Por un mal día, ahora soy el último operario humano que fatiga este andén trabajado por los soles. El andén es de ladrillos redondeados sin revocar y se pierde a cada lado en el límite perpendicular que roza con el horizonte. Una desolación lo cubre por detrás y esa misma desolación es interrumpida hacia el frente por el otro andén junto a los chirridos de la máquina. La máquina, reconstruida con los fierros de la tolva vieja, se hace llamar como yo, Elpidio Luna, aunque no aprende a silbar y le cuesta arrastrar la tonada costera. Si me muevo, se detiene a copiar mis movimientos o mis sonidos. Cuando yo me detengo, ella comienza a levantar las semillas que arrastra el viento cuando cruza al otro andén por el sur. Se mueve dando pasos rengos y aleatorios. Apunta hacia un grupo de semillas y se desvía a juntar las otras más allá. Junta e intenta tirarlas por los orificios pequeños que desembocan en los silos subterráneos de la tolva nueva.

La máquina llegó en el carguero impuntual de las once, el martes después de que terminaron de armar Ia tolva nueva. Aquel día también soplaba viento del sur. Las semillas revoloteaban contra la pared recién pintada del elevador y se desparramaban por el andén. La máquina estaba apoyada contra la ventana del último vagón. Empujado por los resabios de la caña y los ardores de una carne asada la noche anterior comencé a juntar las semillas. El viento parecía mover el andén o el andén parecía mover las semillas que levantaban vuelo girando en semicírculos. Alguien, desde el lado ciego del tren comenzó a gritar. Las ráfagas alejaban y traían algunas de esas palabras junto a la risa de varios:

-… ¡Ccomo…gallina.! -Decían.


El conductor de la formación, siempre bromista me miró y también gritó:

-¡Gallina!

Por detrás del tercer vagón, que era el último, un petiso, un tal Request, junto a los demás, descargaron la máquina que de un salto se trepó al andén. Todos largaron una carcajada unánime cuando la máquina chillo:

-¡Como gallina subida!

Sin pensar me les fui al humo. Request tiró un golpe pero no pudo evitar que mis manos le marcaran el ojo derecho. La máquina salió en su defensa empujándome contra la pared del elevador. Agarré entonces uno de los fierros de la tolva vieja, salpicado de pintura roja y le partí desde atrás la cabeza. La máquina cayó dura a las vías. Enfurecido el petiso Request me atacó con algo cortante que terminó no sé de qué manera sacándole su propio ojo izquierdo.

El petiso Request no dejaba de mirar la máquina inerte a través de la ranura del ojo sano.

-Las semillas parecen como gallinas subidas a las ráfagas del viento -repetía él por lo bajo, mientras los demás explicaban que esas fueron las palabras de la máquina apenas la prendieron.

El encargado con una seña me sugirió que cruce las vías. Para aliviar el tiempo comencé a barrer la nada del polvo amontonado sobre los cardos que crecían entre las juntas de los ladrillos.

Desde la pelea no dejaban de trabajar sobre los fieros. Hacia la tardecita, el impuntual de las once se los llevó a casi todos. Al otro día, el encargado me hizo preguntas de rutina sobre mis tareas de una lista que no terminaba mas. Lo hizo sin cruzarse de andén. Mencionó luego algo de la paga, de las condiciones y que la comida de alguna manera me iba a llegar cada día.

-No salgas de ese andén -dijo al prender la máquina, y agregó antes de irse: -Vas a estar al servicio sin relevo hasta que se nos antoje.

La tolva vieja estaba armada sobre una torre de molino y sobre los hombros de la peonada. Yo conocí el trabajo por primera vez a los quince años cuando llegué como eventual para la cosecha. A los diecisiete quedé efectivo después que mis dos hermanos mayores murieron paleando semillas contra los vagones. De a poco, esos desgastes del cuerpo se fueron espaciando con la llegada de otros chimangos y más tarde con el sinfín automático.

No sé explicar cómo se usaba la pala. Era un movimiento rítmico. A tantas paladas en el tiempo íbamos arrimando las semillas. Otras veces nos tocaba embolsar. Puedo decir que palear era el arte de hacerlo sin agotarse. La máquina, que desde la pelea está renga y tiene la cabeza achatada, me lleva acorralado peor que un patrón. Todo el tiempo me repite cada una de las tareas que debo hacer.

Mis manos envejecidas de tanto juntar el cereal, me hacen sentar silbando despacito un chamamé. La máquina entonces chilla sin parar:

-¡Gallina! 

Y de nuevo paleo contra el aire, o anudo los sisales imaginarios de las bolsas o hago que subo por la escalera hasta lo alto de la pared del elevador. Abro la puerta y me meto en el cuarto de máquinas. Miro en los paneles la humedad y los gases de los silos subterráneos. Para desengañarme de tanta irrealidad, recuerdo aquellos pescadores en las canoas sobre los brazos del Paraná.

Un tal Suárez o Juárez, según quien refería la historia, pescaba con anzuelos hechos de mandíbula de sábalos atados a unos hilos que revoleaba al clarear. Una vez, que no había sacado nada, por vergüenza u orgullo, que es lo mismo, hizo que no paraba de pescar. Más se animaban hasta la orilla para verlo y más sacaba.

Hacia el atardecer, cuando se vio cómo peleaba contra un dorado, la gente se empezó a alejar. La apuesta fue si la mentira de Suárez iba a ser: que perdió los pescados al darse vuelta la canoa o que el dorado pesaba tanto que no había lugar para todo lo demás.

Si alguien lo piensa soy como ese pescador obligado por la fama de su anzuelo. Hago nada para una máquina que, a diferencia de la gente de la orilla, no sabe entender ni tiene paciencia. Es al ñudo enseñarle. Renga y cabizbaja, seguro que me va a sobrevivir., Pero, como le muestro que se agarra la pala, no va saber juntar ni cuatro semillas.