Los títulos de apertura juegan a ser Godard, desde la forma y el contenido. Un juego de palabras en letras azules y rojas. “El mal existe”, primero. “El mal sí existe”, después. Finalmente, “El mal no existe”. Este último es el título de la película, aunque las posibilidades previas también se enuncian de manera diáfana. Una franca contradicción o, tal vez, simple coexistencia. Mientras suena la música, melancólica y algo opresiva, de Eiko Ishibashi, el movimiento recorre lentamente un camino arbolado, que la cámara observa desde abajo, imitando el desplazamiento de un ser que caminara con la cabeza levantada hacia el cielo, oculto por las copas de los frondosos árboles. Es invierno y una niña observa a dos ciervos que pastan a lo lejos, mientras su padre recorre varios quilómetros, ida y vuelta, para recolectar agua fresca del manantial cercano al bosque. Todo ocurre en algún lugar del Japón rural, en pleno invierno, un sitio aparentemente apacible en el cual las estaciones del año marcan los ritmos de la vida cotidiana. Otro hombre se acerca a Takumi, el padre de la joven Hana. Todos ellos son habitantes de un pueblo llamado Mizubiki, cercano a Tokio pero sólo existente en la imaginación del guionista y realizador japonés Ryusuke Hamaguchi, quien hace dos años se alzó con el premio Oscar a la Mejor Película Internacional con su largometraje inmediatamente anterior, Drive My Car.

El recién llegado ayuda al protagonista a llevar los recipientes de agua a la camioneta, pero Takumi se detiene al reconocer un puñado de pequeñas plantas de wasabi, que inmediatamente recomienda a su compañero como condimento ideal para el restaurante donde este trabaja. Súbitamente, como esos relámpagos mentales que hacen cerrar los ojos y mover ligeramente la cabeza, Takumi recuerda que ha olvidado algo muy importante: recoger a su hija a la salida del colegio. Hacia allí conduce, aunque es tarde: Hana, conocedora del terreno, ya partió hacia el hogar. El hombre inicia un nuevo derrotero y alcanza a la niña a mitad de camino; van juntos tomados de la mano, jugando un juego que sólo los locales (o algún especialista) pueden jugar, adivinando el nombre de cada uno de los árboles. Esas imágenes, sonidos y palabras atraviesan los primeros minutos de El mal no existe, la película de Hamaguchi estrenada hace un año en el Festival de Venecia y que este jueves 8 llega finalmente a las salas de cine argentinas. Un film de apariencia transparente que, a pesar de ello, bucea en aguas más profundas que las evidentes, enfrentando a los ciudadanos del poblado con el inminente desembarco de un complejo turístico. Y a Takumi con un hecho absolutamente inesperado.


Si en Drive My Car Hamaguchi había contado con la presencia del experimentado actor Hidetoshi Nishijima para el papel central, en El mal no existe optó por construir los personajes a partir de la colaboración de actores no profesionales. Takumi, por caso, está interpretado por Hitoshi Omika, quien participó de un film previo del director, La rueda de la fortuna y la fantasía (2021), como parte del departamento de producción. Una parte de resto del reparto surgió de un casting con habitantes de la región donde vive la compositora Eiko Ishibashi, quien tuvo bastante que ver con el origen del film, como recuerda Hamaguchi en una entrevista con la revista especializada Film Comment. “Antes de escribir el guion, pasé un tiempo en el área donde ella vive, investigando un poco. Fue entonces cuando decidí que quería filmar la naturaleza. Reflexioné sobre cómo describirla de una manera diferente, y allí pensé en la frase ‘el mal no existe’. La historia y el título pueden hacer pensar al espectador en la presencia de una moral en la sociedad humana, pero el final de la película hace colapsar esa idea”.

El cineasta describe también la cualidad indirecta del origen de la historia: “Hacia finales del año 2021 Ishibashi me preguntó si podía crear elementos visuales para una de sus actuaciones musicales en vivo. Eso fue después de trabajar juntos en Drive My Car. Acepté porque supuse que eso podía transformarse en algo interesante. Intercambiamos emails, nos escribimos, compartimos motivos, hasta que gradualmente me di cuenta de que quería filmarla haciendo música. Al llegar a su hogar y ver el paisaje que lo rodea, una casa en medio de la naturaleza, la observé con atención mientras movía las perillas, haciendo una música muy fuerte, en contraste con el tranquilo paisaje natural”. La compositora fue también quien le presentó a la gente de la zona, entre ellos un experto en la naturaleza que era capaz de nombrar todos los árboles existentes o señalar el origen del agua de manantial, un modelo para el personaje del jefe del pueblo en la ficción. Fue en esos días previos al rodaje que en el centro comunal tuvo lugar una discusión sobre la posibilidad de aceptar la presencia de un proyecto de glamping (palabra compuesta por glamour y camping, recurso turístico para atraer visitantes que desean acampar con todas las comodidades de un hotel), algo que terminó ocupando un lugar central en El mal no existe.

