Desde Barcelona
UNO “Hola oscuridad, mi vieja amiga, he venido otra vez para hablar contigo”, canturrea Rodríguez. Y sí: oscurece más temprano y van a ser tiempos en los que mejor contar con viejos y fiables amigos cuando casi el único calor disponible proviene no de los afectos sino del combate al fuego con gasolina. Y amiga es esta canción que habla de calles inquietas, de visiones que se arrastran y que se instalan en tu cerebro, de miles de personas hablando sin dialogar, de dioses de neón. La canción es “The Sound of Silence” y fue incluida en el álbum debut de un por entonces poco conocido dúo folk con el nombre de Simon & Garfunkel. Poco y nada pasó con el single, pero entonces su productor Tom Wilson decidió añadirle electrizante banda de fondo a la delicada armonía acústica. Y –¡presto!– tenemos un N. 1. Nadie advirtió a Paul & Art del retoque. Y al principio se enojaron; pero se tranquilizaron bastante al recibir el primer cheque de royalties. Y así la paradoja de una canción sobre el silencio convirtiéndose en gran éxito e himno generacional sólo después de volverse ruidosa.
DOS Y, silbándola, Rodríguez abrió el periódico y pasa de largo la cacofónica sección de noticias nacionales y se interesa por una de esas notas de divulgación científica (a recortar para una de sus carpetas) que tiene que ver con el silencio imponiéndose al sonido y a la furia. Añadió varias en las últimas semanas tan ruidosas: la necrológica del patentador del grito primal Arthur Janov (inspirador de los alaridos del mejor disco solista de John Lennon) y lo de las misteriosas ondas sónicas atacando al personal de la embajada norteamericana en La Habana (“Han hecho algunas cosas malas en Cuba. Algunas cosas muy malas”, comentó Trump con elocuencia trumpiana). Pero la noticia de hoy, sin embargo, ofrece el consuelo y oasis de la contracara de todo eso. La información sobre la existencia del lugar más silencioso del mundo. Sitio que no queda en un monasterio benedictino o en el fondo del mar, sino en el Edificio 87 en el campus de Microsoft en Redmond, Seattle. Cámara anecoica, se llama. Absorbe el 99,99% de los sonidos. Y allí se alcanzan sin esfuerzo los -20 decibelios, y conviene saber que el sonido de dos átomos al rozarse es de -23 decibelios. Ahí, paredes insonorizadas que lucen como la versión high-tech de esos garajes amordazados a base de gomaespuma y cajas de huevos para la gloria de una posible y futura estrella fugaz del indie-folk-rock practicando con “The Sound of Silence”. Y cuentan que al cerrar la puerta primero se cobra conciencia absoluta de la concreta música del propio cuerpo (latidos, gases, tragar saliva, pulso) y que a los cinco minutos se pierde el equilibrio. La persona que más tiempo aguantó allí dentro alcanzó los cuarenta y cinco minutos de silencio absoluto. Después hubo que entrar a toda prisa y sacarla a rastras porque empezaba a volverse loca, como si hubiese escuchado el estruendo de la voz invisible de Dios en el Antiguo Testamento.
