Magalí Etchebarne ganó la VIII edición del premio Ribera del Duero de Narrativa Breve, otorgado a un libro de cuentos de habla hispana, por La vida por delante, publicado recientemente y distribuido en nuestro país por Páginas de Espuma. El jurado, presidido por Mariana Enriquez, destacó que el estilo de Etchebarne “es pura frescura e inteligencia. Encuentra humor en la tragedia y sabe de la tristeza con rabia y ternura. No hay postura ni solemnidad en su escritura”. Este reconocimiento supuso para la autora argentina, nacida en Remedios de Escalada, una oportunidad de presentarse ante el público español.

Para el público argentino, Etchebarne no era una desconocida. Su libro anterior, Los mejores días, publicado por la editorial independiente argentina Tenemos las Máquinas, había ampliado su espectro de lectores hasta agotar más de diez tiradas. Esos lectores seguramente fueron atraídos por su capacidad de narrar lo cotidiano y lo barrial con un lenguaje renovado, una voz fresca y caudalosa que ilumina vidas al costado de las vías del tren, familias tensionadas por el peso de la propia historia y vínculos amorosos que buscan desesperadamente la contención del amor. La prosa eficaz de Etchebarne es capaz de contener un destello poético sin perder el ritmo de la narración. “Escribo de a partes”, dice Etchebarne, ahora más tranquila, desde su casa en Colegiales. “Voy acumulando cosas que van para lo mismo. Voy juntando párrafos; en algún momento tengo algo empezado e inconcluso. Y después lo que hago es sentarme a tallar.”

Etchebarne ordenó el material acumulado desde la salida de su último libro. Había escrito varios textos, párrafos y personajes. Inicialmente, quiso escribir algo con una estructura de cuatro partes, donde los cuentos guardaran relación entre sí y los personajes se cruzaran como en una novela de Sherwood Anderson. Sin embargo, pronto se dio cuenta de que resultaba denso y aburrido leer y escribir una y otra vez sobre los mismos personajes. “Cuando avancé bastante, me di cuenta de que había temas que se reiteraban: la muerte, la vejez, la madre, los vínculos. Pensé: me estoy repitiendo, ¡son los mismos temas que en el otro libro! Y después dije: en definitiva, sí, me estoy repitiendo. Posiblemente sea una nueva versión de ese libro. Hay una frase de Piglia, linda, que dice: 'Un libro se explica en el siguiente.'”

En los nuevos cuentos reaparecían las obsesiones de Los mejores días, pero algo había cambiado en la prosa; los tormentos de los personajes estaban mostrados con mayor crudeza. Su primer libro no dejaba de ser un canto de cisne a una juventud perdida. Aquí, los temas eran los mismos, pero los personajes eran mayores; las preocupaciones, otras. La muerte y la enfermedad de una madre atraviesan a la narradora de “Piedras que usan las mujeres”, el cuento que abre el volumen, y resuena también en las dos hermanas que posponen la decisión de desprenderse de las cenizas de una madre en “Temporada de cenizas”, mientras que la soledad de una correctora de novelas de amor encuentra algo de sosiego en la compañía de una escritora americana y un viaje a las cataratas del Iguazú en “Un amor como el nuestro.”

Casi en paralelo al proceso de este libro, Etchebarne publicó su primer libro de poemas, titulado Cómo cocinar un lobo. Raro para una escritora que tuvo un debut fuerte como narradora, apostar a un libro de poemas; suele ser a la inversa, los poetas que se pasan a la narrativa. Pero las convenciones son eso: convenciones. Etchebarne decidió publicar un libro que habla de manera directa y franca sobre la muerte de sus dos padres, ocurrida con muy poco tiempo de distancia. Los poemas, casi a la manera de Edgar Lee Master, “narran” un inventario; una casa, un olor, un rincón, un recuerdo. Las cosas que parecen fugaces y que se van con la muerte, Etchebarne las retiene, les busca una caja y las pone en funcionamiento. Les da una nueva vida. Con respecto al tema del dolor, Etchebarne reflexiona: “A veces son algunas escenas que me resultan felices y la escritura es el ejercicio de retener eso. Y en ese ejercicio de retener algo feliz, el dolor también aparece igual. En mi libro de poemas, la intención era inventariar una casa, lo que mis padres decían, las palabras que usaban; eso podría haber sido un motor más feliz, pero el dolor venía en el bolsillo porque era saber que eso se estaba perdiendo, que se iba a perder y que en definitiva se perdió.”

