Cuando ya nadie te escucha, tendrás que gritar o quizás cortarte la yugular. Aun así, con la sangre derramada, nadie te percibirá. Solo esbozos de una vida efímera que se va. Mientras te vas, las nubes seguirán viajando por aquel cielo celeste. Un cielo tan venezolano como argentino. Lo que ocurre abajo, es lo disruptivo, nocivo, cínico.

Cuando nadie te ignore por tu mejilla verde, serás la oveja negra, en un escenario revestido como cadalso. Allí te retrataran con tu mirada, vaya a saber en qué horizonte plomizo. Una vez que te expusieran como mortaja vulnerable, iras al matadero. Nadie se fijará en tu destino.

Saldrás, como aquella bailarina en su trapecio imaginario. Nadie hará de tus conflictos, los propios. Tu cuerpo, mientras anida espantos, cruzara el Edén que te metieron en tu cabeza. Allí, donde la desnudez, propicio el desenlace de lo inhóspito del viaje mortuorio.

Tendrás que existir como una marioneta manipulada por un mandato moral. Esa moralidad revestida de humanidad. Una hecatombe de dogmas, prejuicios y hábitos domesticados. La libertad que ansía tu alma, quedara presa hasta que irrumpas con tu “ultra yo”, ese que nadie sabe que existe.

Todos tus días en la tierra no alcanzaran para darte cuenta lo que eres. Cuando estés a punto de descifrar tu relevancia, como creación o estallido, te verás esfumarte frente a comensales, que mientras huyes de tu cuerpo maltrecho, sacian su sed bebiendo la linfa de tus recuerdos.

¿Querrás observar, una vez cadáver, con tu alma viajera, lo que ocurre abajo? Ya no. Aquello ha quedado atrás. Como en una meseta nostálgica. Ahora hecho témpanos de hielo macizo. Tu presente ya no tendrá pasado ni futuro. Brillaras en una oscuridad, que amanece temblando, la órbita de una luz jamás experimentada.

 

Osvaldo S. Marrochi