Silvana Gómez no sólo recibe a los chicos para darles de comer y apoyo educativo. En el centro comunitario, ataja los casos de violencia de género; cuando los hermanitos Laco -que vienen de una familia crónicamente complicada- dejan de ir, sale a buscarlos por el barrio; acompaña a los adolescentes a las consultas médicas; la noche previa a esta nota estuvo a cargo de una dormida con los pibes de sexto grado. Por esas múltiples funciones propias de su trabajo sociocomunitario nunca cobró un sueldo; solo tiene un ingreso, por debajo de la línea de indigencia, que consiguió junto a sus compañeras gracias a un programa bonaerense.

Tras las primeras semanas del gobierno de Javier Milei, la situación económica de Silvana y la de todo su barrio - ubicado en José C. Paz- comenzó a deteriorarse. Por eso tuvo que salir a buscar un segundo trabajo. Como es maestra, tomó un turno en una escuela; ahora sólo está media jornada en el centro comunitario, donde no la pudieron reemplazar. Sus compañeras, sobrecargadas, van sosteniendo las actividades como mejor pueden. Con el aumento de la pobreza, las demandas que les llegan aumentaron y tienen que responder con menos recursos. En este panorama, una preocupación fue tapando a todas las demás: cómo dar de comer.

Y es que el ministerio de Capital Humano les manda 545 pesos por almuerzo por niño, monto que no actualiza desde diciembre. Les tiene congelado el presupuesto para la comida desde hace seis meses, medio año en el que los alimentos pasaron a costar, literalmente, el doble.

El abandono del Estado de las políticas de asistencia social genera inestabilidad y angustia en las trabajadoras sociocomunitarias. Han perdido la mitad de sus ingresos porque Capital Humano eliminó el Nexo, un complemento salarial que percibía un sector de las cocineras desde la pandemia. Las que cobraban un Potenciar quedaron freezadas en 78 mil pesos. Al mismo tiempo, les redujeron los fondos para comprar alimentos o directamente no se los mandan. Las denuncias judiciales que el gobierno impulsa contra comedores y merenderos, con sus allanamientos mediáticos, son otro golpe muy duro.

Si se les pregunta cómo están, ellas hablan de cansancio acumulado, de ansiedad y de una profunda sensación de desgaste. Ven que mientras “adentro” de los comedores y centros comunitarios tienen incertidumbre sobre si van a poder seguir, “afuera” las cosas empeoran, porque se agravaron los problemas de adicciones y crece la cantidad de personas viviendo en la calle.

-Todos los días nos preguntamos ¿cómo puede ser?, ¿cómo nos vamos a recuperar de esto? -dice Silvana- Y no tenemos respuesta.

Reconocimientos

El centro comunitario se llama Abriendo Alas. Funciona en una de las construcciones más antiguas de esta cuadra de casas bajas de las afueras de José C. Paz. Abriendo Alas existe hace 37 años, es decir que ha atravesado ya varias crisis sociales, las hiperinflaciones del ‘89 y ‘90, la década menemista, el 2001. El centro es parte de la vida del barrio, junto a la escuela, la sala de salud y una mutual. Con el paso del tiempo, Abriendo Alas formó una red con otros quince centros, comedores y merenderos.

En el lugar reciben niños de 3 años en adelante. Algunos ya son jóvenes -el mayor tiene 24-. Vienen a contraturno del horario escolar.

Silvana cuenta el día a día de los trabajos sociocomunitarios acompañada por sus compañeras María Rosa Villegas, tallerista de los niños de tercero a quinto grado, y Andrea Colina, que se ocupa de los más chiquitos. También participan de la charla la coordinadora Alicia Sambrana y Pablo Quevedo, que está a cargo de las cuestiones de administración. Aquí, mientras los padres van a trabajar, los chicos están cuidados, haciendo talleres y actividades educativas o de recreación.

Al igual que miles de otros espacios comunitarios creados por asociaciones barriales (o por organizaciones sociales y políticas) la idea que los sostiene es básica: que todos los niños tienen derecho a una alimentación adecuada, a la educación y la recreación, a estar cuidados. El Estado no lo garantiza, y en los barrios más pobres la sociedad lo ha ido resolviendo como pudo. En ciclos políticos más favorables, con algún reconocimiento de los gobiernos.

En la última década se han presentado varios proyectos de ley para que las trabajadoras sociocomunitarias cobren un salario, pero ninguno avanzó. Así, aunque su rol consiguió hacerse visible durante la pandemia, no llegó a ser dotado de derechos.

Con Milei todos los apoyos desaparecieron. En este caso, como el centro tiene un convenio con el programa de Naciones Unidas (PNUD) y no pertenece a una organización social, Capital Humano no les quitó del todo los fondos, pero los licuó. Esto muestra cómo la política de la ministra Sandra Pettovello perjudica a muchos más que a la población organizada en movimientos sociales: es de un abandono generalizado.

Al tener congelado el monto para comprar alimentos, el centro empezó a quedarse sin recursos para cocinar. Como respuesta empezó a hacer asambleas con las familias, para pensar estrategias. Dejaron de pagar tareas de mantenimiento a terceros -como cortar el pasto o hacer reparaciones- y lo reemplazaron con trabajo voluntario.

También tuvieron que resignar la calidad nutricional del menú y regirse por lo más barato: perdieron el postre, suspendieron el pan, reemplazaron la carne de vaca por la de pollo y ahora se están pasando a la de cerdo. La mayor parte de la semana sólo pueden hacer fideos con tuco.

