Son 10, 15 segundos: Ariel Sanzo está parado en el escenario y sostiene la guitarra en alto como una ofrenda, la cabeza gacha, un gesto mudo de consagración del instrumento. El teatro Vorterix, atestado, se viene abajo. Pez acaba de liquidar una extraordinaria faena, dos horas de vivificante intensidad que recorrieron toda su historia, haciendo hincapié en Pelea al Horror y en la electrificación pero con visitas a canciones que ya cumplieron la mayoría de edad y a un segmento acústico que incluyó a un músico que se contactó con ellos por Facebook, les mostró sus versiones y terminó invitado a tocar quena y bombo. Sueño del pibe para Martín del Zotto.

Es sábado a la noche y el teatro de Lacroze es una olla a presión de la que escapan nítidos los gritos de Viva Pez. Ariel baja la guitarra –el símbolo–, agradece, se abraza con Fósforo García, Franco Salvador y Juan Ravioli y se retiran con el “Strutter ‘78” de Kiss sonando en los parlantes. Y uno encara la salida, también, con la sonrisa pegada al rostro.

El rock argentino de base encara la recta final de 2017 con notables muestras de fortaleza artística. Lo mejor es que, para quien conoce el paño, no supone ninguna sorpresa: Pez lleva casi 25 años haciendo de la gestión independiente no tanto una bandera como un modo de trabajo necesario para hacer lo que quiere, sin más condicionamientos que el vaivén económico (que no es poca cosa). Saca un disco por año –o casi- y se muestra en vivo para un público que crece pasito a paso, y con el que ha establecido una potente relación de cariño y respeto. En la base está la obra: nada de eso es posible sin las canciones y los valores de un grupo que muestra en escena una perfecta combinación de potencia rockera y vuelo sutil, distorsión y psicodelia, arenga y aire folk. Que tiene una dimensión política (no necesariamente partidaria) en canciones de su último disco como “Los días poderosos”, “Maestro linya”, “Parte de la solución” y, claro, “Pelea al horror”, que el sábado fue coronada con 1200 personas recordando que a Santiago lo mató Gendarmería.

Esa dimensión se complementa con otra de las facetas que hacen de Pez una de las bandas imprescindibles de la escena actual: el cuarteto se para en el aquí y ahora, pero no desatiende sus raíces y explicita su sentido de pertenencia a un movimiento. Lo hace con esa bella pintura generacional de “1986”, en su proyecto junto a Litto Nebbia (que volverá a activar el 17 de diciembre en la Ciudad Cultural Konex), en la gestión de un nuevo FestiPez el 18 de febrero, en el título Rock Nacional de su anterior álbum y en la seguidilla que abrió la segunda parte del show del Vorterix, con sentidas rendiciones de “Seminare”, “Ando rodando”, “Atado a un sentimiento” y “Blues de Cris”. Pez tiene una identidad tan definida y propia que le permite zambullirse gozoso en la recreación de aquello que lo precedió, y que eso sea mucho más que el entretenimiento de un cover para seducir memorias emotivas. Mientras el discurso oficial de la ciudad de La Plata convoca a Agapornis y Lali Espósito para “homenajear” al rock, en la escena independiente se realimenta el fuego como es debido.

Pero como ya se dijo, la extraordinaria velada de Pez forma parte de un panorama general. Ya habrá tiempo de repasar los muchos y buenos discos y conciertos que ha dejado la temporada, pero entre el fin de semana pasado y éste hubo tres eventos que, tan cerca en el tiempo, sirven como pilares para un argumento. El viernes 3, Acorazado Potemkin vio crecer su convocatoria con un Niceto lleno, en el que las canciones del notable Labios del río encontraron una narrativa homogénea al unirse con las de Mugre y Remolino. Como Sanzo y compañía, Juan Pablo Fernández, Federico Ghazarossian y Luciano Esain sostienen una ética de trabajo que, aunada con sus valores artísticos, encuentra la deseada recompensa de un público atento y dispuesto a acompañar y hacer correr la voz. De aquellos shows del Ultra Bar en 2011 y 2012 hasta aquí, el trío viene sosteniendo su trayecto con honestidad y canciones memorables, jugándose la piel sin hacer cálculos de marketing ni buscar atajos fáciles o de demagogia artística. Su aparición es una de las grandes noticias de la segunda década, y el show de Niceto sirvió como hito y palmeo en la espalda para seguir en la búsqueda.

Al día siguiente en The Roxy, otra pequeña multitud asistió azorada a la performance cada vez más contundente de Las Bodas Químicas. José Lavallén –un exquisito y creativo guitarrista, de los que no abundan–, Andrés Tersoni y Nicolás Daniluk no editaron disco este año, pero su Juguete de Troya de 2016 tiene aún mucho por dar. Eso quedó de manifiesto en el boliche de Palermo, donde a sus propios valores le agregaron una colaboración cada vez más jugosa y profunda con el saxofonista Sergio Dawi, quien hace un buen rato excedió la mera etiqueta de “el caño de los Redondos”. Cuando enviaron a todo el mundo a la calle con una arrasadora performance de “Rock para Johnny”, no podía evitarse el gesto incrédulo ante la posibilidad de que alguien aún defienda la lectura de que el rock argentino ya no es lo que era, que no vale la pena salir a ver qué pasa. 

Lo que pasa es mucho más que estos tres ejemplos, pero que la última porción del año haya comenzado con ellos hace necesarias estas líneas. “Rebotando en Buenos Aires, curtiendo la ciudad / Yendo a Cemento o al Parakultural”, canta Sanzo en “1986”. Esos boliches legendarios ya no están, pero el espíritu está vivo y genera nuevos momentos para la historia. Es una pena que algunos se los estén perdiendo, pero están a tiempo. Parafraseando a los muchachos del 2x4, el rock siempre nos va a esperar.