Marcela Turati hace una mueca como si le dolieran las palabras que va soltando. Su auditorio se queda mudo, atragantado. En los últimos años, la voz de esta gran periodista mexicana se ha convertido en símbolo de la defensa de la libertad de expresión en su país, donde fueron asesinados más de un centenar de trabajadores de la comunicación en ejercicio de su profesión desde el 2000 –8 de ellos, mujeres– y hay 23 desaparecidos. Ella pone su cuerpo ante cámaras y en foros para que no haya olvido, para rescatar sus historias, del mismo modo que –como una antropóloga de la muerte– es la gran cronista de las víctimas de la guerra al narco, de esos cuerpos anónimos abandonados en cantidad de fosas comunes: Turati busca, casi como una obsesión, encontrarles familia y cotidianeidad. Cuenta que sus colegas le dicen que ya se repite, que por qué no deja el tema. Y ella responde: “No puedo”. Es su compromiso para que algún día esos artículos, esas crónicas, sirvan para que haya verdad y justicia. En Montevideo, donde fue homenajeada y declarada visitante ilustre por la intendencia y participó del Tercer Encuentro de Periodistas Mujeres de Uruguay, Páginai12 la escuchó y conversó con ella, sobre cómo es ser corresponsal de guerra en su propio país, y qué razones la mueven a seguir poniendo el cuerpo, cuando el riesgo y la impunidad, frente a la narco violencia, son muy altos. “¿Cómo hablar de este horror? Ya me quedé sin palabras. Estoy leyendo a las investigadoras argentinas que escribieron sobre la dictadura para entender el lenguaje”, cuenta Turati. Y conmueve.
Es reportera de la revista mexicana Proceso, cofundadora de la Red Periodistas de a Pie, una red de capacitación para periodistas y de articulación para protección, y más recientemente, de Quinto Elemento Lab, organización que apoya a periodistas de investigación. Es además, autora del libro Fuego Cruzado: las víctimas atrapadas en la guerra del narco. Ganadora de varios premios internacionales entre los que destacan el Premio de Excelencia de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI), Premio WOLA de Derechos Humanos, Premio LASA Media Award y Premio a la Conciencia e Integridad en el Periodismo de la Fundación Nieman de la Universidad de Harvard. En 2011 ganó el premio Walter Reuters en Alemania, con dos historias sobre cómo las familias de las víctimas se organizan para buscar a sus seres queridos desaparecidos y luchar contra la impunidad. A su vez ha coordinado diversos proyectos colectivos sobre la memoria de las víctimas de la violencia en México como el sitio web Más de 72, dedicado a masacres de migrantes. Y “Periodistas con Ayotzinapa”, en el que reporteros y fotógrafos reflexionan sobre esa masacre.
Turati forma parte de la lista de los 100 periodistas más influyentes que cubren el conflicto armado en el mundo, publicada por Action on Armed Violence (AOAV) y es miembro de la red del Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación (ICIJ).
En el piso 23 de la intendencia de Montevideo, después de recibir una distinción como visitante ilustre, en un homenaje organizado por la ong feminista uruguaya Cotidiano Mujer, cuenta sobre las condiciones límites en las que trabajan periodistas que cubren las consecuencias de la guerra al narcotráfico, esa demencial política lanzada por el presidente Felipe Calderón en 2006, que ha dejado más muertos que las muertes que las propias drogas causan: “32 mil personas desaparecidas y más de 300 mil asesinadas”, detalla Turati. Actualmente, con periodistas amigas está haciendo un mapeo de fosas clandestinas en México, con pedidos de información a cada Estado. En todas, apunta, hay cuerpos que no han sido identificados.
Dice que ella era de las periodistas que no preguntaba en conferencia de prensa porque le daba vergüenza. Pero al ir descubriendo que las esquirlas de esa guerra también alcanzaban a sus colegas, de pronto se fue convirtiendo en activista por el derecho a la libertad de expresión.
–Fueron mujeres también –dice Turati– quienes empezaron a levantar la voz para denunciar la violencia criminal contra “los periodistas” –así, genérico–, a organizar a sus pares y, movidas por la urgencia, de pronto ya estaban diseñando alternativas para proteger a los y las reporteras en riesgo. Sacando tiempo del sin tiempo: robando espacios a la noche, a la familia, a los días de descanso. La emergencia no permitía esperas. En muchos estados del país florecieron redes o colectivos de periodistas liderados por muchas Ellas. No hubo un acuerdo previo, fue un reflejo femenino de esa ética del cuidado a los otros, de ese no saber estar en el mundo sin atender a los demás. Los hombres decían que no podían perder el trabajo. El primero que surge fue un colectivo de mujeres periodistas en Ciudad Juárez. Un día mataron a un periodista y armamos una red para investigar. Fuimos diez periodistas en una camioneta para tomar testimonios, para ver el lugar. La fachada era que íbamos a dar talleres. Fuimos a la fosa en la que apareció. Lo había matado el cártel de los Zetas. Presentamos un informe al mes con la familia. Y me amenazaron.