Mientras lidian con estos cambios, otros les llegan desde afuera.

“Servimos la comida en tuppers que los pibes traen de sus casas. Entre los más chicos, con algunos nos pasa que nos cuesta que coman porque quieren llevarle la comida a la mamá”.

Otros están yendo salteado, se quedan en su casa y mandan a pedir la vianda. “Es una estrategia de sobrevivencia: así la comparten con la familia”.

Cuando la ministra Pettovello despidió en mayo al secretario de Desarrollo Social, Javier de la Torre, el sistema de pagos interno sufrió una parálisis. El centro comunitario, que venía con la soga al cuello, durante una semana no pudo dar de comer. Siguió recibiendo a los chicos para los talleres, pero sin almuerzo. Así perdieron de vista a varios. Una respuesta frecuente es que las familias los hagan dormir hasta las cuatro de la tarde para que no tengan hambre.

Otros comedores de la red directamente tuvieron que bajar la persiana. En un barrio cercano, donde un transa se viene haciendo fuerte, mandó a preguntarles a las cocineras ‘cómo podía ayudarlas’. Ellas declinaron el ofrecimiento. “El centro no tenía un peso, no tenía plata, no tenía un alimento para entregar, y la gente del transa, enfrente del centro de distribución el 25 de mayo plantó una olla: hicieron un locro para el que quisiera acercarse, con todo”, cuentan ahora.

Además de la reuniones con las familias, el centro comunitario se está dando una estrategia de mantenerse en diálogo con las otras instituciones del barrio, como la escuela, las trabajadoras de la salud y la mutual. En conjunto hicieron en lo que va el año cinco ollas populares, como un modo de fortalecer su vínculo y armar comunidad.

Sin estructura

El agravamiento de los problemas de consumo de drogas o alcohol es un síntoma de estos tiempos. “Cuando hay esta problemática, las familias se desestructuran. Los adultos no se levantan para traer a los niños ni para buscar su comida, y los chicos no comen”.

“Es como un reflejo de lo descompuesto que está el tejido social. A estos niños, dentro de lo desestructurado que son los papás, tratamos de contenerlos en nuestro espacio, pero todo el tiempo estamos viendo hasta dónde uno puede no denunciar… y ahora que no funcionan los dispositivos del Estado, ¿qué pasa con estos chicos? Que todo el tiempo están al borde de que se les prenda fuego la casilla, o están en un lugar hacinado con un montón de gente que consume, o los adultos desaparecen tres meses y los dejan solos, y tenemos que salir a ver qué vecinos los están cobijando. Ese es el cotidiano nuestro, que va más allá del centro”.

“Nos preguntamos siempre qué va a pasar con grupos como el de los hermanitos Laco. Cómo vamos a hacer, porque aunque creamos una red barrial para abrazarlos entre todos y estar al tanto, las cosas se te van de las manos. Hay toda una desestructuración, y los chiquitos van aprendiendo de eso. La estructura de tener un horario para levantarse, a las ocho, nueve, por más de que uno no trabaje, se pierde: no hay nada que te organice la vida cotidiana, todo pasa a ser estrategia de supervivencia. ‘Me voy a Capital a ver si genero recursos, o voy de un lugar a otro, pidiendo a diferentes organizaciones’. Los chicos acompañan a los adultos en todo esto. Entonces, cuando uno quiere estructurarlos dentro de este espacio para que vengan, para que retiren su vianda, que vayan a la escuela, que armen un proyecto de vida, se hace muy difícil. Más cuando los programas de desarrollo de la infancia que teníamos ya no están, desde la ESI a la entrega de computadoras”.

Las trabajadoras sociocomunitarias tapan los agujeros que deja la retirada del Estado con más horas de trabajo o esfuerzo. Como ya no pueden hacer salidas con los chicos -otros años los llevaban a Chapadmalal- organizan juntadas, con actividades de recreación. De una de ellas viene Silvana.

Como coordinadora de los centros, Alicia Sambrano tiene una mirada abarcadora. “La pobreza genera violencia en todos los aspectos. En la salud, en los vínculos, en el tejido social, donde también rompe lo que alguna vez hubo. Los otros días nos acordábamos del 2001, cuando armamos el trueque o hacíamos las ollas populares y en torno a eso íbamos dándonos estrategias… los 150 pesos que se cobraban de un plan se ponían en un fondo común, vendíamos pan para generar más plata. Hoy la gente está muy metida hacia adentro. El individualismo manda, hay una violencia entre nosotros que desplazó la solidaridad. Hubo una post pandemia, un mundo de las redes que algo hizo, no logramos entender qué fue lo que pasó, pero es más difícil darnos estrategias de conjunto para abordar los problemas”.

Agrega que el Estado debería reconocer y remunerar a las trabajadoras sociocomunitarias, que han construido espacios de sostén social con muchos años de organización. Los lineamientos del ministerio de Capital Humano, sin embargo, van en el sentido contrario.

Ellas no saben si podrán sostener sus espacios. Ven cómo se van desarmando las organizaciones, el aumento de la conflictividad con las familias, sienten la frustración de no poder acompañarlas porque se han desarmado los dispositivos de apoyo y contención. Es un violento cambio de la vida, que sobrellevan con un nivel de incertidumbre que nunca antes habían sentido.