“Uno no nace escritor, nace bebé”. La frase de Hebe Uhart, certera a la hora de desmontar poses y pretensiones, es repetida por Magalí Etchebarne, achinando los ojos como si al pronunciarla emulara involuntariamente la gestualidad de Uhart, una suerte de abuela literaria. 

La bebé Magalí nació en la provincia de Buenos Aires, en Remedios de Escalada, donde creció y vivió toda su infancia y adolescencia. A los once años su mamá la anotó en un concurso literario organizado por La idea, el periódico del barrio. Escribió un cuento sobre una nena que quedaba atrapada dentro de un libro. Y ganó. Al año siguiente, reincidió con la historia de una nena que tenía un novio en sillas de ruedas y una mañana lo va a buscar y él se muere. Como ganó otra vez, sospechó que no se presentaba nadie y no volvió a concursar. Hasta que mandó los cuatro cuentos que integran La vida por delante (Páginas de Espuma) y ganó este año el Premio Internacional Ribera del Duero, dotado de 25 mil euros.

Etchebarne (Buenos Aires, 1983) se convirtió en la tercera escritora argentina en ganar el premio, después de Samanta Schweblin y Marcelo Luján. El jurado presidido por Mariana Enriquez y compuesto además por el español Carlos Castán y la mexicana Brenda Navarro destacó que La vida por delante es “un libro escrito con un humor auténtico que logra una construcción de imágenes y unos personajes complejos con el cuidado que solo alguien que conoce y sabe manejar el lenguaje puede hacer”. Enriquez subrayó que “no hay una voz como la de ella, es diferente, fresca, pero muy cuidada y literaria. Escribe con gran inteligencia y humor. Hebe Uhart era una de las escritoras más notables de la Argentina y ella decía: ‘Los escritores argentinos no escuchan y se miran desde el ombligo’. Magalí escucha, escucha perfectamente; todas las voces que compone son carnales”. Además de escuchar con un oído agudísimo, la escritora que estudió Letras en la Universidad de Buenos Aires y trabaja cono editora en Penguin Random House, mira con una atención especial los pequeños detalles que conforman la insatisfacción existencial de los personajes.

La pérdida del amor

El cuento le sienta muy bien; es el género que más le gusta leer y siempre tiene a mano en su menú de lecturas a Alice Munro, Claire Keegan, Hebe Uhart y Liliana Heker. Publicó el libro de cuentos Los mejores días (2017) y el libro de poemas Cómo cocinar un lobo (2023), una conmovedora propuesta en torno a la pérdida y al duelo, poemas que escribió después de la muerte de su padre en 2018 y de su madre en 2020. La enfermedad, la pérdida del amor y la muerte son los grandes núcleos temáticos de La vida por delante. “La vejez no empieza a los costados de los ojos como dicen las publicidades de cremas, es mucho más estruendosa. La cara se ensancha, los ojos se entristecen, los labios se afinan, se nota el cansancio, el ¡cansancio!”, dice uno de los personajes del primer cuento, “Piedras que usan las mujeres”, y ya emerge ese humor levemente melancólico y de baja intensidad, como si quisiera alumbrar la monstruosidad de la vejez con la llama de una vela a punto de apagarse. Una escritora de sagas y su correctora viajan a las Cataratas del Iguazú, “una atracción para suicidas”, un paisaje demasiado bello y atroz que mueve el avispero de los recuerdos juveniles de la correctora. Hay una cicatriz en la pierna de ella, la marca de una accidente que tuvo y en el que murió su novio.

En el tercer cuento, conectado con el primero, dos hermanas viajan con las cenizas de su madre a Mar del Sur. La voz de la madre aparece en esa playa de viento y fantasmas. “La ternura es cara, pero es lo único que puede salvarte; no es el amor. El amor sin ternura te deja sola, es un presente que alguien te envía a la distancia”, le dijo.  En el último cuento emerge la muerte lenta del amor de una pareja. Ramiro es un dramaturgo que se define como un artista y Ana, su pareja, piensa que “un artista es alguien que escribe las paredes de la casa con aerosol o desaparece tres semanas, pero no. Un artista puede ser un absoluto monje para demostrar pasiones, vivir en el celibato de su trabajo, siempre estresado, hablando por la casa, yendo a ensayos como un maestro mayor de obra que persigue a los obreros. Un artista puede ser alguien que pasa todo el tiempo frente a su computadora y cuando se levanta se lleva cosas. Lleva y trae cosas, de la vida a la computadora, y al revés”.