A partir de su ópera prima Like Nothing Happened (2003), y sobre todo luego de títulos como Happy Hour (2015), Asako I y II (2018) y las ya mencionadas La rueda de la fortuna y la fantasía y Drive My Car, Hamaguchi se transformó en uno de los cineastas japoneses más relevantes de su generación. Pero en el último largometraje, que en más de un sentido adopta las formas de la fábula realista, afloran elementos formales que permiten avizorar un giro en su obra, aunque permanezcan los intereses existenciales y la negativa a ingresar en el túnel del melodrama. El mal no existe atraviesa su primer acto en modo reposado, en sintonía con los ritmos naturales, aunque desde un principio puede intuirse la probabilidad del desastre. Una amenaza sin nombre ni forma, pero que acecha a los personajes de manera solapada. Luego, el realizador entrega una extensa secuencia central a sus intereses, pero que desentona –de manera elocuente y muy consciente– con lo visto y oído previamente. Como si se tratara de un drama ecológico-social, dos enviados de Tokio que pertenecen a una agencia de talentos explican a los lugareños los beneficios que tendrá la implantación en medio del bosque del glamping.

Los comentarios y quejas se concentran en el lugar exacto donde se instalará el filtro de desechos o la posibilidad de que un grupo de turistas jóvenes terminen incendiando el lugar por descuido o desidia, poniendo a los tokiotas contra la espada y la pared. “¿Por qué no está presente en la charla el principal accionista del proyecto?”, pregunta un joven, el más revoltoso en la audiencia. Le llega el turno después al anciano que conoce la zona mejor que nadie y, a continuación, Takumi toma la palabra, afirmando que “lo más importante es el balance”. Sin dejar de lado el clásico enfrentamiento ciudad versus campo y naturaleza versus acciones humanas, Hamaguchi evita por completo la falsa dicotomía, mucho menos el discurso biempensante o demagógico. No se trata de establecer una línea divisoria entre el bien y el mal, entre la pureza natural y la erosión provocada por el humano, sino de establecer límites precisos para evitar la explotación abusiva. ¿O acaso los accionistas del proyecto tienen una idea cabal del sitio donde pretenden hacer negocios? Aquí el mal existe, pero sólo si se le abre la puerta y se lo deja pasar.


Entrevistado por el sitio web Roger Ebert en ocasión del estreno del film en los Estados Unidos, Hamaguchi reflexionó sobre ese aspecto esencial de la historia, la industria turística y su voracidad, ligándolo a su vez con el estado de las cosas en otra industria, la del cine. “Esta idea de presentarle a un pequeña población un plan irresponsable de glamping vino de mi investigación, de una comunidad real que tuvo una reunión similar. Es el tipo de proyecto en el cual los efectos a largo plazo no son considerados en absoluto, poniendo por encima los beneficios económicos inmediatos. Son planes que aparecen en todos lados. Algunos pocos son rechazados y no se realizan, pero muchos de ellos terminan aprobándose. Este tipo de situación, en la cual los desarrolladores sólo intentan sacar ventaja de ciertas regiones sin considerar los efectos a largo plazo, es algo que se refleja también en el cine. Durante los últimos veinte años he notado que la ambigüedad en las películas ha sido gradualmente destruida. Es muy difícil conservar algo cuando lo que más se valora es la reacción inmediata o momentánea al arte. Se le pide a la gente que reaccione rápidamente, que forme su opinión de inmediato, que diga las cosas con velocidad. Eso hace que la ambigüedad se pierda. Pero es importante conservar la ambigüedad, porque lo ambiguo es lo que termina resonando profundamente en el público. Esta película, y su ambigüedad, es mi manera de resistir las tendencias actuales”.

El relato abandona el poblado y acompaña al hombre y a la mujer de regreso a Tokio, convirtiéndolos en los nuevos protagonistas transitorios del film. En la ciudad discutirán los pasos a seguir, con nuevos elementos en su poder. Algo ha cambiado en ellos, aunque la transformación más radical no se produce en quien el espectador intuye. De nuevo en la ruta, camino a Mizubiki para una segunda visita, Hamaguchi despliega una escena que remite a sus películas previas, habitadas por personajes que se relacionan entre sí a partir del diálogo. La charla pasa del proyecto y de cómo reencaminarlo a cuestiones personales, íntimas incluso: los colegas comienzan a conocerse como personas. Al pisar nuevamente el terreno rústico del pueblo comienza el último acto del drama. Takumi, el hombre-para-todo de Mizubiki recibe una propuesta, y el visitante prueba por primera vez una práctica usualmente vedada al ser citadino.

Durante los últimos minutos, cuando vuelven las cuerdas de Ishibashi y los planos de las copas de los árboles, reaparece la posibilidad del mal o su inexistencia. El misterio. La ambigüedad. También regresan los ciervos, cuya presencia sólo pudo inferirse a lo largo de gran parte de la película a partir de los disparos lejanos de los cazadores. Tal vez haya algo del cine de Kiyoshi Kurosawa –quien no casualmente fue profesor de Hamaguchi en sus años de estudio– en los minutos finales de El mal no existe. O tal vez sea la manera del realizador, como lo expresó públicamente, de resistir a la homogeneización de los relatos cinematográficos. Algo es cierto: es la primera vez que abandona la gran ciudad para enfrentarse a una forma de vida –y una manera de comprender el lugar del ser humano en el mundo– ajena a los ritmos urbanos. Ryusuke Hamaguchi hizo su primera película de misterio. Un misterio alejado de la deducción o el trabajo detectivesco, en el cual ciertas fuerzas poderosas que no pueden ser nombradas, porque es imposible conocer su verdadero nombre, se apoderan de la pantalla.