Una fila larga de hombrecitos bajando una montaña empinada. Los picos de esas montañas están tan altos que rozan las nubes; y más y más hombrecitos; y donde parecía que tenía que terminar la larga fila había más hombrecitos.
Aguirre, der Zorn Gottes decía en letras blancas el título en la pantalla. Eso ya era raro, incomprensible para mí con once años. Y había más: soldados con cascos y armaduras, y ciento de aborígenes, y llamas, y gallinas, y chanchos, y ese tipo de ojos claros, pelo largo y rubio, pegándole a uno, provocando a otro, haciendo avanzar y retroceder la fila a empujones.
Una profesora de Historia que pensó que para entender la Conquista de América era bueno que veamos una película, no sabe hoy, cuarenta años después, lo que ése hecho provocó en mí. Sentado en el pupitre de un aula de un colegio Salesiano en la ciudad de Río Gallegos, provincia de Santa Cruz, me pregunté: ¿Qué es todo esto?
Y se abrió una puerta. La conjunción entre un VHS en una videocasetera, y un televisor de tubo en el aula de una escuela se transformó en una experiencia reveladora. Para desilusión de la profesora no sentí interés por la historia pero descubrí el cine. Si hoy estoy a pasos de estrenar una segunda película como director, es por Aguirre, la ira de Dios, esta película escrita y dirigida por Werner Herzog en 1972. Filmada con una cámara que el mismo Herzog años más tarde confesó haberla robado de la escuela de cine de Múnich que se negó a prestársela.
La selva espesa. La naturaleza no sólo como paisaje sino también como obstáculo. Las balsas de madera atravesando los rápidos. El sonido del agua golpeando esas embarcaciones precarias. El remolino donde un grupo de expedicionarios queda atrapado, y la poderosa figura de Kinski que lo intimidaba todo con desprecio, son escenas recurrentes en mi cabeza a través de todos estos años.
La historia transcurre en la selva amazónica peruana a finales del año 1560 y narra el viaje de una expedición española en busca de la mítica ciudad de El Dorado, que según la leyenda estaba repleta de oro. El grupo de conquistadores que avanza al mando de Gonzalo Pizarro se encuentra rápidamente frente a la escasez de provisiones. De allí en más, todo será caos, traiciones y el descenso a la locura. El relato es visceral y la interpretación de Kinski en el papel de Lope de Aguirre es inaudita para aquel niño despreocupado que yo era.
Salvaje.
Mis ojos absortos con ese ser de caminar tosco, con un brazo más corto que el otro. Ese ser sin escrúpulos al que le bastaba una mirada sin una línea de texto para atravesar la pantalla y hacer que uno necesite reclinarse hacia atrás tomando distancia.
En aquel momento de revelación en la escuela pensé en el director de la película. En que se había tomado el trabajo de crear las escenas, juntar a toda esa gente en la selva, vestirla y hacerlas recrear distintas situaciones que terminaron armando una historia. Eso que vi era una construcción. Y ahí las preguntas: ¿Qué es una ficción? ¿Cómo se hace una película?
En casa había cámaras, yo sabía usar una cámara y sabía que con ella podía registrar momentos de la vida: un bautismo, un asado en familia, la primera nevada del invierno, o ese viaje al Chaltén donde el mismo Herzog, años más tarde, filmaría Grito de piedra.
Pero había algo más. Años después, en épocas de estudiante de cine me encontré con Mi enemigo íntimo, un documental de 1999 donde Herzog narra su relación con Kinski, el actor protagonista de cinco de sus películas. Ahí hay relatos del rodaje: “Empezó a gritarle al asistente de sonido y a exigirme que lo despidiera inmediatamente”, recuerda Herzog. “Como le dije que no iba a hacer tal cosa, abandonó el set al instante y se puso a armar sus valijas. Decía que iba a encontrar una lancha y se iba a ir. Kinski tenía fama de romper sus contratos y dejar películas por la mitad. Yo me dirigí a él con suma cortesía: ‘Sr. Kinski, no va a hacer eso. No se va a ir antes de que terminemos de rodar en la selva. Nuestro trabajo aquí es más importante que nuestros sentimientos personales. Si se va ahora, no sobrevivirá’. Le dije que tenía un rifle y que él no pasaría del primer recodo del río sin recibir ocho balas en la cabeza. La novena sería para mí.”
Y aún mucho más cerca en el tiempo leer Conquista de lo inútil, el diario de filmación de Fitzcarraldo, dónde Herzog suma algunas anécdotas más del rodaje de Aguirre: “Hacia el final Aguirre se ve todavía más deforme. Kinski lo hizo a la perfección. Cuando aparece por primera vez camina como una araña, parece un cangrejo deslizándose sobre la arena.”
Todo ese material siguió profundizando la fascinación por esta película fundacional para mí. Todo eso que hizo Herzog me armó, me constituyó y me acompaña siempre.
Gonzalo Zapico es guionista, asistente y director de cine. Desarrolla su carrera desde hace 25 años en televisión y cine, como asistente de dirección, continuista y apuntador. Escribió y dirigió los cortometrajes Después de las ballenas (2009), Vicente Casares (2010), La audición (2011) y La humedad (2015), premio Uncipar 2016. En 2017 dirigió su ópera prima El bosque de los perros, que se estrenó comercialmente en 2019. Este mes estrena Imprenteros, film codirigido con Lorena Vega, en la sala Leopoldo Lugones.