-En el cuento “Un amor como el nuestro” aparece como telón de fondo el suicidio. ¿Por qué te interesaba tocar este tema?

-Yo empecé escribiendo el cuento sobre la escritora de sagas. Por mi trabajo de editora durante mucho tiempo tuve que leer ese tipo de novelas, que acá no se escriben tanto; la saga es una cosa más de Estados Unidos. Son novelas que vienen traducidas por España, tal cual se cuenta en el cuento, y son siempre muy estereotipadas: una chica joven, pobre, linda, que conoce a un hombre rico; tienen sexo y se casan. Entonces me divertía imaginarme quién era la persona que estaba detrás de esas sagas. Que no se pareciera a sus personajes, que hubiera algo menos predecible. Después apareció el personaje de la correctora como una antagonista, como la amargada de la editorial. Pero lo primero que surgió no fue el intento de suicidio de la correctora sino algo que le dejó una marca y ahí pensé en el accidente en el que ella se salva pero muere su novio. Algo que a veces pasa, que se supera, pero que no necesariamente se sigue adelante. La pérdida de un amor es lo más doloroso que a ella le pasa; esos amores que casi siempre están como inscriptos con mucha fuerza en el cuerpo, en la vida, en las emociones. Por otro lado, tenía este escenario fascinante de las Cataratas del Iguazú, que es una belleza absoluta. Una de las maravillas del mundo también es uno de los escenarios más elegidos para quitarse la vida. Yo recuerdo que había viajado a las Cataratas una vez con mi madre y el remisero nos había contado que es el lugar más elegido para suicidarse. Me parece increíble que un lugar condense una belleza tan atroz. La correctora (Julia) coqueteó alguna vez con quitarse la vida después del accidente. Y ahí es cuando le dicen esa frase con buenas intenciones, que tiene “la vida por delante”, una frase que no dice nada.

-“Julia piensa que ella también podía ser alguno de esos animales de rapiña, llega cuando terminaron de escribir, se lleva cosas, se regocija en el desastre, les cuenta las plumas, se come el centro caliente del error, lo devuelve limpio”. ¿Cómo llegás a esta reflexión del trabajo de una correctora?

-Para mi los correctores son las personas que mejor leen los textos, sobre todo porque llegan después de que uno trabajó mucho tiempo y ven cosas que uno no vio. Así como el editor te acompaña y puede iluminar cosas que el autor no ve, el corrector llega al final y encuentra siempre más. Entonces me gustaba exagerar y poner un poco de maldad a esa persona. Aunque esté en las sombras, tiene poder. Aunque lo ha perdido en otros aspectos de su vida, ahí mantiene el poder, el control.

-¿Cuál es el poder que le da la corrección?

