Terminator -ciborg aparatoso, pero mal hecho, fané y descangallado- vino a exterminar a la humanidad. Pero el artilugio metálico -visco y sin pene- que no puede tener hijos y por eso los clona, terminó destruido por una mujer, no fue capaz de salir del útero, ¡va! es una de las bestias descerebradas más destartalada de la ficción.

¿Por qué con tanta chatarra sofisticada y tantas fuerzas sobrenaturales que lo asisten no logra su objetivo: destruir a la humanidad? ¿Por qué ese Golem poshumano, “sus ojos, menos de hombre que de perro y harto menos de perro que de cosa”, es impotente?, ¿por qué no logra el estallido humano tan deseado por su limitado cerebro?

Se creía un dios olímpico posmoderno -no olvidar que una de las características de la posmodernidad es lo retro, la exhumación del pasado, el individualismo- y lo hicieron picadillo cibernético descartable. ¿Por qué? Por lo que siempre fracasan los impotentes no asumidos: son negacionistas atrapados en la insoportable soberbia de su ignorancia.

No se inventó aún el viagra para combatir la impotencia moral e intelectual. No hay modo que le llegue suficiente sangre como para tener una erección intelectual fecunda.

Terminator destruyó personas, instituciones, edificios, objetos, armas sofisticadas. Pero no atacó la estructura de la realidad. No destruyó el lenguaje, el diagrama material y simbólico que caracteriza lo humano. Pero los Terminator biológicos de ultraderecha están logrando lo que las megalomanías de seis películas no pudieron. En su bizarra versión local les seguidores del alicaído rey felino están contaminando nuestra condición de posibilidad humana: el lenguaje. La variedad humana puede lo que ninguna otra expresión animal, no es mejor ni peor, es diferente. Puede simbolizar.

Tenemos lenguaje articulado, nuestro intelecto es creativo y somos conscientes de que vamos a morir. El animal no humano, en cambio, vive en lo abierto -en un metafísico tiempo sin tiempo- mientras la humanidad es prisionera de la finitud.

Se supone que el ser humano comenzó a emitir palabras con sentido hace más de veinticinco millones de años. Hablar es un juego que, como todos, tiene sus reglas. Sus axiomas son inviolables, La regla de oro es enunciar verdades, brindar información no falaz. No hay niveles sino juegos de lenguaje, aunque hay jerarquías de respetabilidad ética.

Históricamente, las clases altas bien educadas (o que intentan serlo) utilizan el idioma respetando sus reglas y, desde los lugares menos cultos y carenciados, se percibiría un empobrecimiento (también) en el lenguaje. La pérdida de solidez semántica se gesta en instituciones (familia, educación, medios, arte, justicia, política), el poder saber debería cuidar el lenguaje -en tanto representante de una república- pero, por el contrario, implantó un cambio de paradigma involutivo.

El poder y sus secuaces degradan el lenguaje. Abundan siervos liberaloides que los comienza a imitar. Pero el “carajo” o “el culo” en instituciones serias van dejando heridas. Suena como si en una ópera -en el teatro Colón- comenzara a berrear un marrano.

La realidad se estructura desde el lenguaje. Y si la cultura lo degrada, si no se rige por los parámetros ético lingüísticos que nos estructuran como subjetividades y como comunidad, se cae en picada en la barbarie (en sentido peyorativo). Si a eso se le agrega que mentir pasó de ser un ilícito circunstancial a ser dicho todos y cada día por referentes políticos -sin que eso implique escándalo ni vergüenza- hay que concluir que estamos asistiendo a una involución cultural.

Bárbaros les decían los griegos a quienes no hablaban su idioma. Las palabras de otros pueblos les sonaban como ba, ba, ba o bla, bla, bla. Luego la utilizaron los romanos para (des)calificar a quienes no hablaban latín.

Y en poco tiempo las usaremos para referirnos a las obscenas ordinarieces de nuestros representantes políticos, que pasan de la vagina de tu madre o de tu hermana, o de la lora a las ganas de sobar un metafórico y autóctono instrumento musical. Libertarias/os. De las groserías, las mentiras y lo chabacano pasan a la más torpe de las contradicciones. Defenestraron a uno de los suyos porque dijo que la selección de fútbol debería pedir perdón por sus cantitos discriminatorios contra les franceses, pero fueron a la embajada francesa a pedir perdón por una funcionaria propia que también discriminó a los franceses. Subrrealismo kitsch tardío.

El lenguaje tiene materialidad, causa efectos reales, no solo permite conocer y ordenar la realidad, la produce. Crea realidades. Por ejemplo, este tosco lenguaje que escuchamos, ya no proviene del rap, ni del trap, ni del regatón, ni del cuarteto u otros géneros brutalistas en sus letras. Hoy, quienes dicen obscenidades de albañal como si nada, se encuentran entre los más altos rango del poder. Gobiernan la comunidad y la vida desde la palabra. Esa fue siempre la función principal del lenguaje, pero la palabra engendra valores colectivos, hay que impedir que los pirateen.

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Inventaron un lenguaje trash, machista y sádicamente sexualizado. ¡Qué obsesión por romper anos! El lenguaje estructura la realidad, en consecuencia, si se degrada el lenguaje se desploman las estrategias de saber poder, manipuladas hoy por la ultraderecha. El vocero presidencial es un monumento viviente de involución discursiva. Un hallazgo filosófico y semiológico: una representación de la ausencia de diálogo. Sin buscarlas siquiera -ya que carece de fundamentos conceptuales- la ultraderecha más ramplona y vulgar -que haya conocido la historia moderna- transmutó las reglas del lenguaje. Lo verdadero y lo falso son intercambiables. Nadie se cortó un brazo por llenarnos de impuestos, ni le quitó un solo privilegio al poder real y sus adyacencias (la palabra casta ya perdió sentido, la pulverizaron). Incluso esta especie de dudoso futuro de anarcolibertarios ven con satisfacción cómo muere gente por falta de medicación oncológica. La decadencia romana sin la grandeza de Roma. El del libertario trash es el lenguaje más mendaz desde la dictadura cívico militar. La trinchera popular tiene varios frentes que atender, pero hay que saciar la sed de buen lenguaje, sino se termina como les obsecuentes con las piernas semi flexionadas, sobre el reluciente piso del Honorable Congreso, perreando.