Cuando el Consejo Nacional Electoral de Venezuela decidió que las elecciones presidenciales se celebraran el 28 de julio el principal objetivo fue evitar que la contienda coincidiera con el proceso electoral vigente en los Estados Unidos y que concluirá el martes 5 de noviembre.

Más aún si, como indican la mayoría de las encuestas, quien resulte triunfante sea Donald Trump, probablemente el mayor enemigo del gobierno bolivariano en sus dos décadas y media de historia.

Más allá de las previsiones y del cálculo político, lo cierto es que los últimos cambios ocurridos en la escena electoral estadounidense amenazan con enrarecer todavía más el ya de por si convulso clima social en Venezuela.

El fallido atentado contra Trump, la selección como candidato a vicepresidente del partido Republicano de una figura de ultraderecha como el senador JD Vance, la renuncia del presidente Joe Biden a sus pretensiones reeleccionistas y la postulación de su segunda, Kamala Harris, refieren un escenario de cambios e imprevistos que inevitablemente impactarán en la realidad de la región y, en este caso, en la de Venezuela.

Es innegable que la amenaza del regreso de Trump a la Casa Blanca, está fortaleciendo las ambiciones políticas de la oposición a Nicolás Maduro y, sobre todo, de su ala más radicalizada, aquella liderada por María Corina Machado, quien se animó incluso a solicitar la intervención armada estadounidense en territorio venezolano. Hasta ese momento, ningún dirigente opositor se había animado a tanto.

Igualmente, y si bien es cierto que la designación de Harris como candidata presidencial le augura a los demócratas chances de, al menos, pelear con éxito las elecciones de noviembre, la situación de Joe Biden en este último semestre de mandato será de creciente pérdida de influencia política, lo que sin duda pesará en lo que pueda ocurrir en Venezuela en las próximas semanas.

Más allá de todas las críticas que siempre suscita el papel de Washington, el gobierno de Joe Biden ha sido uno de los principales interlocutores del gobierno venezolano, sobre todo, desde que a principios de 2022 se inició un tibio encuentro que favorecería posturas moderadas, la inclusión de otros gobiernos latinoamericanos como garantes, y la participación de un conjunto de dirigentes opositores dispuestos a aceptar la institucionalidad y a participar en elecciones generales.

Obviamente, el diálogo ensayado entre demócratas y bolivarianos no estuvo construido a partir de coincidencias ideológicas sino desde intereses comunes generados en torno al petróleo y al aprovisionamiento de un mercado global que se vería convulsionado con el inicio del conflicto en Ucrania y, sobre todo, con las sanciones contra Rusia, el principal proveedor de recursos energéticos en el continente europeo.

Frente a la inestabilidad abierta en Venezuela no debería sorprender que la incipiente candidata presidencial demócrata adopte un discurso mucho más duro contra el gobierno de Maduro, más aun, teniendo en cuenta la disputa por un electorado latino que mayormente se inclina por el partido Republicano y que considera que Joe Biden fue demasiado tibio frente a Nicolás Maduro.

Pero además de sus repercusiones en Estados Unidos, el conflicto interno en el país caribeño amenaza con derramarse hacia toda la región.

Algunos gobiernos de la región, entre los que se encuentran Argentina, Chile, Costa Rica, Panamá, Perú, República Dominicana y Uruguay, han resuelto desconocer los resultados de la elección del domingo planteando una batalla ideológica probablemente más dura que la desenvuelta años atrás por el Grupo de Lima desde su fundación en agosto de 2017 o en defensa de la presidencia “alternativa” de Juan Guaidó a partir de inicios de 2019. Mientras tanto, la Organización de Estados Americanos (OEA) se ocupa de brindar un respaldo colectivo a las denuncias de fraude.

Extrañamente, no hubo mayores quejas ni reproches por parte de estos mismos gobiernos cuando se produjo el violento desalojo de Pedro Castillo del gobierno en Perú, lo que derivó en unas sesenta muertes violentas entre fines de 2022 y principios de 2023.

Junto con las críticas hacia Maduro, otros aprovechan el escenario de conmoción para consolidar su proyecto propio de creación de una suerte de “trumpismo latinoamericano”, liderado por el régimen de Javier Milei, quien ya se ha expresado para que sean las Fuerzas Armadas las que lleven adelante el proceso de cambio en contra del chavismo.

Venezuela no sería la única afectada por este avance regional de la ultraderecha. Lula da Silva y Gustavo Petro han oficiado como intermediarios y garantes del diálogo tanto entre Estados Unidos y Venezuela, como entre Maduro y los principales partidos y organizaciones de la oposición.

El reclamo insistente por parte de referentes y voceros de la derecha para que los presidentes de Brasil y de Colombia rechacen los resultados de la elección no sólo apunta a aislar todavía más a Venezuela, sino también a rebajar la influencia regional de estas naciones y a quebrar los pocos puentes de la administración demócrata en Sudamérica. ¿Será que la Argentina de Milei pretende ocupar ese lugar en caso de un triunfo de Trump en las elecciones del 5 de noviembre?

A partir de los múltiples intereses contradictorios y superpuestos, y de ambiciones políticas de todo tipo, es factible imaginar que la crisis abierta en Venezuela, en realidad, vaya mucho más allá de la existencia o no de las actas electorales. Como ocurre desde hace años, el petróleo sigue en el centro de todas las disputas y de la avidez de corporaciones y empresas de todo el mundo.