Semeja que todo está dicho en materia de parecerse a los ’90. Es la comidilla de estos días, Yuyito González incluida. Pero, fuera de chascarrillos, hay elementos nada banales que sí son equiparables. Crecimiento del desempleo, destrucción industrial, perspectivas inflacionarias “positivas”, “firmeza” del tipo de cambio, apoyo del establishment, esperanzas o algo de esa naturaleza en gran parte de la población ¿Es tan así? ¿O cuando se raspa la cáscara hay diferencias sustanciales?

Nos parece que más bien se trata de lo segundo.

Cuando Menem y Cavallo le acertaron al delirio de que el peso valdría lo mismo que el dólar, y había joyas de la abuela para rematar ipso pucho, entraron capitales y la gran mayoría del peronismo se alineó detrás de la “modernización” y del Consenso de Washington.

Pero para sostener eso hubo liderazgo político y cuadros técnicos, al margen de consideraciones estrictamente ideológicas. Rigió, además, un apoyo internacional a tono con el “Fin de la Historia” que proclamó Francis Fukuyama.

Hoy no hay nada de eso. Ni siquiera recibe aplausos entusiastas en La Rural.

Javier Milei significa un experimento inédito con una solidez de reservas monetarias que cuestionan desde el Fondo Monetario hasta los actores más reconocidos de la ortodoxia local y externa, empezando por el propio Cavallo. Su ministro de Economía es un turco en la neblina, jugado a la casi única carta de que el Tesoro estadounidense y/o algún pool de bancos extranjeros le entreguen fondos extraordinarios.

Caputo Toto, según todos los indicios, recibió al respecto la cortada de rostro de Janet Yellen, durante la reunión del G-20 en Río de Janeiro. Le queda la “esperanza Trump”, que hasta el domingo pasado suponían firme por la irreversibilidad del triunfo republicano en noviembre próximo. Pero Biden bajó su candidatura y lo irreversible pasó a tener posibles pies de barro como si, además, una victoria trumpista supusiera que se resuelve en un santiamén la concesión de otro crédito mamarrachesco a la Argentina.

Y en cuanto a la otrora joyería de la abuela, ahora son exclusivamente recursos naturales que, en el mejor de los casos, requieren de demasiado tiempo para convertirse en plata fresca.

Todo lo demás consiste en fraseologías trastornadas sobre escuelas austríacas que nadie en el mundo tiene en cuenta. Insultos a diestra y siniestra sobre quienes “no la ven”. Contradicciones asombrosas, que saltan del peso como excremento a unidad principal de valor. Afirmaciones oficiales -y de sus medios militantes- acerca de que los salarios ya le ganan a los precios.

¿Cuál sería el sentido de continuar deteniéndose en el análisis de esas locuras (lo cual debe hacerse, de todos modos), como no sea para advertir que, todavía, son susceptibles de conformar o resignar a un grueso de la sociedad?

¿Qué es lo que el Gobierno estaría haciendo muy bien, y la oposición muy mal, como para que -sin perder de vista el poco tiempo transcurrido a fines de confesar(se) la decepción- se sostenga la popularidad de Milei?

En un artículo notable publicado en Página/12, el viernes, bajo el título de “¿A quién le importa”, Washington Uranga refiere a que, para el Presidente y sus incondicionales, dentro y fuera del Gobierno, toda diferencia es entendida como agresión o conflicto. Y que es así la forma de transformar al escenario político en un territorio de guerra, donde no caben posiciones intermedias.

Sólo se admite la obsecuencia, como apunta el colega, y se monta una metodología que puede calificarse de autoritarismo tuitero. “Los trolls marcan, descalifican, el Presidente refuerza con ‘me gusta’ y luego llegan destituciones y sanciones. Tampoco se repara en las formas. El estilo abunda en falta de respeto, e incluye obscenidades de pésimo gusto”.

Existe tal naturalización de esta mecánica, como señala Uranga, que a nadie sorprende o, peor, a casi nadie molesta. Y todo ha sido incorporado sin incomodar a buena parte de los argentinos.

Estos conceptos pueden empalmarse con los de otra nota sobresaliente, de Jorge Elbaum, recientemente publicada en el sitio digital Dejámelo Pensar. Remite a política, militancia y redes sociales, trazando varias conjeturas en torno a un debate postergado al interior del Movimiento Nacional y Popular.

Con pretensión de síntesis que esperamos sea afortunada, Elbaum reafirma que las redes sociales instauran el principio de individuación, funcional al neoliberalismo. En cambio, los sectores populares -y sus referentes o representantes- están obligados a generar asociatividad política y comunitaria.

