Una disputa es conocida: la alegría no es sólo brasileña. Pero deberíamos decir: tampoco el hambre. Aunque la cultura de ese país ha sabido encontrar en el hambre una clave que por aquí se presenta más dispersa, más vergonzante, más silente. El cineasta Glauber Rocha explicó la apuesta del Cinema Novo como una estética del hambre: no para enlazarlo a la piadosa asistencia ni a una representación primitivista, sino como apuesta revolucionaria. Porque “sólo una cultura del hambre, minando sus propias estructuras, puede superarse cualitativamente: y la más noble manifestación del hambre es la violencia”. Tensaba así el hilo que venía de la vanguardia de la década de 1920, que eligió el nombre de antropofagia, para pensar una actitud devoradora y transmutadora de la cultura colonial. El hambre está ahí, como exigencia y desesperación. Para Oswald de Andrade, autor del Manifiesto antropófago, se trata menos de saciar un apetito que de apropiarse, con la violencia necesaria, del acto de fundación.

Hambre no es, en esa secuencia, sino una afirmación de la existencia y un llamado a la rebelión. También un tema del análisis social: Josué de Castro, en 1947, escribió su Geografía del hambre. Una década después, Carolina María de Jesús escribía sus diarios en papeles que cartoneaba en su labor de ciruja. Cuentan que ella descubrió a un periodista, Audálio Dantas, que visitaba la favela para cubrir una noticia: le narró que era escritora, despertó su curiosidad, y lo convenció de que la descubriera como tal. Dantas seleccionó parte de sus diarios y el título fue Cuarto de desechos. Se publicó en 1960 y fue un best seller. Vendió decenas de miles de ejemplares, Carolina se convirtió en una escritora famosa. En sets de televisión y librerías, armaban escenografías de favelas para que ella se siente a firmar los libros. Ahí el drama, porque si era reconocida por su situación de vida, era precisamente de esa condición que ella pretendía escapar. Con las regalías compró una casa en otro barrio y su segundo libro se tituló Casa de ladrillos. Se trata de otro diario, que puede leerse como una extraordinaria sociología impresionista de la industria cultural, con su producción de exotismos y famas. No tuvo éxito alguno: el público había festejado la narración de esas zonas marginales y la existencia suspendida sobre el agobio, y no esperaba la crónica de ese mundo que le era más propio.

Cuarto de desechos remite a los despojos, a los restos que una ciudad quiere esconder, su patio trasero, la villa, pero también a su trabajo, el de recolectar. Así, un desecho es el papel o el cartón que se puede convertir en superficie de escritura, en material de una creación. Pero ese diario es, también, la escritura del hambre. Una suerte de jadeo, de desesperación: ¿habrá comida, cada día, para ella y sus hijxs? ¿En qué restos que otros tiran se encontrará la posibilidad de saciar el hambre? El tiempo, en ese libro, es el de la panza que se estruja, que duele en su vacío. La misma editorial que publicó en Argentina a Carolina María de Jesús, Mandacurú, editó Notas sobre el hambre de Helena Silvestre. Ella escribe que hay quienes en su “sincera apuesta por desmontar el engranaje del hambre” defienden a los hambrientos, sin conocer la ira. El hambre no se puede no vivir en una suerte de grito o estallido. No se puede imaginar. Silvestre y de Jesús saben que se puede escribir con hambre, desde el hambre, y esa escritura será también la de la rabia insomne, la de la desesperación.

Traigo estos hilos de la cultura brasileña, porque el hambre no es pensado como vergüenza, sino como condición de una política. A la vez, se puede señalar y nombrar. En el primer gobierno de Lula, se desplegó el plan Hambre cero. Hace unos días, el presidente de Brasil planteó ante el G20, la creación de una Alianza global contra el hambre, financiada con un impuesto a la riqueza. 733 millones de personas en el mundo pasan hambre. En Argentina, en los tiempos del alfonsinismo se repartía ayuda alimentaria con la caja PAN, pero luego los planes asistenciales fueron tomando nombres más abstractos, como Jefes y jefas de hogar desocupados o Potenciar trabajo. O sea: la cuestión no es el hambre sino la falta de trabajo asalariado. Y eso inscripto en la mitología nacional: un país rico en producción de alimentos hace imposible pensar el hambre. Como si las vacas siguieran siendo ganado cimarrón que se caza a la vuelta de la esquina y no una propiedad de los enrolados en la sociedad rural. En el granero del mundo no podría haber hambre. O, por lo menos, nombrarlo ya sería un acto vergonzante. No para los que lo producen, no para los agentes de políticas de desposesión y privación, sino para los que lo padecen.

El gobierno nacional se niega a repartir alimentos en los comedores populares, mientras crece la demanda de ayuda en esas articulaciones comunitarias de la reproducción de la vida. Un dirigente de derechas dice que si a un hambriento en situación de calle se le da un plato de sopa, se lo sostiene en la pobreza, sin impulsarlo a mejorar. Intenta desplazar el gesto mínimo de humanidad, con el falso impulso conductista al emprendedorismo. Apenas un puñado de palabras y acciones, pero que indican la inversión: el culpable del hambre es quien lo padece, y no una estructura de distribución desigual de las riquezas y de desposesión permanente de las personas. El hambre es el punto más alto y más profundo de esa expropiación, el más inaceptable, el vacío en la existencia de lo social. En la historia: el modo violento de anclar una experimentación sobre lo humano. ¿Qué sos capaz de hacer para no padecer el hambre?

El reparto de la comida está en el corazón del cristianismo y de sus relatos fundantes, que van de la privación al milagro de la multiplicación de panes y peces. El aumento del precio del pan, en el origen del “basta” más conocido de la historia, el de la revolución francesa. No hay historia que se pueda pensar sin esa materialidad. Mi abuela decía: mientras dejás comida hay infancias que pasan hambre. Pero podría haber dicho: mañana podemos no tener qué comer. Leonardo Favio contaba que con su hermano estuvieron alojados en uno de los hogares de la Fundación Eva Perón, porque su madre trabajaba todo el día. Por primera vez, comieron en abundancia y gustosamente. Conoció los ravioles.

El hambre es amenaza, coacción imposible. En las guerras y la catástrofe. También en esta que llamamos experimento anarco capitalista. Cuyo jefe ha dicho: todavía no se caen desmayadxs en la calle de hambre. Ahí van a reaccionar. Quizás es tiempo, en estas tierras, de nombrar el hambre, de narrarlo, ya no como una historia tan antigua como la del fuerte de Buenos Aires, sitiado por la población indígena, que convirtió a sus habitantes en comedores de alimañas y luego antropófagos, sino como una condición del presente, que podría ser interpretada en la clave de la violencia. No en la conmiseración, sino en la rebelión. Como el dato de lo profundamente inaceptable de una sociedad que funciona expulsando de la supervivencia digna a parte de su población, que la pone cual cobayos a girar en la rueda más angustiante, la de la pregunta de ¿habrá algo para comer hoy, en esos restos, en esos desechos, en lo que resulta de la changa? La vida de todxs debe estar garantizada: ese es hoy el punto de partida de cualquier política emancipatoria.

* Todo eso hoy llega traducido por la editorial Mandacurú.