TRES Aún así, piensa Rodríguez, quien te quita lo silenciado. Y se relame pensando en que allí dentro no se oyen tantas cosas que él no puede dejar de oír. A saber, a ignorar, a enmudecer... El tránsito del Procés al Procés/amiento por una declaración de independencia “para la que no estábamos preparados” y súbitamente “simbólica” para sus declarantes. Gente “como uno” repitiendo como en trance que lleva décadas viviendo aquí bajo la opresión y el franquismo. La politización del Barça y a las canciones de mierda en las playlists de sus jugadores reveladas con tratamiento de gran noticia en las páginas de Cultura. Las huelgas tempranas y las caceroladas nocturnas. Ese pobre tipo al que le cayó uno de “Los Jordis” como compañero y pidió y le fue concedido cambio de celda porque no lo dejaba ni dormir con su constante “matraca independentista” sometiéndole a lo que entendía como “una doble condena”. Los debates jurídicos por sentencias esquivas y autos chocadores para políticos-presos-políticos. Los análisis de tipo C.S.I. del Artículo 155. El músico callejero que nunca oyó hablar o cantar de Simon & Garfunkel berreando monocorde à lo Manu Chao canciones con títulos estilo “Babylunya Oh-là-là”. “Els Segadors” versionado ahora por banda heavy-metal norteamericana. “Y viva España” popularizada por Manolo Escobar pero compuesta por un par de belgas y ahora himno anti-independentista y pro-españolidad. Los alaridos en tertulias político-televisivas cada vez más largas. Las emisiones televisivas y radiales y apocalípticas emisiones en plan Kurtz del líder en el auto-exilio e “internacionalizador” del conflicto Puigdemont (con su constante sonrisita sobradora, que es la del inconstante a quien le falta todo) candidateándose desde el extranjero porque “puedo hacer campaña en cualquier parte porque estamos en un mundo globalizado”. La inconfesable desesperación de los de su partido que ya no saben cómo desactivarlo. La polémica acerca de la “camiseta republicana” de la Selección Nacional. Las coaliciones y encuestas para las próximas elecciones y las múltiples hipótesis sobre “el día después” y enmiendas por venir a la Constitución. El desenfrenado baile de cifras de los asistentes a manifestaciones según quién cuente y desde dónde. La revisión de dichos de patriarcas y voceros independentistas explayándose sobre “la distribución racial catalana”, la mayor “proximidad genética con los franceses que con los españoles”, “la miseria cultural” del hombre andaluz “poco hecho” o ese “Somos mejores… Y en el caso hipotético de que no lo fuésemos, sería un problema. Sería una vergüenza… Tenemos una densidad de genios por metro cuadrado infinitamente superior… Somos mejores, sí, o al menos tenemos el derecho de serlo”. Esas jóvenes argentinas con el inequívoco aire de haber llegado hace poco pero que siempre están allí y aúllan ante cámaras y micrófonos que “¡¡¡Sho shevo décadas esperando esta jornada maravishosa de libertad!!!”. Las “medidas” surrealistas de la ANC y de Ómnium. Las salidas de tono revanchista de muchos de los centuriones del corrupto Partido Popular que no pueden contenerse y muestran la hilacha más gruesa que soga. Las idas y revueltas de la pasivo-agresiva Ada Colau y del anarco-pijerío de la CUP y del cada vez más impotente Podemos. Las subidas y bajas del PSC y de Ciudadanos. Lo de Santi Vila como “esperanza del independentismo moderado y dentro de la ley” y “pequeño Macron”. El chasqueo inflamable de tantas banderas en el viento cada vez más frío. Y todas esas ideas ideales en las que Rodríguez no cree pero que sí respeta el que otros crean en ellas (siempre y cuando no las impongan fuera de la ley al 50% de la población que no las comparte), aunque no pueda comprender el que se las hayan entregado a payasos e ilusionistas en un estrepitoso circo con demasiadas pistas y despistes.
CUATRO Y, ok, de acuerdo. A los cuarenta y cinco minutos de silencio absoluto, dicen, te vuelves loco. No puedes soportarlo. Entonces Rodríguez –orando tibetanamente por una tercera opción más allá de la de independentistas locos o la de unionistas chiflados– firma por 44:59 minutos y que lo saquen. Y tomar un poco de aire, comer un poco de ruido, y de nuevo dentro por otros 44:59. Y así –entrando y saliendo y entrando– hasta que, como en esa canción de Simon & Garfunkel, ya nadie se atreva a perturbar el sonido del silencio. O –para decirlo más claro y menos poéticamente– cierren la boca y se callen de una puta vez.
Todos.
Oíd, mortíferos, el silencio sagrado.