Toda la obra de la prodigiosa escritora Carson McCullers es una variación sobre un tema único y principal: el amor. No es especial por eso, puesto que el amor es quizá el mayor tema literario que existe, el más abundantemente tratado, el que jamás pasa de moda, el que se mantiene en primer lugar en las listas de favoritos. McCullers (1917-1967) es especial no solo por haber sido una de las más notables escritoras del siglo XX, sino porque su modo de abordar el amor fue completamente inusual respecto de otros autores.

En el fondo, el psicoanálisis no se ocupa de otra cosa que del amor. Ha inventado un gran número de conceptos, nociones y términos con el propósito de ofrecer un discurso sustentado en una lógica singular. Un discurso que procura dar cuenta de cómo es posible que alguien pueda aliviar su sufrimiento a través de un método que se apoya en un dispositivo: el amor de transferencia, un amor que en nada se distingue del que rueda por el mundo. Un amor que no es ni verdadero ni falso, porque todo amor es ambas cosas a la vez. Se ama de verdad, pero al mismo tiempo aquello que se ama no existe en la materialidad del mundo físico, sino en la ficción donde cada sujeto habita. Ello no impide, sin duda, que para quien ama su vivencia sea por completo real.

Por esto ningún observador externo puede comprender las razones por las que alguien ama, y cuál es el secreto de la elección de tal o cual objeto de amor y no otro. Más aún, el enamorado tampoco lo sabe, y las explicaciones que se da a sí mismo para justificar su estado hipnótico son solo argumentos que dejan en la sombra los mecanismos inconscientes que se han puesto en movimiento.

El psicoanálisis consigue aproximarse un poco a la respuesta, pero solo un poco. Al profano le resulta a menudo difícil aceptar que, en definitiva, no nos relacionamos con personas reales, sino que un determinado sujeto vislumbra en otro la existencia cuasi alucinatoria de un rasgo que en su historia infantil marcó la experiencia primaria de una satisfacción para siempre olvidada. Cualquiera de los que practicamos la terapia analítica, a menos que seamos insensibles, no podemos dejar de preguntarnos a menudo cómo ese amor es posible, o este otro, o aquél. Para eso es preciso desprenderse del sentido común, en especial la idea de que el amor ama lo bello y lo bueno. Porque el amor, primera enseñanza que uno debe extraer de la lectura de la obra de Carson McCullers, es una cosa siempre inconveniente. Ese es el motivo principal por el que el amor es la invención humana más extraña que podamos imaginar, y lo más difícil de entender es cómo Eros, ese dios-niño, logra hacerle creer a la gente que dos seres puedan convertirse en uno solo. Ese es el misterio primero y último, porque no hay nada en el mundo que consiga quitarle a alguien esa idea de la cabeza. Tal vez uno que se psicoanaliza puede dejar de creerle por completo al dios Eros. Pero no es seguro que deje de creer por completo. ¿Acaso el análisis, al arrojar cierta luz sobre el misterio del amor, lo rebaja, lo banaliza, lo priva de su poder? De ninguna manera. Alcanzar un saber sobre el amor, un saber capaz de atravesar los espejismos narcisistas, es algo que lo dignifica, lo convierte en un recurso para soportar la diferencia, la disarmonía, lo que se niega a ser subsumido en el fantasma de la fusión que transforma a dos en uno.

La segunda cosa que uno aprende cuando se adentra en la obra de esta extraordinaria mujer es que el amor solo en apariencia es alegre. Es otra de las grandes virtudes mágicas del amor. Presentarse siempre con el disfraz de la alegría. Pero por debajo de esa envoltura, la piel del amor es fina, frágil y siempre a punto de romperse. Por eso hay algo triste en el fondo del amor: el miedo. Sabemos que el miedo a la pérdida de amor del superyo es el modo por excelencia en que la angustia se manifiesta en las llamadas mujeres. Pero en la práctica comprobamos que eso también se aplica a los hombres. Es el sentido más profundo de lo que se denomina castración, y Carson McCullers lo sabe tanto o incluso mejor que Faulkner, con quien ha sido comparada. Si alguien quiere un hermoso ejemplo del misterio del amor tal como esta imperecedera autora lo desarrolla, puede leer “Un árbol, una piedra, una nube”. Estoy seguro de que no se sentirá defraudado.

MacCullers escribe unas frases muy sencillas: “En primer lugar, el amor es una experiencia común a dos personas. Pero el hecho de ser una experiencia común no quiere decir que sea una experiencia similar para las dos partes afectadas. Hay el amante y hay el amado, y cada uno de ellos proviene de regiones distintas”.

Ignoro si Carson MacCullers había leído a Platón, y si por tanto conocía esa tradición griega que distingue al amante del amado. ¿Quién ama más? ¿Alcestes que, como mujer amante, se ofrece a los dioses para morir en el lugar de su marido, o Aquiles, el amado, quien no duda en sacrificarse para vengar la muerte de Patroclo? Para los griegos, estas preguntas no eran ociosas y si los dioses consideraron más grato a sus ojos la muerte de Aquiles es porque él, que al principio era el amado, movido por el deseo de venganza, se convirtió en amante. Y el amor --eso lo supieron los griegos mucho antes que los psicoanalistas-- el verdadero amor, es aquel que transforma al amado en amante.

Es muy oportuno que MacCullers nos recuerde esta disimetría entre el amante y el amado, porque precisamente lo imaginario del amor consiste en creer lo contrario, que el amor supone una relación en la cual uno encaja en el otro. Y nada más lejos de la realidad, porque como lo escribe la autora, el amor es un amor solitario, algo que aguarda arrellanado en el fondo del corazón, y espera el momento propicio, la intervención del azar, para ponerse en acto. Es lo que llamamos un encuentro, que puede ser feliz o acaso fatal.

Y por esa simple y llana razón de que el amor no es correspondencia, ni afinidad, ni simetría con el otro, sino pura suposición, es por lo que, como lo expresa MacCullers de modo tan bello, el amado puede presentarse bajo cualquier forma, incluso bajo la forma de un enano deforme. “Es solo el amante quien determina la valía y la cualidad de todo amor”. Cualquiera que sea capaz de abrir los ojos a la realidad del amor, estará de acuerdo en que esa valía y esa cualidad generalmente se corresponden bastante poco con el ser amado, y que por sobre todas las cosas no elegimos en función de nuestra conveniencia sino de nuestro síntoma. Hay algo en el amor, en el amor verdadero, que limita con la inconveniencia y el error, por eso amar es siempre fallar, no dar en el blanco, aunque por un instante podamos creerlo. En el fondo, como lo escribe nuestra autora, el amado sabe bien que se presta a un juego peligroso, el juego de simular ser quien en verdad no es, y teme y odia al amante, teme y odia la posibilidad de que un buen día, como en las fábulas, el amante despierte y el amor retorne a su silenciosa soledad originaria.

Gustavo Dessal es psicoanalista.