“Este libro ha invadido mi vida, literalmente”, se ríe Mario Breuer sobre un compendio vivencial que efectivamente rodea su existir por todos los costados. En especial, aquel que lo tiene como protagonista de la música popular argentina desde ese día de 1975 en el que, siendo un precoz investigador del sonido –no tenía ni 20 años– ingresó al sello Fonema y desde allí, punto de largada, siguió su curso: label manager en EMI–Odeón; trabajos en Del Cielito, Panda y Del Jardín; proyectos propios y personales como Soundesigner, Breuer Prod y la actual MCL Records donde, hasta hoy, se sigue dedicando a la nada fácil faena de grabar, producir, mezclar y masterizar músicas. “Además, tipo poco literato como yo poco se ha visto”, insiste Breuer, que parece sorprendido ante la recepción que está teniendo Rec&Roll, Una vida grabando el rock nacional, a poco tiempo de ver la luz a través de Penguin Random House. “La verdad es que nunca se me había ocurrido escribir un libro sobre mi trabajo. Sí ha aparecido mucha gente en mi vida diciéndome ‘vos alguna vez tenés que contar tus memorias’, o cosas así y a mi me parecía que sí. Pero, como dije, no soy un tipo de letras. He leído poco en la vida, he escrito menos y no me daba”, admite.
No le daba, hasta que un día la que le hizo la propuesta fue su hija Mariel, licenciada en Historia y gestión del arte, y la cosa dio. “Si tú te ocupas, vamos para adelante”, le dijo el padre y ella puso manos a la obra: trabó contacto con dos periodistas (Cocó Muro y Estefanía Pozzo), ellos entrevistaron al ingeniero de sonido varios sábados a la tarde durante cuatro años, y salió lo que salió: un profuso anecdotario en el que Breuer cuenta secuencias diversas junto a los músicos argentinos con los que trabajó en algún momento de los cuarenta años que lleva de profesión. “La pasamos tan bien durante las entrevistas, nos cagamos tanto de risa que todo terminó en una química entre seriedad y disfrute muy beneficiosa para el trabajo final”, señala Breuer, sintetizando casi doscientas páginas en las que un derrotero de anécdotas junto a Luis Alberto Spinetta, Luca Prodan, Charly García, los Redondos, Fito Páez, Mercedes Sosa, Los Abuelos de la Nada y La Renga, entre muchos más, se entremezcla con data madre sobre el sonido y sus misterios. Y un glosario en el que el protagonista da cuenta, con mucho tacto didáctico, de los términos técnicos relacionados con la grabación, la mezcla, el mastering y demás yerbas sónicas.
“Me sirvió mucho, en este sentido, la experiencia que tengo en términos de una actividad didáctica que se fue intensificando durante los últimos años, supongo que por la necesidad de los jóvenes de aprender a ‘hacer discos’. La verdad es que disfruto muchísimo de enseñar”, admite el técnico. “El otro día, en una de las clases que estaba dando en Corrientes, vino un alumno y me dijo que, más allá de ser una clase, lo mío era un stand up de siete horas”, se ríe. “En resumen, tenía ganas de contar en el libro de todo un poco. Digamos que es mi mirada sobre los acontecimientos ocurridos en los estudios de grabación donde estuve, y cómo fue la factoría de eso... entonces explico los momentos divertidos, los momentos difíciles, cómo era la técnica, por qué tal disco sonaba de tal manera; en fin, muchas miradas y una carga emotiva, también”.
–Es inevitable que un libro así esté atravesado, como dijo, por la pasión.
–Totalmente. Incluso, aún tengo dificultades para leerlo y recordar cosas emocionantes. Situaciones que, mirándolas desde la memoria y recordando esas sesiones con Luis Alberto, con Charly, con Miguel Abuelo, bueno... es muy fuerte. Era gente de un espíritu y una creatividad muy grandes, y yo supe tener la astucia de aprender mucho de esos grandes. Digamos que soy como un compilado de aprendizajes resultantes de estar con gente así... he sido muy afortunado en vivir este tiempo, y haber hecho tantos discos, y tan diferentes entre sí, porque no es que siempre salía Charly y entraba Luis. A veces salían los Ratones y entraba José Vélez, o salía Sumo y entraba Patricia Sosa.
–Los psicoanalistas dicen que lo primero que se nombra es lo más importante. Y usted arrancó hablando de Spinetta, García y Abuelo, en ese orden. ¿Podría revivir tres instantáneas de esas inolvidables que ha pasado con cada uno?
