Leer Semillas malas desde la comodidad del gran sillón de la Ciencia Ficción (donde se suelen acumular teorías científicas, especulaciones matemáticas, posologías de drogas, pesadillas de exterminio o esperanzas artificiales), implicaría repetir lo que hasta ahora se dijo acerca de esta primera novela de Federico Watkins: ingenio, humor, parodia y disparate. Etiquetas que no faltan a la verdad. Sin embargo, leer Semillas malas, o intentar hacerlo, desprovisto de la mueblería de ese género literario, supone reconocer una vez más que así choquen los planetas, así se rompan los ejes de Kepler, así haya invasión o nuestra sociedad colapse por eso que Byung-Chul Han llama “infarto neuronal”, la literatura es el arte donde se puede encontrar lo mejor de la imaginación o, bien dicho, donde mejor se despliega.
Y para ese despliegue Watkins optó como escenario la Patagonia. Pero no la Patagonia de los verdes y de los ríos de aguas claras, sino la zona media, la región indomable de las piedras, del horizonte quebrado por las bardas resecas, y del viento constante. La elección no es por conveniencia narrativa sino por identidad: Watkins es neuquino y su literatura (La verdad en los huesos, cuentos, 2021), está anclada en esa realidad argentina.
Delimitado el territorio de acción, la historia de Semillas malas no sólo se adapta al escenario elegido, sino que lo transforma. La utilización de ambos términos no es arbitrario porque, en primer lugar, el origen de esta novela es un plot de historieta que el autor explica así: “Semillas malas fue durante varios años, el argumento de un cómic que no logré hacer llegar a buen puerto y que un día, mientras esperaba que me mandaran las páginas de muestra que nunca llegaron, decidí adaptarla a una novela. Trasladé el teatro de operaciones de Estados Unidos, donde quería publicar el cómic, a mi provincia porque me di cuenta de que la mayoría de los personajes encajaban mucho mejor en nuestra cultura”.
Y en segundo lugar, porque la lucha por transformar un territorio es, al fin y al cabo, el punto nodal de esta novela: un pueblo perdido y pobre del interior de la provincia de Neuquén llamado San Róman se transforma luego de un insólito suceso: la caída de un rayo extraterrestre que deja un hueco inolvidable en la tierra desértica. Ante el desastre, San Róman pasa a llamarse San Cráter y con el nuevo bautismo renacen las esperanzas políticas y los sueños de dinero de sus tristes habitantes.
Watkins lo describe así en su novela: “San Róman no fue planificado. Iba haciéndose hacia el oeste, cada casa nueva pagaba el derecho de piso y le servía de reparo a la anterior. Como en los casamientos: el que llega último estaciona más lejos”. Esa tranquilidad se vio alterada cuando alguien miró hacia el cielo y grito: “¡Volcán, Volcán!”. Entonces los sismógrafos registraron “un movimiento de alta intensidad (5.0 en la escala de Richter) y de escasa duración (apenas segundos), similar al meteorito que había devastado Tunguska, Rusia, unos setenta años antes. Los expertos nunca se pusieron de acuerdo acerca de qué impactó contra el suelo de San Róman. No hallaron restos de materia espacial. ¿La explosión de aire de un asteroide o cometa? No había rastros de polvo de estrellas. Solo el zumbido, la onda expansiva y, a menos de dos kilómetros del pueblo, un gigantesco cráter, de unos trescientos metros de profundidad, perfecto en sus bordes, un semicírculo como jamás se había excavado en la superficie terrestre”, se lee en Semillas malas.
Para muchos este suceso sería suficiente para contar una historia (la Patagonia es al fin y al cabo la historia de la lucha humana por hacer habitable un territorio inaudito), sin embargo para Watkins no. Arriesga más (algo que el lector agradece) y agita el cubilete de la imaginación (algo que lector siempre espera) y lanza la historia de San Cráter y sus miserias políticas (encarnadas en el intendente Saulito Bernadetti y en el delegado gremial Nathanael Yáñez) hacia el espacio, tejiendo una nueva intriga en el cielo neuquino: la vida del planeta Acnur donde viven seres que “miden en promedio unos dos metros treinta” que “visten túnicas y estilizados mamelucos. Tienen largas cabelleras, bigotes y orejas, en combinación con ojos aovados y rojos, demasiado grandes para sus cabezas”. Esos seres, son los responsables del desastre, debido a una equivocación tras el levantamiento de un monumento de Stonehenge en San Cráter, igual al mítico de Surrey, Inglaterra. Semejante despropósito genera enojos y venganzas en las mentes extraterrestres. Y como si faltaba algo más, Watkins vuelve a hacer rodar los dados de la imaginación sobre el tapiz patagónico y complica la historia con la aparición y consumo de una extraordinaria droga llamada Indra y la amenaza de una próxima destrucción de la Tierra.
Los lectores que aborden Semillas malas desde la red de la Ciencia Ficción (aproximación que Watkins, con oficio, seduce al introducir, por ejemplo, teorías como la Sucesión de Fibonacci), seguramente atribuían a las características propias de ese género el torrente de situaciones imaginarias en la novela. Puede que así sea, pero leída desde otro lugar no tan cómodo, el despliegue de invención narrativo y de lenguaje que propone Watkins (creación de nombres, descripciones insólitas, fusión de universos inventados y reales, y hasta una bibliografía propia), parecen estar más ligados al tempo propia de las historietas donde una acción siempre despierta una nueva acción. Es decir, el ritmo del cuadro a cuadro.
Hay en Semillas malas un ritmo de aceleración constante de los hechos (tanto en lo que sucede en el planeta Acnur como en lo que ocurre en el pueblo San Cráter) por momentos vertiginoso. Y si bien la robusta prosa de Watkins no se resiente nunca (se mantiene a nivel de la acción gracias al humor), no pasa desapercibido esa diferencia de ritmo, de intensidad, existente entre una historieta y una novela. Algo de esta cuestión enfrentó Oesterheld cuando novelizó sus historietas. Entonces ¿es Semillas malas una simple novela de ciencia ficción o es un complejo mecanismo narrativo donde la novela es historietizada para alcanzar, en clave parodia, una ficción científica?
Por último. Dicen los expertos en cannabis que no hay malas semillas, sino torpezas del cultivador. Atentos a ese axioma se podría decir, entonces, que la historia que narra y dibuja Watkins ocurrida en esa Patagonia real e irreal, más allá de todas las etiquetas, no deja de pertenecer a un realismo desesperante: la inutilidad del hombre versus su indulgente naturaleza.