En la historia latinoamericana abundan poetas revolucionarios como José Martí o, más acá en el tiempo, Roque Dalton, Juan Gelman o Ernesto Cardenal. Cualquiera podría extender la serie. Lo cierto es que poesía y revolución han estado no pocas veces unidas en una misma pulsión irredenta.

En Brasil, Carlos Marighela, el Che Guevara bahiano, respondió –correctamente- en la Facultad un examen de física en alejandrinos. Versó sobre Catóptrica, la disciplina que estudia los espejos. Emulaba sin ironía a un famoso intendente de Manaos que escribía los expedientes en endecasílabos. Pero en ese caso se trataba de una articulación más compleja, acaso imposible: la de la burocracia con la poesía, que parecen excluirse. Sin embargo, abundan los ejemplos de ese extraño maridaje.

En la Argentina de Yrigoyen hubo un contrapunto entre un payador que solicitaba una jubilación anticipada y el Gobernador de Buenos Aires, José Camilo Crotto -aquel diera su nombre a los peones golondrinas-, que se la negó. Dos décadas más tarde Oscar Ivanissevich, Ministro de Educación de Perón, declamaba sus exposiciones políticas en versos rimados. Podrá decirse: sin duda no son figuras memorables. Pero recuerdan algo importante: incluso en los entresijos del Estado, que alguna vez fue pensado como una jaula de hierro asfixiante, la lengua puja por fugarse y expandir sus límites. Y es la poesía la que abre la posibilidad de una nueva gramática social en los momentos en que las naciones abundan en pujanzas soberanas.

Cuando en su viaje como Ministro de Economía de Perón en 1973 José Ber Gelbard hizo su famosa gira por los países socialistas, llevaba en su comitiva a José Luis García Falcó, su mano derecha, por entonces gerente de la Confederación General Económica, que iba con su amigo y colaborador inseparable Guillermo Etchebehere, el poeta de Cañuelas, que le escribía los discursos. El “burgués maldito” y Etchebehere habían nacido el mismo año -el de la revolución rusa- y ambos, autodidactas, habían franqueado todas las barreras que la vida les había ido imponiendo. El judío polaco emigrado que en la adolescencia se había forjado vendiendo baratijas en Catamarca mientras aprendía la lengua castellana y los secretos del comunismo, en pocos años llegaría a ser el creador de la política de Estado de Perón hacia la por entonces casi inexistente burguesía nacional. En tanto el poeta bonaerense había roto las mallas del prejuicio moral pueblerino y forjado una estética personal que excedía el costumbrismo social previsible de su generación, la del 40, y labraba sus versos tenues y precisos casi sin estruendo. Pero para llegar a ese momento en el que a ambos les quedaban menos de un lustro de vida, mientras fraternizaban con Fidel y negociaban empréstitos para la compra de automóviles y tractores argentinos, había corrido mucha agua bajo el puente. Sus lenguajes tan distintos y tan iguales en su búsqueda de un decir soberano, se fraguaron a lo largo de décadas de laboreo paciente, siempre bajo el riesgo de no ser oídos.

Huérfano a los 9 años, Etchebehere tuvo que salir a trabajar para solventar la economía familiar. Su destino estaba marcado, sería a lo sumo un puestero o empleado de pueblo. Sin embargo, tuvo una iniciación temprana en las letras debido a la frecuentación de la Biblioteca Sarmiento de Cañuelas, donde su director, Carlos Vega, figura fundamental de la musicología argentina, le infundió la pasión por la literatura. Fue su salvación. Y su salvoconducto de salida.

En una carta autobiográfica que le dirigiera a Jorge Mario de Lellis adjudica a los abuelos vascos y piamonteses su “propensión a la rudeza serena y a la vehemencia entusiasta”. En su relato recuerda que en sus años de adolescencia “el payador Martín Castro, desde el tablado de un café lugareño, conmovió muchas noches a los parroquianos con el sentimentalismo anárquico de sus largas verseadas. ¡Y para qué decir que yo no me perdía ni una! Claro que medio escondido detrás de una pila de cajones de cerveza porque mis pantalones cortos estaban desafiando a gritos el consabido cartel No Apto Para Menores”. Sus primeros versos, que llamará “cursilerías rimadas”, surgirán de sus declamaciones solitarias en las calles del pueblo mientras hacía el reparto en carro del almacén de su madre. Estaba decidido: sería poeta.

Pasaron los años. A los 19 consiguió trabajo como empleado administrativo en Bunge y Born, donde se hizo amigo de otro joven poeta y dramaturgo, también de origen familiar vasco, de gran trascendencia en las letras nacionales: Carlos Gorostiza. Etchebehere dejó Cañuelas y se instaló en una pensión de San Telmo; la vida bohemia de los bares no tardaría en conducirlos a la AAIPE, la Asociación Argentina de Intelectuales, Periodistas y Escritores, que nucleaba a las diversas variantes de las izquierdas anarquistas, socialistas y comunistas, conformando el espacio dilecto del teatro y la literatura social de vanguardia.