-La corrección es todo; la corrección es el lugar donde más despliego el control. En la escritura inmediata, en lo primero que surge, no sé si tengo tanto control justamente porque intento que ahí no esté tan controlado para poder escribir. Tenía un profesor de taller literario, Esteban Schmidt, que decía que hay que escribir y escribir y hacer como (Mohamed) Ali, que empieza a contar los abdominales cuando duele. Hay que seguir escribiendo, aun cuando uno ya no tenés más ganas de escribir. Eso me parece que tiene mucha verdad porque uno empieza a escribir porque se te ocurrió algo, porque llegaste de la calle y alguien te dijo algo, pero después de un rato eso se va apagando. El entusiasmo con el que uno se sienta a escribir se apaga y si uno se queda un rato insistiendo es verdad que aparece algo que uno no esperaba, quizás sea una zona de la escritura más descontrolada, que después necesariamente necesitás revisar para tener ese universo bajo control. El descontrol es necesario, pero después necesitás el control. Muchas veces me pasa que leo lo que escribí bajo diferentes estados de ánimo y algo que me había parecido que estaba bueno no funciona; se nota demasiado que estaba enojada o que estaba triste, eso va cambiando según como lo vuelva a leer. Para cualquiera que escribe lo que más despliega es su control sobre el universo que está creando. En la conversación, eso no ocurre, uno no puede volver atrás para corregir lo que dijo, quizá por eso no hay control en la conversación, no te podés editar. Una correctora de oficio es una tarea muy necesaria en cualquier editorial, en cualquier proceso de edición de un libro, porque de verdad es alguien que ve y limpia un texto, entonces me gustaba ese personaje, todavía más en las sombras que el editor, y me generaba más curiosidad.

Después del estallido

-¿Qué te interesa de esos personajes que están en las sombras?

-Me preguntaba qué le había pasado; en todos los relatos hay un clima emocional que tiene un volumen bajo. Eso es algo que me di cuenta ya cuando la escritura estaba avanzada; quizás hay algunas salidas un poco tragicómicas en algunos cuentos, hay un clima emocional denso, pero que nunca estalla. Ni siquiera sé si es un estado de melancolía, es una suerte de pesadez. Por mi propio trabajo como editora me relacioné mucho con textos de autoayuda y con esas ideas de que del dolor se sale, que del dolor se aprende, pero no estoy tan segura de que del dolor se aprenda. Había cosas que me hubiera gustado aprenderlas del dolor. Entonces pensaba qué pasa si un personaje no sale del dolor, aunque tenga su trabajo y sus herramientas. El vínculo entre la escritora y la correctora es un poco tragicómico. Cuando Leslie la invita a Julia a escuchar una canción, está obsesionada con el error, con tener el control, y dice que los unicornios no existen. Escucha el error y no la canción, aunque es cierto que es un error. La correctora es alguien que busca siempre el error. Y si buscás el error lo encontrás.

-¿Por qué decidiste escribir una narrativa que nunca busca el estallido, sino la baja intensidad?

-Me imaginaba que a estos personajes ya les había pasado algo y que el cuento no trata de algo que les iba a pasar, de algo que estuviera por delante. Me interesaba más mirar cómo viven los personajes después de lo que les pasó. En la novela va a ocurrir algo y eso está por delante. Entonces uno avanza en la lectura yendo hacia ese lugar, hacia lo que va a ocurrir. En el cuento eso seguramente ya ocurrió antes y uno lee como si fuese la estela de lo que sucedió. En el último cuento, el daño en esa pareja ya sucedió y lo que estamos leyendo son las vacaciones de la erosión de una pareja en descomposición.

Cuidar para la muerte

-¿Por qué “una madre vieja es un hijo a contramano”, como dice una de las hermanas en el cuento “Temporada de cenizas”?

-Lo que aparece en ese relato es el cuidado de alguien que va a morir y esa experiencia irradiando a todo lo que pasa después en el cuento. Cuidar a alguien que va a morir tiene algo del orden de la ingratitud por el hecho de que estás cuidando a alguien para la muerte, no lo estás cuidando para la vida. Eso en sí mismo parece una contradicción. Uno no cuida una planta para la muerte, la cuidás para que sobreviva. Casi con cualquier ser vivo que quieras cuidar lo hacés para la transformación. La muerte es una transformación; pero no se parece a nada como estar cuidando a alguien para la muerte. Es verdad que una madre o padre viejo es un hijo a contramano; por momentos es como un niño, por momentos necesita todo lo que necesita un niño, pero en un niño hay un granito de arena. Todo esto lo viví cuando mi madre estaba por morir. Las personas alrededor del cuidado de los ancianos y el cuidado paliativo tienen un temple muy particular. Este cuento es el más autobiográfico, no por lo que ocurre porque yo no tiré las cenizas de mi madre, ella está en un nicho porque le tenía pánico a ser cremada. Ni siquiera la pudimos enterrar; le daba impresión la tierra. El cuento es una ficción, lo que no es ficción, lo que me sirvió como una semilla de realidad, es que tuve que cuidar a mi madre para la muerte. Si en el primer cuento está la voz de la madre viva y hablando, en este aparece el fantasma de la madre que le sigue hablando. La lengua de la madre sigue viva. No me pasa mucho de escuchar la voz de mi madre, pero sí me encuentro diciendo frases que decía ella. Mi mamá era muy dulce y disfrutaba las pequeñas cosas de la vida. Siempre que comía una fruta decía: “Qué rica fruta”. Hace poco dije lo mismo y no soy mi mamá.

