Durante años miré cuanta película o serie se vinculaba con ella. Alcatraz, Prison Break, En el nombre del padre y hasta la telenovela El Conde de Montecristo, solo para mencionar algunas, era donde solía dirigirse mi atención. Algunas novelas y ensayos relacionados se encuentran entre mis libros favoritos. Por ejemplo, Papillon cuando era adolescente, y Vigilar y castigar cuando estaba en la Facultad.

En la década del noventa trabajé por un breve pero muy intenso tiempo como docente suplente en la escuela secundaria que funciona dentro de la más cercana a Mar del Plata. Durante seis meses, cada mañana quedaba del lado de adentro enseñando matemáticas, física y química y aprendiendo muchas cosas de la vida de mis alumnos, algunos mayores que yo. He situado allí algunos de los personajes de las novelas policiales que he escrito. También me tocó coordinar el censo de 2010 ahi adentro.

Obviamente, me refiero a la cárcel. Es una institución que me atrapa, aunque por suerte no me ha dejado preso literalmente hablando. Me atrae la existencia de un lugar que cercena la libertad como método de punición, sin que se pueda salir según nuestra propia voluntad.

Me duele cuando escucho por la TV que unos cuantos suelen espetar con énfasis “que se pudran ahí adentro”, deseando que sea un lugar para la muerte lenta y dolorosa. Probablemente, la cárcel nunca haya estado destinada a la rehabilitación, ni siquiera en el imaginario social. Actualmente solo implica la exclusión -o el exterminio- de los que molestan. Principalmente, negros y pobres, a los que se le van agregando otras categorizaciones que las sociedades arman para clasificar, por lo general para segregar a continuación.

Desde el auge de la sociedad disciplinaria en Occidente ha corrido bastante agua bajo el puente. Algunos filósofos han reflexionado en las últimas tres décadas sobre cómo estamos pasando del control al autocontrol, lo que se incrementa notoriamente por los nuevos dispositivos tecnológicos que median más que nunca nuestra experiencia vital con el mundo y con los otros. Es probable que la cárcel ya no ocupe un lugar central en el imaginario social. Al menos no el mismo que antes. Quizás ya no sea el modelo sobre el que se erigen las otras instituciones. Es un debate que seguirá abierto, pero las cárceles siguen y parece que seguirán existiendo, porque muchos pretenden aumentar su número como solución a la creciente desigualdad. La libertad tampoco se distribuye equitativamente.

Y si el Estado intenta hacer algo en vías de lograr la reinserción futura de los actuales convictos, parece estar mal visto por las mayorías. Ni patronato de liberados, ni carreras universitarias, ni cooperativas de trabajo crecen en su interior. Pareciera que se prefiere que vuelvan a robar o a matar, para confirmar su sentencia proyectiva de que no se puede cambiar la forma de vida. Solo basta recordar como hace unos pocos años se hablaba de “presos militantes”, y se criticaban las políticas públicas que buscaban garantizar un trato digno. Solo les parece bien cuando se les da trabajos forzados o se los utiliza como semiesclavos, pagándoles magrísimos salarios. En todo caso, si se hace algo que garantice los derechos humanos de los internos, conviene hacerlo sin que nadie se entere, porque no trae votos.

Volviendo al inicio de este relato, durante mi adolescencia me enteré que cuando yo tenía tres o cuatro años, mi padre había estado preso. Fueron solo tres meses, no sé si en la cárcel de Devoto o en la de Caseros. Me encantaría decirles que era un militante político que resistía a la dictadura de Onganía, pero no. Fue por una estafa que muchos años después se recordaría risueñamente en los relatos familiares. Un amigo tenía una química y fabricaba detergente, luego rellenaban los sachets que mi abuelo materno mandaba a imprimir en Montevideo con el logo y el dibujo de una reconocida marca, y por último, mi padre los distribuía en los almacenes del Gran Buenos Aires. La mala suerte fue que una partida salió fallada y reclamaron a la empresa por el defectuoso producto. Cuando los dueños -Bunge y Born- vieron que se trataba de un pobre pelagatos, levantaron la demanda. Alguno podría decir que mi padre fue un visionario adelantándose a las posteriores acciones revolucionarias que involucraron a los encumbrados empresarios, pero no lo guiaba ninguna motivación política. Al poco tiempo de quedar libre, toda la familia nos fuimos a empezar de nuevo al Partido de La Costa.

Me dijeron que mi madre me llevó a una de las visitas. Mi padre me contó hace pocos años lo avergonzado que se sintió porque yo lo había visto detenido. Agregó que lloró, en épocas donde los hombres no podían hacerlo, como bien escribió Mario Benedetti en el hermoso poema sobre un hombre preso por la dictadura uruguaya que mira a su hijo. Sin dudas, la penosa experiencia le bastó a él para que fuera un hombre recto y honesto el resto de su vida. Lo paradójico es que no tengo ni el menor recuerdo de todo eso. Aunque seguramente, marcó mi inclinación.

Desde hace dos años voy a dar talleres de motivación para la escritura en los “pabellones literarios” que ha implementado el Servicio Penitenciario de la Provincia de Buenos Aires en las tres unidades que funcionan en la vecina ciudad de Batán. Están destinados para varones, para mujeres y para la población trans. Allí les cuento sobre mis experiencias y sensaciones al escribir, les leo algo y luego escucho con atención lo que me cuentan ellos, o lo que han escrito. Hago hincapié en la liberación interna que puede generar el escribir, tratando de objetivar de algún modo el padecimiento propio. Me valgo de la escritura para hacer una suerte de intervención psicológica, aunque no esté en el marco de un dispositivo clínico. Me acompaña Emilce Vuyovich, la profesora de la Facultad de Humanidades de la UNMDP que dirige el proyecto de extensión. A veces voy con otros escritores, en una ocasión alguno ha llevado una guitarra. Es un grato momento para mí, quizás también para los internos.

Vuelvo a la cárcel, una y otra vez, sin que haya registrado la primera vez. Será que no podemos evitar las marcas, mucho menos aquellas que no hemos podido inscribir concientemente. Y ellas nos lanzan a nuevas aventuras por donde, en el mejor de los casos, circulará el deseo. Porque también pueden estar entramadas al temor, la indiferencia o la crueldad, entre tantas sensaciones, mandatos e imaginarios que nos inundan a diario. Hay proyectos de vida que se articulan con algunas de las formas de la muerte. No estaba muy alejado de la realidad actual Horacio Guarany, cuando hace unas décadas cantaba: “Estamos prisioneros, carcelero. Yo, de estos torpes barrotes, tú del miedo”.