En la revista Claridad se estrenó como poeta el año ‘36, con un poema contra Cañuelas, Pueblo Manso, al que siguieron un par, de tono nihilista y melancólico, que merecieron una ácida carta de Álvaro Yunque en la que le decía: “¿Para qué es joven? ¿No le da vergüenza aburrirse y estar triste a los 18 años? Barbusse murió a los sesenta y murió luchando. ¿Y usted qué hace? ¿Se rasca?”. Fue una bofetada. “Cambié de golpe la línea de mi poesía y comencé a escribir versos encendidos y prosaicos, llenos de gritos reivindicadores y desplantes pseudo revolucionarios”-dirá.

Previsiblemente, con Gorostiza se volvieron “compañeros de ruta” del Partido Comunista. Pero Etchebehere, algo mayor, lo aventajó y no tardó en publicar su primer libro en 1940. Pulso de la Tierra suscitó críticas positivas y de las otras, como la de Bernardo Verbitsky, que lo acusó de “ambicioso” y vio en su “visible facilidad para versificar” una notoria desventaja por la cual se dejaba arrebatar, malogrando su poesía. Siempre sensible ante las críticas, Etchebehere corrigió el rumbo en Jornada de Hombre, en el que ajusta su estilo alcanzando en cierto modo su tono personal, definitivo. Son los años previos al peronismo clásico, los de la amistad con José Sebastián Tallón y la participación en el Grupo Lilulí, nombre de una obra teatral de Romain Rolland, “que silenciaron en 1945 cuando en el mercado del desprecio las alpargatas cotizaban más alto que los libros”. Radicado en el teatro La Máscara, donde Gorostiza se iniciaba como actor y descubriría su pasión de dramaturgo, de Lilulí participaban también figuras como Floreal Mazía, traductor plurilingüe (entre sus proezas cabe contar las Obras Completas de Marx, vertidas del francés), Pedro Asquini y Alejandra Boero, fundadores del Nuevo Teatro, Luis Fortunato Iglesias, pionero de la Educación Popular, y el propio García Falcó, maestro de escuela, ignorante aún del rol destacado que la historia le reservaba junto a Gelbard. Carismático, Tallón -poeta, músico, dibujante, boxeador- ejercía una suerte de paternalismo vigilante sobre sobre Etchebehere, cuyo libro Semilla del Viento animó a presentar al concurso de la Municipalidad de Buenos Aires. Un jurado integrado por Leopoldo Marechal y Rafael Jijena Sánchez le otorgó el primer premio, siendo el segundo para Otoño imperdonable, el primer libro de María Elena Walsh.

Era su consagración. Sin embargo, en solitario, Etchebehere componía en esos años los textos que conformarán La lumbre permanente, uno de sus libros más citados. Su poema Génesis casa con el tono de oda del ganado y de las mieses de la época: el 48 es el año en que Martínez Estrada deshojaba el Martín Fierro cuya metafísica campera veía como destino infausto, en tanto Carlos Astrada daba en él la clave telúrica de redención la nación. Poeta veraz, contundente y sereno, el cañuelense acompañaba el gesto de los poetas de su generación, como León Benarós y Miguel Etchebarne que empardaban su intención.

Por entonces su vida acompasa casi sin querer los destinos del país. Si en la década infame había sido empleado de una de las cerealeras más grande el mundo, ese saber lo condujo a un empleo en la Junta Nacional de Granos para finalmente terminar formando parte, en los sesenta, de la primera línea de la Confederación General Económica fundada y dirigida por José Ber Gelbard. Su bajo perfil, que lo excluía de los cenáculos y le mezquinaba la prensa, no impidió que sus poemas, recogidos en pocos libros, circularan en forma casi secreta hasta dar con sus lectores -uno de los mejores destinos para la poesía. Uno de ellos fue Atahualpa Yupanqui, que en El canto del viento, disco de 1980, grabó sus milongas Memoria para el olvido y La mano de mi rumor.

Cada tanto, como hacemos todos los provincianos, Etchebehere volvía al pago a visitar a su hermano. Se vestía de paisano y pasaba horas mascullando su poesía en la chacra como una lengua perdida. Como todos los que hemos emigrado, llevaba el cuerpo marcado por el origen; las vicisitudes amargas que motivaran la ida se transmutaban en su lengua con un dejo de melancolía que, una y otra vez, le dictaban poemas como este:

Coronado de inviernos y veranos / era un dios terrenal, un tronco vivo / justificando su terrón nativo / con testimonio de sudor y manos. // Un día de rencor definitivo / abandonó la azada y sus hermanos, / y en predios estridentes y lejanos / echó a vivir su corazón furtivo. // Sereno fluye el río de su vida. / Fácil el pan, fácil el vino, extraña / la niebla pertinaz de la pobreza. // Pero en su soledad reverdecida, / el grito de la tierra lo acompaña / como un árbol hundido en la cabeza.

Tras años de investigación, el también poeta Juan Manuel Rizzi, Director de la Biblioteca Sarmiento donde Etchebehere aprendiera a ser quien sería, reunió su obra y bosquejó su vida en una reciente publicación que confirma la sentencia con que cierra su autobiografía: “Y nada más. Los acontecimientos importantes de mi vida están, en una u otra forma, dentro de mis poemas”.