–Bueno, con Charly son millones, pero tengo fuerte el recuerdo de Parte de la religión, cuando fuimos a grabar con los Paralamas a Brasil, por ejemplo. Ese fue un disco que se grabó, casi completo, en diez días, algo totalmente inédito para Charly, y los dos días de Brasil fueron inolvidables en el sentido del descanso y la reflexión. Tanto él como yo teníamos un estado de satisfacción total por el trabajo hecho. Y el disfrute... de hecho hay una foto en el libro, donde estamos con Charly y Zoca en la playa, y hay que verle la cara al flaco (risas). Después, con Luis Alberto atesoro muchísimos momentos de charlas privadas con él, y todos son gemas absolutas. Pero puntualmente coincidimos en un momento mágico de Luis, que fue la grabación del disco doble de Los Socios del Desierto. El ha sido uno de esos músicos increíblemente generosos por los tiempos que me ha dedicado, sus conversaciones, la comida que me ha cocinado.
–No está diciendo nada nuevo... todo el mundo habla así de Spinetta.
–Totalmente. Pero saliéndonos de los sentimientos, y más allá del arte, está la anécdota de que cuando yo terminé de grabar el disco, estaba construyendo mi estudio de mastering en El Pie, y había tenido una debacle económica tremenda, estaba muy preocupado. Entonces, cuando pasé a cobrar el trabajo que le había hecho a Luis, él me dijo “aceptá esto, y contalo cuando llegues al estudio”. Cuando llegué y lo conté ¡Me había dado el doble!... generosidad no solo artística y espiritual, sino económica. Incluso, sé que él tenía algunos problemas de ese tenor con el disco, pero no los trasmitía a los que trabajábamos con él. Y esto también era parte de su generosidad. Cuando se trabajaba con Luis no había ningún tapujo. El clima de trabajo, su calidez y su increíble buen humor siempre fueron los mejores durante las dos semanas que duró la grabación.
–Y aquel fue un tremendo disco. ¿Cómo lo vivió usted, detrás de la consola?
–Terrible, con ese atlante rítmico que era el Tuerto Wirtz en la batería. Era un tipo de tirar muy para arriba. Respecto del disco, la verdad es que me cuesta desmembrarlo en partes. Lo trabajamos con Mariano López y fue impresionante lo que salió de ese garage.
–¿Qué garage?
–Un cuartito aislado que el flaco tenía en La Diosa Salvaje, donde esos tres monstruos la rompían. Era un rock de garage, con un tratamiento acústico, pero también con la crudeza de este trío bestial.
–Tampoco sorprende lo de trío bestial. ¿Y Miguel, el otro músico que nombró primero?
–Un maestro, un filósofo.
–¿Qué grabó con él?
–Cosas mías, Buen día, día, en fin, tanto él como el Indio Solari son dos filósofos del rock con los que yo he aprendido y me he encontrado también en pensamientos similares, paralelos. De Miguel, en particular, atesoro la foto de Buen día, día.
–¿Era lo mismo en el estudio que en el vivo? ¿Mantenía su histrionismo, Miguel?
–Totalmente, sí. Se movía y bailaba igual, pero además sabía que en su movimiento e histrionismo no tenía que alejar la voz del micrófono. Era un tipo muy profesional, sabía muy bien lo que quería, y esto es algo que no se encuentra mucho en este trabajo. Y no tiene que ver ni con el talento ni con los años... Miguel Abuelo era uno de esos músicos que tenía muy claro lo que quería y tal vez no sabía cómo llegar, pero sí sabía dónde, y también cómo explicarlo, todo dentro de un personaje polémico como era. Tenía una locura muy sana basada en la realidad, no en la irrealidad. Tenía una mirada y una filosofía muy interesante.
–¿Por dónde direcciona lo de polémico?
–Porque se ha peleado con Dios y María Santísima (risas). Se peleaba con Dios y con el diablo Miguel, pero conmigo siempre tuvo un trato increíble, por suerte.
