejó de ser leída –por el propio Brando, incluso, que dudó mucho antes de aceptar el papel– como un intento de expiación por parte de Kazan & Schulberg, una metáfora capaz de justificar su actitud, quizá no tanto hacia el mundo exterior (el ambiente teatral neoyorquino no los perdonó jamás) como ante sus propias conciencias.

Si ésa es la materia histórica que alimenta el calvario de Terry Malloy -toda la película a su vez está cruzada por una suerte de parábola católico-mafiosa que luego será una influencia determinante en el cine de Martin Scorsese–, la modernidad esencial de Nido de ratas, la cualidad que le permite estar tan viva hoy como hace 70 años (se estrenó en Nueva York el 28 de julio de 1954), es la impresionante actuación de todo el elenco, que incluía auténticos estibadores, y muy particularmente de Brando, recompensado con su primer Oscar de la Academia de Hollywood.

La escena del taxi –que se filmó en las condiciones más adversas, cuando la película se había quedado sin presupuesto y era el último día de rodaje de Brando- es justamente famosa y conmovedora. Y todavía se la utiliza como ejemplo en los talleres de actuación que siguen los preceptos del Actor’s Studio. Terry es citado por su hermano Charley, el contador de la mafia (Rod Steiger, en el papel de su vida), que viene a advertirle que no debe testimoniar contra su “familia” del puerto.

Pero Terry no lo tranquiliza y Charley saca un arma y lo amenaza, con más desesperación que convicción. Sabe que las vidas de ambos no valen nada. En un gesto que es al mismo tiempo de dolor y de piedad, Terry le baja suavemente el arma, como si la acariciara; Charley se desploma sobre el asiento posterior del taxi y comienzan a hablar como quizá nunca lo hicieron antes. Como hermanos.

Charley trata de excusarse, pero lo único que hace es confirmar su traición: alguna vez él “arregló” una pelea y vendió a Terry. Y Terry lo sabe. Y a su manera lo perdona. Pero no puede dejar de pensar en qué hubiera sido de él si su hermano mayor hubiera cuidado de él, si no hubiera tenido que perder deliberadamente el campeonato, si hubiera podido “tener clase, ser alguien…” Toda una vida que no fue pasa de pronto por los ojos de Brando y uno no puede sino verla exactamente como la ve él: nítida, fugaz, como si fuera una película que se va esfumando en la noche.