Días antes de las elecciones generales del año pasado, dando curso a la sordidez de sus metáforas sexuales, Javier Milei lanzó una frase comparando al Estado con “un pedófilo en el jardín de infantes”. “El estado es el pedófilo en el jardín de infantes, con los nenes encadenados y bañados en vaselina”, dijo con mirada desencajada y ese gesto ceñudo que le arquea las cejas. Esta sexualización del discurso es uno de los sellos que imprime la ultraderecha al lenguaje de época, recurso con el que persigue incitar el pánico moral.

Ese pasaje de la entrevista no versaba sobre la educación sexual integral ni lo que las derechas denominan la “ideología de género” y, sin embargo, la definición del entonces candidato pareció funcionar en el radio del tipo de metáforas que suelen utilizar los movimientos anti-derechos para denostar leyes y políticas públicas como aquélla. Un año antes, Javier Milei había prometido que, en un eventual gobierno suyo, no existiría ESI en las escuelas, porque “le deforma la cabeza a la gente”.

Dos meses atrás, Nicolás Márquez, biógrafo y amigo de Javier Milei, desplegó en una entrevista toda la artillería de su homofobia. Procuró dejar en claro que él no está contra de “los homosexuales” –prefirió en el ámbito radial el uso de ese término al de sodomitas, del que abusa en ese libro escrito a cuatro manos junto a Agustín Laje, titulado “El Libro negro de la Nueva izquierda”- sino que se opone a lo que considera la promoción de la homosexualidad por parte del Estado. En el mencionado libro, para diferenciarla de la homosexualidad, esta última tendencia es caracterizada bajo el nombre de “homosexualismo”. Según Márquez, se trata de una homosexualidad devenida ideología, es decir, con pretensiones de extender su influencia a toda la sociedad.

A través del uso de este término, el ideólogo de ultraderecha realiza una maniobra tramposa, que le resulta esencial para contornear la imagen de una diversidad sexual amenazante. Consiste en equiparar visibilidad con promoción. La diversidad sexual no podría aparecer, según Márquez, más que bajo el registro de la promoción ideológica de determinadas identidades. Su mera aparición –ya sea en un producto cultural o pedagógico, por ejemplo- sería ya un acto de abierto desafío a la heterosexualidad obligatoria y, por ello mismo, un acto ideológico. 

Queda claro en sus discursos y sus textos que el llamado es a enclosetarnos, a tapiar las puertas y ventanas que se abrieron durante las últimas décadas y vivir la afectividad homosexual puertas adentro. La diversidad sexual es presentada en estos discursos como un fenómeno intrusivo de la civilización occidental. Responsable de horadar los cimientos de las instituciones tradicionales –invoca a la familia y a la iglesia- que garantizan el espíritu jerárquico de la sociedad, instigando de ese modo un ímpetu igualitario que obstruye la verticalidad necesaria para la transmisión de valores y acaba debilitando a las naciones.

La operación que busca igualar visibilidad con promoción es la misma que llevan adelante los críticos de la cultura “woke”, otro de los términos favoritos de las derechas extremas a nivel global, en torno al cual se articulan los cuestionamientos a cualquier asomo de disidencia en los productos de la industria cultural. Detrás de esta crítica, se encuentra la búsqueda de atornillar el deseo y los mecanismos de identificación a los cánones de la representación occidental, ahuyentando “desvíos” que conduzcan por otros senderos.

Un recurso ampliamente utilizado en las usinas cibernéticas de estas corrientes consiste en la utilización de imágenes que comparan, a modo de ejemplo y contraejemplo, las versiones de películas del siglo XX con sus remakes actuales. Buscan oponer la supuesta pureza y blancura de las precedentes con la “contaminación” de la cultura “woke” actual, que incorpora protagonistas negras o mestizadas. Así sucedió con las nuevas versiones de "La sirenita" y "Blancanieves" -a estrenarse en 2025-, protagonizadas por Halle Bailey y Rachael Zegler respectivamente. La elección de ambas actrices fue cuestionada por alejarse de los modelos que encarnaron las versiones anteriores. Es un procedimiento que suele adoptar también el sesgo de un supremacismo blanco, en ocasiones anudado con una reivindicación exacerbada de la masculinidad. Este mismo recurso fue utilizado por Eduardo Bolsonaro en 2019, cuando yuxtapuso una foto suya a una de Dhyzy, buscando remarcar -en tono burlón- el contraste entre su virilidad y la apariencia feminizada del hijo del ex presidente argentino. Recientemente, este personaje fue otra vez noticia en nuestro país tras obsequiar a Javier Milei -en una auténtica escena de fratria- una medalla en honor a la impenetrabilidad y la potencia sexual masculina.

La batería de acusaciones vertida por estas ideologías coloca a la diversidad –no únicamente sexual- en el delicado lugar de ser objeto de odio para buena parte de la sociedad, incitando a su reclusión. Se ensamblan con consignas de grupos anti-derechos como aquélla que reza –y advierte- “con mis hijos no te metas”. Esta consigna, si bien apunta sobre todo a su oposición a la ESI, legitima y amplifica un temor más general de padres y madres a que sus hijes puedan siquiera concebir o presenciar escenas de afectividad entre personas del mismo género, ya sea en las redes, en productos culturales, pedagógicos…. o en la calle. 

Detrás de esta ofensiva, estos grupos libran una disputa por el espacio público. Son intentonas que persiguen desertificar el imaginario, despojándolo de todas las variaciones emergidas durante el último tiempo, para volver a imponer al mundo, a su superficie, el aspecto uniforme de una heterosexualidad obligatoria.

Extraña paradoja en la que se hallan enredadas estas derechas anti-derechos. Por un lado, conciben una sociedad anclada a determinaciones naturales, pero al mismo tiempo, la biología que invocan como ordenadora de la sociedad acaba revelándose –a través de sus propios discursos y temores- absolutamente endeble, susceptible de ser quebrada hasta por el más mínimo asomo de una variación. En última instancia, caracterizar como promoción la mera visibilidad de las disidencias sexuales revela el temor de una masculinidad fragilizada que se siente urgida a conjurar la posibilidad de sus propias derivas no-heterosexuales. Quizás por eso necesitan regalarse medallas para auto-celebrarse entre ellos.