"Básicamente, no hay que pensar en nada que a una la aleje del presente, como los astronautas siempre atados a lo que te pueda devolver a la gravedad de tu tiempo", escribe la narradora de uno de sus cuentos. La vida por delante parece preguntarse por un tema crucial que, en cierto modo, afecta a la generación nacida en los años ochenta: qué hacer con las herencias. Las herencias pueden ser materiales, las cenizas de los padres o una madre que no está, pero también simbólicas; la idea del matrimonio como proyecto de vida. El último cuento, “Casi siempre desesperados”, narra los vaivenes de una pareja joven, la de Ana y Ramiro, que se rinden y sacan tablas en el juego del amor adulto. Narrado en tercera persona, pero cercano al punto de vista de Ana, la pregunta sobre cómo vivir juntos resuena como las descargas de un enchufe pelado; la pareja gana distancia cuando pierde el lenguaje común que los une, las palabras que fundan y dan sentido al comienzo del amor. ¿Qué queda por delante cuando lo que se tiene es lo que se pierde?

Un tema que ha resonado en las innumerables reseñas aparecidas tras la publicación del libro es cómo hace Etchebarne para canalizar algunas ideas del feminismo en sus cuentos sin caer en dogmatismo. Las mujeres en sus cuentos sufren; sufren por amor, por falta de compañía, por falta de miradas, por el paso del tiempo. Y en ese sufrimiento paciente y cautivo encuentra una forma de hacer política. La vida por delante no da concesiones. Por ejemplo, en el cuento inicial, la narradora asiste al deterioro de su madre; su cuerpo marchito también se marchita con la historia de un matrimonio estallado, una línea se superpone a otra: “No es la misma manera en la que el hombre mira su vejez. Las mujeres miramos a la vejez de otro modo. Rápidamente en tu vida empezás a notar que estás envejeciendo, empezás a notar esa transformación. Parte de crecer es registrar ese cambio. El registro de estar envejeciendo empieza muy rápido. No creo que haya hombres que a los treinta o a los veintiocho estén sufriendo el envejecimiento o que lo entiendan como algo que se sufre. Y eso me parecía interesante de contar. El cuerpo de la mujer completamente deserotizado, separado de lo sexual”.

Quizás, dice Etchebarne, una escritora solo esté haciendo covers de las escritoras que ama. En su narrativa hay una lectura inteligente de Alice Munro, resuena el oído contemporáneo de Lorrie Moore y Grace Paley, el ritmo de Joy Williams, la fuerza de Ottessa Moshfegh. Pero también hay una lectura del suburbio bonaerense, una mirada piadosa con las vidas anónimas que habitan la periferia de Buenos Aires, de sueños postergados, almacenes de ramos generales, oficinistas que llegan tarde al tren de las ocho y media. “En muchos de mis cuentos siempre hay dos tiempos. En general, pienso que el pasado explica ese presente. Algo que recuerda un personaje nunca es ordenado ni fiel. Después, las cosas que uno se acuerda del pasado no son una película, son fogonazos. Me gusta que aparezca el pasado o no sé si es que me gusta, es que no puedo evitar poner al personaje recordando, como si fuese el nacimiento de la narración. Tienen algo que contar porque recuerdan, y recordar es una manera de dejar algo con vida”.