-Quizá ser hija consista en despegarse de la madre para mucho tiempo después reconocerse en ella, ¿no?

-Sí, yo veo muchas cosas más de mi madre en mi porque fue con quien pasé más tiempo. Yo me llevaba muy bien con mi mamá; no era el monstruo que es en el cuento. De mi papá tengo muchas cosas de la personalidad, de vasco terco, de peleador, me veo más ahí. Las cosas más difíciles las saqué de él.

-En “Temporada de cenizas” se menciona una película sin aclarar cuál es, aunque debería ser “El gran Lebowski” con esa escena antológica en la que arrojan las cenizas del amigo y le quedan pegadas a los anteojos, ¿no?

-Sí, es una gran película que está en el imaginario. Yo nunca tiré cenizas, pero sí hablé con personas que tiraron cenizas y me confirmaron que se vuelan. Yo vi muchas de esas bolsas con cenizas porque mi padre trabajó en una funeraria. Y hacía algo muy creepy, muchas veces, como al otro día tenía que ir al cementerio de la Chacarita a llevar las cenizas para trámites, traía las urnas a casa y esto generaba una pelea con mi madre. Después nos acostumbramos, pero la primera vez que lo hizo mi madre dijo: “¿Cómo vamos a dormir con las cenizas de un señor acá en casa?”. Muchas veces lo íbamos a visitar a la funeraria en la que trabajaba. Eso era muy creepy, para un cuento de Mariana Enriquez (risas). Mi padre estaba jubilado pero no quería dejar de trabajar, no podía dejar de trabajar, la verdad. Una vez una mujer le fue a golpear la puerta de la oficina a medianoche para decirle que su marido estaba vivo y le pidió que llamara a un médico. Mi padre llamó a un amigo ambulancista y se hizo pasar por médico y revisó al muerto, que obviamente estaba muerto. Es típico que haya pequeños movimiento en los cadáveres, líquidos y cosas que se mueven, a veces un brazo o la boca.

Una pulsión vital

-¿Por qué todo lo que tiene que ver con la escritura parece ser visto un poco irónicamente en dos de los cuentos del libro?

-Más que sobre la escritura es sobre la idea de los artistas y algunos lugares comunes. Ramiro se concibe a sí mismo como un artista y no puede ver lo que tiene inmediatamente al lado, no puede ver esa relación de pareja que está descomponiéndose. Aun así tiene un ojo y un oído cazador para crear. El arte para mí es una pulsión de vida. La escritura me sacó de lugares oscuros. La escritura es una pulsión vital. Lo que me divertía del personaje de Ramiro es la fortaleza que tiene para definirse como artista. Esto lo he oído más en los hombres.

-¿Te cuesta definirte como escritora o quizá el premio a “La vida por delante” te pone en la obligación de pensarte como escritora?

-Escritora dicen los que escriben las solapas de mis libros. Hay una frase espectacular de Hebe Uhart que dice que “uno no nace escritor, nace bebé”. Yo limpio mi casa, trabajo un montón y no puedo evitar escribir. Hay gente que se siente cómoda y le gusta pensarse como una escritora. Si tengo que completar algo para aplicar a una de esas becas de residencias de escritura y ese tipo de cosas, obvio que soy escritora, me aprovecho de lo que ponen en las solapas de mis libros (risas).