Joaquín Sabina ingresa al escenario del Luna Park como si pisara la casa de su infancia después de mucho tiempo. Se lo nota con la emoción a flor de piel. De bombín y traje azul marino, el músico de casi setenta años se deja abrazar por los aplausos y se sienta en un banquito. El estadio de Bouchard se convierte en el living, pero con seis mil invitados. “Buenas noches Luna, buenas noches Argentina, buenas noches América”, saluda el español después de la tercera canción. “En algunas ocasiones uno se encuentra sin palabras. Vine de tocar en la gira en Londres y París, pero la emoción de tocar en el Luna es incomparable. Pareciera que con el paso de los años y las giras uno se endurece y se curte, pero no, cada vez somos más llorones y más cuando tocamos en Argentina”, dijo Sabina, durante la segunda noche de una serie de once conciertos que brindará en este estadio para presentar su reciente disco, Lo niego todo (2017), que llega después de ocho años de no editar material con nuevas canciones.
La primera en sonar fue el clásico “Cuando era más joven”, de Juez y parte (1985), y luego “Lo niego todo”, de su nuevo disco, en donde el músico se burla de todos los apodos, mitos y etiquetas que se ha ganado a lo largo de los años. “Ni ángel con alas negras / ni profeta del vicio /ni héroe en las barricadas / ni ocupa, ni esquirol / ni rey de los suburbios / ni el Dylan español”, canta con ironía. De algún modo, en esta nueva etapa musical Sabina hace una especie de balance de su trayectoria, su vida y su obra, y se lo ve más dócil, en armonía y sensible con el paso de los años. En “Lágrimas de mármol”, una canción rutera con aires de hit y los vientos bien al frente que se escuchó en la primera parte del show, se reconoce un “superviviente”, dice que “el futuro es cada vez más breve” y lanza unos versos que, tal vez, remiten al accidente cerebro vascular que sufrió a comienzos de siglo: “Si me tocó bailar con la más fea, viví para cantarlo”. En esta misma sintonía, sonó la preciosa balada country “Quien más, quién menos”, con un seductor slide de guitarra. Pero un rato antes propuso un pacto con el público: “En la primera parte vamos a tocar canciones nuevas. Apiádense y escúchenlas. Y después vendrán viejas canciones que sé que quieren escuchar”, invitó y, claro, recibió la aprobación del público, que celebró cada palabra y cada canción, sin distinguir entre novedades y clásicos.
En este nuevo trabajo, su decimoctavo disco de estudio, Sabina se puso en manos del joven productor español rocker Leiva, más la colaboración del poeta Benjamín Prado, para “renovar el aire” y el clima de sus canciones. El resultado es, justamente, un conjunto de canciones inspiradas que versan sobre el paso del tiempo y sus clásicos desamores, vestidas con una fuerte dosis de rock and roll, blues, country, rumba y hasta una inesperada visita al reggae (en “¿Qué estoy haciendo aquí?”). Está presente aquí también el recurrente componente autobiográfico que refuerza su personaje de antihéroe. Pero esta vez la desfachatez de la juventud le cede lugar a la sabiduría de la vejez.
De todos modos, esta nueva visita de Sabina a la Argentina no lo encuentra solo. El músico supo rodearse de una banda con peso propio que goza de un fuerte protagonismo en los conciertos. De hecho, el español oxigena el espectáculo (y a él mismo) cediendo espacio para que cada uno de sus compañeros cante alguna canción y desarrolle su talento. Por ejemplo, la corista y cantante Mara Barros sedujo a todo el estadio con “Hace tiempo que no” (inspirada en una frase de Gabriel García Márquez) y luego el histórico guitarrista Pancho Varona, quien acompaña desde hace más de treinta años al compositor nacido en Úbeda, se hizo cargo del clásico “La del pirata cojo”. Lo mismo hizo el tecladista Antonio García de Diego con “A la orilla de la chimenea” y el guitarrista Jaime Asúa Abasolo con “Seis de la mañana”. “Este es el único grupo en el mundo en el que los músicos cantan mejor que el cantante principal”, bromeó Sabina y les agradeció por “levantarlo” en momentos sombríos.
El momento más emotivo llegó promediando el concierto, cuanto tocó “Con la frente marchita”, una canción que escribió un domingo lluvioso y melancólico en Argentina y que está lleno de guiños sobre la idiosincrasia porteña: el Río de la Plata, San Telmo, Plaza de Mayo, Carlos Gardel, Borges y Evita aparecen la canción. Cuando sonaban los últimos acordes de la canción, Sabina se quedó mudó y se largó a llorar. Conectó con una emoción sincera que fue agradecida con aplausos y cánticos que coreaban su nombre. “Olé, olé, alé, Joaquín, Joaquín”, se escuchó.
Antes de la rutera “No tan deprisa”, recordó a cantautores y músicos fundamentales que “nos dejaron huérfanos en estos años”. Y se refería a Gustavo Cerati, Lou Reed, Leonard Cohen, David Bowie, Prince, Tom Petty y al uruguayo Daniel Viglietti, fallecido hace un par de semanas. “En los años 70, cuando tenía veintipico, me autoexilié en Londres. Cantaba canciones de Atahualpa Yupanqui, Violeta Parra, Serrat y Pancho Ibáñez. Tenía un pie en la canción de autor y otra en el rock”, dijo, sentado en un pequeño banco, y con la serenidad de quien tiene toda la noche para contar anécdotas.
En la segunda parte, claro, llegó la batería de hits: “La magdalena”, “Por el boulevard de los sueños rotos”, “19 días y 500 noches”, “Princesa”, “Peces de ciudad”, “Pastillas para no soñar”, “Y sin embargo”, “Y nos dieron la diez”, “Noches de boda”, “Contigo” y otras piezas claves que hicieron vibrar a un público de varias generaciones que, de algún modo, se hizo presente para celebrar, agradecer y compartir la obra de un trovador que escribió una historia valiosa en la canción de habla hispana. Y, como dio a entender hace poco en conferencia de prensa, se empieza a despedir de los conciertos masivos e ingresa en una etapa de intimidad y sosiego.