Por Echesortu en los años sesenta la vida era regalada y doméstica. No existían los peligros de robo o crímenes y todo se alargaba hasta la misa de domingo, mientras sonaban las campanas y el otoño era magnífico, un regalo de Dios. Algunos réprobos fuimos enviados a tomar la comunión ya entrada la primavera, pero entre nosotros comentábamos que aquello era una farsa para recaudar algunas monedas mientras repartíamos las tarjetitas con angelitos de la guarda y visitábamos parientes. Fue mi papá quien nos aclaró más aún los tantos: “Se visten de gris, se hacen los santitos, regalan esos presentes y a cambio les dan guita, negocio redondo”.

En la clase de religión fue la primera vez que escuché hablar de ellos. Que estaban castigados, que se irían al infierno, que eran el pecado y que Dios no los admitía en su reino. No habían sido expulsados del Paraíso como Adán y Eva, sino que ni siquiera figuraban en los registros celestiales. Fue Cristian “El Cristiano”, compañero de claustros, que deslizó aquello de que resultaban tan monstruosos que siendo animales fabulosos ni en el Arca de Noé los dejaron entrar.

-Son un aborto -expresó.

Cuando escuché hablar de invertidos, ya en pleno despertar de las palabras lo primero que se me ocurrió fue que andaban cabeza abajo desplazándose con las manos. Nosotros éramos normales, ellos, los mariquitas, los hombres-mujeres, eran los distintos. Nos habían enseñado que no deberíamos ser como ellos. Habíamos nacido hombres, y se los consideraba una aberración de la naturaleza.

“Pero hay minas a las que le gustan otras mujeres, eso para mí no está tan mal… Si las agarrara un hombre bien hombre seguro le saca esos vicios”, recalcó El Cristiano. Y todos aprobamos. Es más, aquellas escenas que imaginábamos nos excitaban.

“¿Sabés qué locura sería encamarte con dos hembras a la vez?”, culminaba.

Nosotros debíamos cumplir el precepto cuasi religioso que se nos imponía. Que debíamos cazar a las mujeres, que debíamos procrear, contraer matrimonio, tener una sirvienta por amante, ir a los quilombos, y jamás de los jamases acercarnos a ellos, los putos. Si es que queríamos conservar el respeto y la estima de los grandes. 

Los adultos – fieras serviles de la cultura- los denostaban, afeaban sus figuras y en ello, secretamente, veíamos algo peor, más oscuro y de verdad despreciable, mucho más que la anormalidad cordial por nosotros detectada. Era algo más sucio lo de los adultos: era maldad, era veneno, era infortunio y un tinte de asco exorbitante en sus decires al masticar manises y escupir por el costado algún gargajo de cigarro mientras los nombres malditos, como apestados caían al piso y los viejos machos cabríos se paseaban en el salón de billares dilapidando sus vidas. Se sentían fuertes en sus burlas, protegidos de los delicados andares que tenían los invertidos.

Carne de chancho, comida en el gancho. Maricas, putos, manfloros, comilones, tragasables, los invertidos. ¡Ah los invertidos, pobrecitos en sus vidas tristes de arrastrarse detrás de alguna bragueta y esperar en los baños públicos que alguien los poseyera! Eran peligrosos por el ejemplo, no vaya a ser que cundiera el contagio y nos volviéramos igual a ellos. 

Mi papá guardaba silencio y solo meneaba la cabeza cuando se los nombraba. Nunca lo oímos diciendo agravio alguno y más de una vez hizo callar a la barra cuando largaban las frases de costumbre. “Déjenlos tranquilos, que demasiado tienen con lo que son”, alargó con una piedad de caballero que se sabe buen padre de familia y cristiano.

La noticia fue como un rayo que cayera sobre las testas de todos. Limzul tomó por esposa a uno de los maricas. Lo amancebó -ese fue el término que oí- aprovechando la deshilachada vida del fulano ya que según cuentan lo encontró golpeado en un zanjón, allá por Pellegrini al fondo, lo subió a su chata y lo llevó a su casa. Vivía solo y necesitaba una compañía. Luego la vida práctica tomó las riendas y el otro se fue quedando hasta ocupar un lugar señorial en la vivienda, como un ama de casa hecha y derecha.

Limzul era el tipo más malo de todos. Había sido comisario. Iba armado, era mafioso y apostador de los fuertes. Decían de él que debía dos muertes. No tenía adversarios porque era temible. Cuando entraba al club todos lo saludaban y lo convidaban invitándolo a sentarse entre ellos. Una noche se apareció con su esposa y saludó aspaventoso a todos. Traía un gatito gris entre sus brazos.

“Les presento a nuestro hijo”. Era una provocación sutil y feroz a la vez. Todos festejaron un poco cortados.

“Qué lindo nenito”, murmuró el gordo Nieto acariciándolo sin un dejo de burla. El temor lo hizo afinar bien el tono para que no parezca una mofa.

“Denle queso”, gritó otro quien le alcanzó al animalito una cazuela repleta.

“No le gusta y le hace mal”, le recriminó Limzul.

De allí en más fueron muchas las ocasiones en que asistió con su compañía a los bailes y festejó el Año Nuevo disfrazado de payaso. Su nueva compañera, recatada, se vistió de gaucho cargando con el minino en su pecho.

Mi papá fue el único que se sonrió, imperial y haciendo la señal de silencio cuando todos se enteraron.

“Ah, qué calladitos se los ve”, opinó.

El miedo no es zonzo y desde allí, desde lo que denominábamos la Era Limzul, nadie más hizo un comentario sobre los putos.

Como si hubieran desaparecido para siempre, igual que los dinosaurios.

Según me enteré en el velorio de mi padre, fue él quien les regaló el par de anillos iguales que lucía siempre la feliz pareja.

Acudieron ambos a la cochería y no pararon de llorar toda la noche.

 

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