Un baile de ratas que dejaría babeando al flautista de Hamelin. Un niño famélico mata de un piedrazo a un cuervo. “Mamá, tenemos gallina para comer”, grita exultante mientras gambetea un cadáver. Un aristócrata se pasea por su casona con un pañuelo lleno de excremento oscuro. La bienvenida que presenta El Decamerón (reciente estreno de Netflix) no anda con sutilezas. Es el año 1348 y la peste negra hace estragos en toda Europa. En ese contexto, un grupo de nobles florentinos decide reunirse en una villa toscana a beber vino y tener sexo, hasta que sus vacaciones se convertirán en una batalla por sobrevivir. Ocho episodios de sátira, basadas libremente en la obra de Giovanni Boccaccio, cuyo tono jocoso apunta directamente a los comportamientos sociales medievales y también a algunos más cercanos en el calendario.
Ninguno de los protagonistas conoce demasiado bien al anfitrión del encuentro, Leonardo Fiesole. Eso sí, en este relato coral todos huyen apurados de una Florencia donde reina el apocalipsis bubónico. Frente a la sugestiva ausencia del vizconde, será su mayordomo, Sirisco (Tony Hale), quien tome las riendas de la villa, suerte de burbuja lujosa frente a la pestilencia exterior. Está la damisela Pampinea (Zosia Mamet), una autoproclamada solterona de 28 años ansiosa por conocer a su prometido, el dueño desaparecido de la mansión, y su doncella Misia (Saoirse-Monica Jackson). La sirvienta Licisca (Tanya Reynolds) que tomó la identidad de su quisquillosa jefa (Jessica Plummer) tras arrojarla de un puente. Una parejita con apellido de alta alcurnia, pocos billetes y varias cuestiones por saldar con Dios. Y, finalmente, el hipocondríaco Tindaro (Douggie McMeekin) que arriba al lugar con su fiel curandero (Amar Chadha-Patel). “Tenemos agua y comida para cinco años, seis con canibalismo limitado”, dirá uno de los huéspedes.
Esta apropiación de El decamerón sacrifica el relato enmarcado y la lógica narrativa al estilo de Las mil y una noches, para circunscribirse a los comportamientos más depravados de sus protagonistas. Bufonesca y maliciosa, al estilo de Gosford Park (Robert Altman; 2002) y más acá en el tiempo la celebrada serie The White Lotus o El triángulo de la tristeza (Ruben Östlund; 2022), la propuesta reposa su encanto en su examen venenoso sobre las diferencias de clase. Como ese huésped que se queja porque la epidemia canceló el resto de sus eventos sociales. Entre chistes desprejuiciados, algunos cercanos al slapstick y otros obscenos, lo que abunda en Villa Santa es la perfidia. “Si la peste es una prueba de Dios, nuestra invitación a la villa es la salvación”, dice uno de los ricachones de camino al festín. Con el correr de los días, la abundancia y desdén, darán lugar a un caos que no tiene nada que envidarle al que se vive afuera de la fortificación.
El punto más alto de El Decamerón se encuentra en el ensamble del elenco. Un crisol variopinto donde aparecen exintegrantes de Veep, Girls, Sex Education y Derry Girls, entre otros. También es evidente que, merced de sus anacronismos, El Decamerón funciona mejor como una parodia anacrónica de Gran Hermano con su exposé de lujo y mendacidad. La inspiración real de sus responsables, Kathleen Jordan y Jenji Kohan (Orange Is the New Black), provino de “la sordera de las celebridades” durante el confinamiento por la Covid. “El “abismo entre los que tienen y los que no tienen fue muy irritante”, explicó Jordan. La alegoría es tan explícita que para la showrunner, “un experto italiano en el medioevo se va a sentir defraudado con esta miniserie”. Es, básicamente, una comilona de humor negro sobre una pandemia que sucedió mucho más acá de lo que quisiéramos recordar.