Por suerte, y además por un detalle más concreto que Breuer heredó de una madre psicóloga y socióloga: el manejo de grupo. “De ella he aprendido algo que se llama dinámica de grupo, que es identificar la psicosociología de cada grupo y actuar en consecuencia, sea de tres, de cuatro o de un millón de personas”, admite el productor. “La verdad es que le dedico mucho tiempo a entender el genoma de cada grupo humano, y también a aprender a manejarme en esa línea, porque mi trabajo es traducir un arte humano a la cosa técnica, digamos, y por eso necesito que los artistas estén cómodos, relajados, y que se encuentren con alguien que interpreta lo que le dicen. Para eso, uno tiene que interpretar a cada personaje, y ver qué rol juega éste dentro de un grupo musical... todo eso y, claro, también suerte. Como decía mi hermano, tuve mucho más culo que cabeza”, se ríe Breuer, que figura en los créditos de casi tres mil discos, y sigue apareciendo. Ahora, por caso, está trabajando en proyectos como el de un power trío chileno llamado Alectrofobia (fobia a los pollos) y otro de boleros (también chileno) llamado El bloque depresivo. “Me gusta mucho la música nueva, me alimenta. También estoy masterizando el nuevo trabajo de la Fernández Fierro, voy a mezclar el de la Orquesta Ciudad Baigón, y estoy con unos pibes de Santiago del Estero que suenan bárbaro: Vislumbre del Esteko. El que toca el bombo es como la evolución de Domingo Cura”, detalla.
–Después de cuarenta años de trabajo, se intuye que habrá tenido más de una situación complicada con algún músico.
–Si. En algún momento me llamaron para trabajar con La Sobrecarga, un grupo al que le había ido bastante bien con “Conexión París”, el hit del primer disco. Bueno, comenzamos y la verdad era que no nos poníamos de acuerdo. Ellos empezaron a tocar y me dijeron “cuando ves que viene la onda, grabá”`. Bueno, en un momento me pareció que estaba bueno y grabé. Las cintas duraban quince minutos, grabé una, paré y les dije que era bueno lo que estaba pasando. Siguieron tocando, volví a grabar, pero me dijeron “no, todavía no”. En un momento, incluso, empezaron a desafinar un poco las guitarras, la cosa se empezó a poner medio fea, la batería no estaba bien, se los notaba desganados y en eso se dieron vuelta y me dijeron “¿grabaste?”, y yo les dije que no, que los últimos minutos no estaban bien. Les dije que no estaba alineado con lo que ellos querían, y los derivé a Julio Presas. Después me tocaron cosas graciosas...
–¿Quiénes fueron los sujetos?
–Los Ratones Paranoicos, en el Cielito de Parque Leloir. Yo conocía a Andrew Oldham y Juanse quería que lo trajera a grabar acá. El tipo vino, pero se extendieron los tiempos y se me superpuso el laburo de los Ratones con otro de José Vélez, que se estaba haciendo en el Panda de Floresta.
–¡De los Ratones a José Vélez y de Leloir a Floresta! ¿No era mucho?
–(risas) Sí, a las ocho de la mañana me escapaba de las sesiones de Del Cielito, escondiéndome detrás de los arbustos, y me subía al auto para llegar a Floresta a las nueve. Llegaba, hacía lo de Vélez, agarraba el auto, volvía al Cielito y cruzaba los dedos para que faltara alguien y tirarme a dormir una siesta. Lo que todavía me pregunto es por qué Vélez había pedido mis servicios (risas)
–Hay un fragmento del libro dedicado a uno de los mejores discos de los Redondos, el transicional Lobo suelto, cordero atado, en el que también metió mano.
–Es un disco muy especial, porque marca el ingreso de Los Redondos a la tecnología. Pasó que el Indio me llamó a una reunión y me pidió que desarrollara una metodología para que cuando grabáramos las baterías, estuvieran perfectamente a tempo, que los golpes fueran siempre parejos.
–Como un metrónomo.
–Sí, pero con Walter Sidotti tocando. Entonces, yo desarrollé una metodología con secuenciadores y programaciones. Es decir, Walter tocaba, pero lo que tocaba se grababa en un secuenciador, y luego le sampleábamos los sonidos. Fue un disco muy largo y la verdad es que me perseguía un poco esa máquina. Hubo una primera mezcla que no me terminó de convencer, después me fui a mezclar un disco con Man Ray a un estudio maravilloso de Estados Unidos. Cuando volví, íbamos a remezclar Lobo suelto..., pero al cuarto tema yo estaba disconforme, entonces agarré al Indio y le conté mi experiencia en EEUU, le mostré lo que había hecho y me dijo “eso es lo que queremos”. No sé, para mí plantearle algo así a Skay, la Negra y el Indio, era como ir a decirle a Trump “che, ¿por qué no ponés un ministro gay, un negro, un musulmán o un chicano?” (risas). Pero la cosa funcionó, y los detalles están en el libro. Lo que digo, como síntesis, es que la travesía sirvió para producir mi disco favorito de Los Redondos que es Luzbelito: uno de los orgullos de mi carrera.