Tras recordar que después de la pandemia se multiplicaron los engranajes virtuales y trabajos hogareños, profundizándose el aislamiento anárquico con las plataformas y siendo que el panorama se profundizará en los próximos años, es exigible plantearse nuevas tareas.

Para asumirlo, “resulta imprescindible superar la aparente oposición entre ‘el mundo real, fáctico, territorial’ versus el ‘universo virtual y digital’.

Dirigido a tanto desmemoriado, escéptico, quebrado o indiferente, en nuestra interpretación, Elbaum refuerza que militar es jugar en todos los campos donde se debaten las opiniones y se orientan las sensibilidades. ¿Por qué? Porque implica dar pelea en todos los territorios que construyen al sentido común.

Dejar el espacio libre de las redes, porque se supone que son insignificantes, es un desatino gigantesco. Y creer que deben privilegiarse los activismos digitales por sobre lo presencial, cara a cara, significa también una ligereza imperdonable”.

Por eso, como asimismo concluye el colega, una de las tareas militantes de la actualidad es comenzar la organización coherente e interactiva de estas dos dimensiones.

Activismo y militancia, resume, desde una perspectiva más integrada. Una capaz de disputarle presencia y asertividad al capital tecno-feudal, que, mediante sus algoritmos, censuras y bots, insisten en fragmentar y debilitar a los colectivos populares. Que los hay, cabe amplificar, pero separados en una colección de tribus.

El pequeño detalle, añadido a esas consideraciones y ya opinado en esta columna, es que para crear y nutrir a tales organización e integración militantes hace falta un proyecto político en condiciones de encolumnarlas. Una obviedad necesaria.

Seremos reiterativos.

A nadie puede ocurrírsele, con seriedad, un “campo nacional y popular” que carecería de gente ingeniosa, disruptiva, profesional, para pelear contra el ejército de trolls y activistas que conforman ese universo virtual y digital comandado desde la propia Casa Rosada.

Imaginar semejante cosa concluiría en que, para enfrentar al ¿mileísmo?, basta con resoluciones de técnica publicitaria y “ganar” a través de memes penetrantes o eslóganes provocativos.

Del mismo modo, estos pocos meses de los hermanos presidenciales demostraron que sí hay insumo callejero, y figuras de diversos ámbitos, competentes para dar batalla contra el adefesio que gobierna.

Axel Kicillof, a cabeza del peronismo/progresismo enterado de que debe superarse la melancolía y componer canciones nuevas. Germán Martínez, Leandro Santoro, Carlos Heller, desde lo parlamentario y sólo para ejemplificar. Junto con ellos, voceros de pymes. De algunos sindicatos. Del terreno científico, artístico, intelectual, periodístico. Del productivismo de la economía popular, como Enrique Martínez. Del campo de la combatividad social, como Juan Grabois, movimientos varios y, desde ya, la izquierda trotskista, aunque en su opción no se trace la lucha por el poder.

Pero, básicamente, se trata de un volumen de resistencia y no proyectivo. O, al menos, eso es lo que se percibe en la casi mitad de la población que no votó al engendro. Y, aun, entre quienes sí lo hicieron para empezar, muy paulatinamente, a decepcionarse o desconfiar. Es lo que se revela en la percepción de esa misma calle, y en cuanta encuesta quiera relevarse.

Por tanto, ¿es un problema de ausencia de (buena) comunicación y de poner el cuerpo? ¿O de que no hay ni comunicación ni cuerpos que valgan, mientras no puedan sustentarse en alguna proyección alternativa apta para juntar lo que suma y apartar lo que divide?

En la mencionada nota de Uranga, a tenor de su título, se indica que sólo entre los más pobres hay residuos de solidaridad y resquicios de fraternidad. Se interroga, acerca del resto, a quién le importa qué… salvo lo que me sucede a mí mismo.

Coincidimos con él en torno a que en eso radica la verdadera derrota, de la que se sale únicamente asumiendo que nadie se salva solo. En que, en toda hipótesis, la salida siempre es colectiva. En que, siquiera por el momento, no aparecen indicios de que eso esté ocurriendo.

Y en que lo menos grave, quizás, es que en política nada es para siempre.

La pregunta vuelve a ser quiénes y cómo están preparándose para asumir ese aserto, en vez de esperar a la implosión de un Gobierno cuya crueldad, créase o no, parece gozar de buena salud.