Las emociones se experimentan en los vínculos, no todas aparecen en el ser humano al comienzo de la vida extrauterina, aunque todas están pautadas genéticamente en su manera de expresarse. Ellas necesitan de interacciones para desencadenarse, y en las experiencias donde tienen lugar se generan transformaciones que las hacen más perdurables y las llamamos entonces afectos: el amor, el odio, la vergüenza, el miedo, la ira, la envidia, los celos. Como dijimos, surgen del intercambio de las subjetividades y este intercambio es determinante para el desarrollo del sí mismo.
En ese desarrollo, la motivación principal de la vida psíquica es ser alguien valioso para el otro, sentirse querido, imprescindible para satisfacer la necesidad de ser reconocido, sentir pertenencia y seguridad a largo plazo. Siendo seres sociales estamos determinados biológicamente para comunicarnos, para intercambiar mensajes, pues son las emociones heredadas de la especie las que ponen en marcha el intercambio.
En el proceso de desarrollo, cada ser humano construye su identidad, o sea el quién soy, y lo hace en el contexto de la relación con otras identidades que circulan en nuestra cultura. Esos otros están presentes de manera tangible como intangible, por ejemplo a través de mensajes generados, en ámbitos públicos, sean que vengan de las familias, el estado, un jugador de fútbol, un rock star, un influencer, un político, de las redes sociales, de los medios de comunicación, de las escuelas, del uso de los espacios, de los lugares en que se vive y crece.
Los circuitos de comunicación no son autopistas neutras, en ellas se difunden contenidos que se simbolizan de manera distinta, pueden ser palabras, videos, imágenes, posteos, memes, de los grafitis
Desde hace tiempo somos testigos que en estos circuitos comunicativos se despliegan narrativas sociales que legitiman el odio y la violencia cuya intencionalidad es lastimar, discriminar, deshumanizar, estigmatizar y vulnerabilizar. Son ataques a un individuo, una comunidad o una sociedad basadas en algunas características grupales como la nacionalidad, religión, discapacidad, orientación sexual, estatus económico, ideologías políticas, etc. O sea, esas narrativas sociales incluyen todos aquellos factores que se refieren a lo que llamamos identidad. El otro no es reconocido como parte de “nuestra especie” sino que es tratado como un objeto, con indiferencia y crueldad y en el interjuego de lo que hemos incorporado del orden social y cultural y de aquello de lo cual nos hemos despojado culpando a otro, dentro de la función del emisor, se retroalimenta en sí, el circuito de ver al otro como amenazante y peligroso.
Inculcar determinados sentimientos de odio es considerado una forma de abuso psicológico que daña el potencial de desarrollo, violando un derecho básico de no ser sujeto de discriminación.
Los niños y adolescentes son particularmente vulnerables a los efectos de estos discursos, manifiestos y subliminales.
Los docentes del nivel estatal de la enseñanza en la provincia de Buenos Aires Damián Rivero y Lucio Leiva, agudos observantes de las conductas que transcurren en la institución, comentan; “La herramienta, que propaga el discurso del odio, entre otras, es el celular. El tema de las redes, tik tok, favorece la difusión y apropiación de un discurso fragmentado que va formando un “sentido común” entre los jóvenes... generando un protopensamiento polarizante que convoca a la emocionalidad ligada al rechazo extremo, el odio”. “...Este discurso del odio profundiza la falta de respeto a la autoridad, enseguida acción, enseguida pelea, descalificación inmediata, si presencian un debate, van por una rivalidad a ultranza, destructiva que se replica tanto en los chats de padres como en los dichos de las maestras...”
Las redes sociales funcionan como “cámaras de eco”, grupos que se reúnen en determinados contextos y omiten otras voces, donde no es posible el derecho a réplica. Se fractura la ética de la igualdad, generando desesperanza en los niños y jóvenes de poder pertenecer a un grupo de pares, quedando así subsumidos en un profundo sentimiento de soledad.
Para Nasi, experto en cibercrímenes y victimología de la universidad de Helsinki, (2015), aquellos niños y jóvenes expuestos a discursos de odio en línea evidencian sentimientos de enojo, tristeza, vergüenza y ven disminuida su confianza. Esta misma exposición está asociada a procesos de radicalización políticas. Investigaciones han demostrado que los jóvenes victimizados buscan revancha y son más agresivos.
Entonces, si las emociones se despliegan en un contexto de intersubjetividades y en ellos los niños y jóvenes no se sienten queridos ni bienvenidos en la comunidad humana, si los discursos sociales aprovechando la herencia de la especie (odio, miedo, ira) propician el quiebre de los vínculos, se perderá la habilidad de comprender el dolor de la exclusión. Si desde la sociedad no proveemos un marco de desarrollo y participación amigable, seremos responsables de la “muerte” psíquica de las futuras generaciones. socavándoles la posibilidad de ser reconocidas y de que se reconozcan humanizados.
Mirta Itlman es especialista en niñez y adolescencia. Miembro de la Comisión Directiva de APdeBA.
Isabel Mansione (Comisión Directiva de APdeBA Secretaría de Psicoanálisis y Comunidad).