En Campo santo (Rosario, Beatriz Viterbo, 2023), el nuevo libro de María Martoccia, todos mueren. Algunos por causa natural (vejez, enfermedad), muchos por accidentes (de ruta, en deportes), varios por crímenes, y una extranjera, por femicidio.

En cada uno de los 28 cuentos breves de este volumen, la escritora se convierte en una artista del final, por las modalidades que asume el final de la vida como tema y por la eficacia narrativa del cierre del cuento. O, para decirlo mejor, Martoccia es una artífice sobre cómo seguir después del final. ¿Qué ocurre luego de las muertes? La pura narración. Las muertes como disparador provocan menos voluntad de esclarecimiento – que llevaría a una clausura del hecho- que chismografías de pueblo con sospechas e intrigas que acrecientan la espesura narrativa. Además, los endings de cada cuento dejan un hilo pendiente para tirar e imaginar y es por esos remates que deponen el ritmo (“Para mí, Laura, vos sos una retorcida, qué querés que te diga”), o pulen los sentidos hasta conseguir diamantes (“En Mongolia, todo es al revés”).

Conocedora de la cuentística, una fuerte tradición de la literatura argentina y practicada por muchas escritoras (Silvina Ocampo, Liliana Heker, Samanta Schweblin), cada cuento sigue un esquema de espacio, tiempo y personajes, y además arrastra alguna forma de la violencia fundacional.

La ambientación de los sucesos son en gran parte los pueblos chicos de las sierras cordobesas, algún escenario extranjero y lugares extraños al clima general del libro, que introducen una cuota de exotismo oriental (Tokio). En cambio, los tiempos son diferentes: no hay información precisa o el anclaje epocal sirve para marcar hitos (los 80 y los primeros tratamientos para el HIV; el 2001 y el corralito), para datar historias personales (1955 como fecha de coronación de Primera Princesa en Miss Argentina) o para revelar que en los 60 a las mujeres que aman a otras mujeres se les dice "amigas", "compañeras de aventuras", siempre pervertidas, malas como las sirenas, pero no se las nombra lesbianas (la narradora busca en el diccionario la palabra, pues la confunde con cleptómana).

Una galería de personajes muy variados abre el juego a la amplitud temática y la experimentación formal: una madre muerta y una hija aturdida en un diálogo desconectado; hermanas atacadas por la descalificación machista y una carta hallada por ahí; una esposa engañada y abandonada en los pliegues de un relato deshilachado; un hijo decapitado enredado en excusas justificativas (llegó tarde a clases); la gaucho de labios rojos y sexualidades fluidas cifrada en la migración al campo con la frase “el amor es cambiar para el otro”; la turista que aparece muerta en Kenya y en los informes periciales que acusan a un león se oculta al femicida.

A esto se suman motivos tradicionales de la literatura (la herencia familiar, las autofiguraciones autorales: la escritora Martoccia, los aludidos en sus ficciones que hacen juicio, la editorial Viterbo) como temas de urgencia coyuntural (la devastación de la naturaleza, los discursos de odio -la aporofobia, la homofobia-, la discriminación racial: la peruana “medio lela”, “los villeros”). Pero la punta del iceberg de estos cuentos está en el tono que inventa la autora, que tampoco es conclusivo. Entre el peligro de las sirenas que hechizan varones para distraer el rumbo de la guerra y la tranquilidad de dejar a la chica Disney para ser la Orlando de las pampas, se extiende el cementerio literario donde el desapego, la incorrección política y la irreverencia vitalizan el arte de narrar.