8 de octubre.

Una nena. Una casa. Una cocina.

Transcurría octubre. Sentada en uno de los extremos de la mesa de la cocina, la nena de ocho años miraba hacia el patio, ancho y extenso. Corazón de manzana. La huerta. Los naranjos. Los azahares ese día no perfumaban. El ciruelo bordó y la mata de margaritas, cuidadas por su madre. Su blancura siempre la sorprendía. Contrastaba con el corazón amarillo.

La nena mordía la punta de un lápiz -la goma ya había desaparecido-, mientras su mirada recorría el papel en blanco, que descansaba sobre el mantel de hule estampado.

La cocina. El lugar de la casa donde todo ocurría: las comidas, los deberes de la escuela, las costuras y tejidos de su madre, las charlas, las visitas de tías y abuelas. La vida familiar en un espacio.

La nena se distraía. Veía a su mamá yendo de un lado para el otro, con la escoba, la basura, con la ropa sucia, con el plumero que desarticulaba las telarañas y el polvo, con la gamuza y el Blem que limpia, protege y da brillo por igual.

Me sonrió y me dijo: "Podés creer que recuerde ese eslogan, ahora".

La nena de ocho años no se decidía, trataba de escribir la lista. Necesitaba ese listado. No podía traicionarse, debía tener seguridad ante lo que debería vivir en pocos días, antes del 13 de octubre cuando se enfrentara con quien tendría la obligación de hablar. ¿Confesar, sin contar? ¿Sin mentir?

Sé que repiqueteaban en ella esas preguntas. Lo supe en esa charla. Cuando pudo hablarlo.

La nena era muy chiquita, no podía advertir los entresijos de lo dicho y lo no dicho. Solo pensaba en la tarea que debía realizar. Tarea no escolar. Pero, ineludible, indiscutible dentro de las obligaciones impuestas a su infancia.

Al final, bajó la vista, se sacó el lápiz de la boca y tomó valor para escribir las primeras oraciones que luego memorizaría para no delatarse. 

Con la punta afilada para escribir con letra cursiva y clara, como le había enseñado la señorita Vilma, de tercer grado, se decidió. Escribió un uno, una rayita y al lado con mayúsculas "Le contesté mal a mamá". 

Siguió un dos, rayita, mayúsculas "No le hice caso a papá". 

Un tres, rayita, mayúsculas "Me quedé con las monedas del vuelto del pan". 

Cuatro, rayita, mayúsculas "Hablé en misa de niños con mi prima".

Pasó la mamá con el lampazo, el balde con agua y el desodorante para limpiar los pisos. La nena fue más rápida que la mirada de la madre, tapó lo escrito con sus manos. Su mamá no se dio cuenta, no preguntó nada. Nunca se daba cuenta. La nena tampoco podía contarlo. Respiró.

Llegó su hermana mayor que venía de gimnasia, se lavó las manos en la pileta de la cocina, con el agua de la canilla llenó un vaso y la tomó. Acarició la cabeza de la hermana menor. La miró. La nena ocultó con sus manitos los cuatro ítems pensados. Su hermana no le preguntó nada. Tampoco se daba cuenta, nunca se dio cuenta. La nena tampoco podía contarlo.

Respiró.

Quiso continuar con el número cinco, no se le ocurría qué escribir. Tenía que encontrar la frase más conveniente. Trataba de recordar lo que había charlado con sus amigas en las clases. Lo que ellas habían comentado que iban a decir. Creía recordar algunas. Sin embargo, nada acudía a su memoria. La mano se resistía a la escritura de aquello que no podía ser pronunciado: ¿cómo ocultar la verdad que la torturaba, de la que nadie se daba cuenta y que ella no podía contar? No pudo, hasta mucho tiempo después.

¿Hablar del vecino? ¿Del viejo? ¿Del galpón? La oscuridad. La mano aviesa. Abusadora. La quietud paralizante. La densidad del aire. La garganta anudada. Las lágrimas ocultas. La vergüenza. El miedo. La culpa. El ahogo de la ingenuidad de sus siete años.

12 de octubre.

Lista completa y memorizada. Fila ante el confesionario. Labios temblorosos. Confesión hecha. Penitencia cumplida: un padrenuestro y dos avemarías.

De regreso a la casa, el olor de los eucaliptus que bordeaban el camino la envolvió. Se dio cuenta de que había cometido un nuevo pecado. Había mentido a dios. ¿Sería grave o venial? -se preguntaba. El dibujo de una de las hojas del libro de catecismo la acechó: sobre un puente inclinado, que caía por uno de sus extremos a llamas de fuego, un nene y una nena caminaban. Resbalaban hacia el infierno. Le resonaron las palabras del cura y del rezo: Por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa. Era culpable. Lloró. Tuvo miedo. Antes de entrar a su casa, se secó las lágrimas con la manga del vestido. Un aroma a torta recién sacada del horno la recibió. La mamá se sobresaltó. Le puso los labios sobre la frente y aseguró -No tenés fiebre. Le preguntó si le había pasado algo. La nena negó con la cabeza y abrazó a su mamá. Solo balbuceó que la quería. La mamá le dijo que no estuviera nerviosa por lo que pasaría al día siguiente. Por las dudas, te hago una comida liviana -dijo.

La nena tuvo un sueño entrecortado esa noche.

13 de octubre.

Día de la virgen de Fátima. Diez horas. Ceremonia de la primera comunión. El blanco de la ropa y las hebillas con perlas blancas. La mantilla. Los labios temblorosos, otra vez. El reparto de las estampitas. El almuerzo familiar. La planificación de la confirmación para el año siguiente.

La nena cumplió con todo. Nunca se negó. No pudo hablar.

Silencio.

La lista quedó incompleta y mentí, se reprochaba.

***

¿Perdonaría el jesús de su infancia semejante omisión?, me decía con triste ironía en esa sesión en la que pudo contar, entre lágrimas, por primera vez. Treinta y tres años habían pasado. Tenía cuarenta y una hija.

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