Cuenta. Y lo que cuenta parece que lo vimos en películas de narcos. Ella lo vivió y lo sigue viviendo. Hace dos años, sintió que necesitaba un respiro frente a tanta muerte, y se fue a Estados Unidos con una beca de estudio. Pero acaba de regresar.
–Cada vez que matan a un periodista hay que sacar a varios de su ciudad o del país –describe–. Necesitamos ciudades que den refugio a periodistas que tienen que salir del país. A veces para tomar un descanso, a veces para salvar la vida. Hay varios viviendo exiliados en Estados Unidos, esperando que les salga el estatus de refugiados, trabajando como conserjes, cortando pasto, vendiendo hot dog. Hay varias redacciones en distintos países que están recibiendo periodistas mexicanos. Una amiga que tuvo que irse hace tres meses está viviendo en un país de Sudamérica con su hija adolescente. Antes creíamos que ser famoso te salvaba, pero con el asesinato de Javier Valdez –corresponsal de La Jornada y fundador del semanario Río Doce– ocurrido este año a plena luz del día en Sinaloa, se acabó esa certeza. Al Gobierno no le importa. No se investigan los crímenes de periodistas. La política de Estado ha sido la impunidad. El Gobierno no hace nada. Nuestra aspiración es hacer una investigación sobre la muerte de cada periodista, terminar el reportaje que estaba haciendo. El narco financia las campañas políticas, pone jefes de policía, a alcaldes, diputados y gobernadores. Hace semanas, un periodista que escribía un guion de una película sobre el narcotráfico tuvo que irse del país, después de que recibió un ‘mensaje’ donde le advertían que no iba a gustar lo que hace.
En Montevideo, en la charla de Turati se apareció un periodista mexicano desplazado que estaba de paso por Uruguay, saltando países como fantasma. Sin trabajo. Sobreviviendo. Como estrategia de protección, cuenta, los periodistas no firman notas o se organizan entre varios para difundir noticias sobre los negocios de los narcos o matanzas del Ejército para asegurar mayor protección y cobertura. Pero a veces, ni eso alcanza.
–Nos hemos hecho expertas en buscar financiamiento. En armar equipo. En la emergencia se tienen que romper las reglas del periodismo: los egos se borran, vamos juntos a reportear y publicamos al mismo tiempo, para protegernos, para tener mayor impacto y protección. A veces sugerimos compartir la información con un corresponsal extranjero para que publique y poder sacarlo en las zonas silenciadas de México. Los empresarios de medios tuvieron que entender otras lógicas.
Muchas veces, cuenta, se juntan entre colegas para llorar. Ella da un taller que se llama “Cómo cubrir el dolor y qué hacer con tu dolor”. Este año el asesinato de Javier Valdéz en Sinaloa, y de la periodista Miroslava Breach, también de La Jornada, en Chihuahua, la sacudió fuerte.
–Miroslava publicaba con otro colega el mismo día para protegerse. Había denunciado los municipios donde el narco había puesto los jefes policiales y publicado que los candidatos del PRI eran familiares del narco en Sierra Tarahumara, en el estado de Chihuahua. La amenazaron dos veces y la mataron. Muchas veces pasa que cuando una mujer dice que la amenazaron la tildan de histérica. Le dicen que para qué se mete con ese tema si no está preparada. Se descalifica su palabra. A las mujeres se les amenaza desde los espacios más íntimos. A Regina Martínez, corresponsal de Proceso en Veracruz, antes de asesinarla en 2012 en su domicilio, se le metieron en su casa y se bañaron en su baño con su jabón. En el caso de los hombres asesinados, sale a exigir justicia la esposa, la familia, el diario, a pedir Justicia. Es muy triste. Por las mujeres pocas veces sale alguien, la hermana, la mamá, las amigas.
–¿Qué la lleva a seguir cubriendo esos temas pese al riesgo?
–Donde no hay periodismo se instala la muerte. Donde el periodismo ha dejado de cubrir, aumentan las atrocidades. Es una guerra contra la muerte. A veces no te lo planteas así. Sientes que eres periodista y lo tienes que hacer.
Dice Turati. Y cuenta que un día, fue a cubrir el hallazgo de una fosa con doscientos cadáveres. Una señora muy enojada increpó a los periodistas por qué recién en ese momento llegaban, si ella había denunciado hacía años la violencia y nadie la había escuchado.
– “Yo sentía que hablaba desde el fondo del mar y nadie me escuchaba”, me dijo. Después supe que había varios periodistas amenazados en esa ciudad. Estaban silenciados. ¿Qué hubiera pasado si hubiéramos defendido antes a esos periodistas? Por eso seguimos. No queremos que ese silencio se extienda. No hay que dejar pasar ninguna agresión. Si se deja de investigar, se instala el crimen organizado. Donde se hace periodismo, se defiende la vida.