Antonio Dal Masetto (Foto: Alejandra López)

“Esta muestra está armada con fotos que yo quiero mucho”, dice Alejandra López en la Biblioteca Popular de Saavedra. La rodean una selección de los cientos de retratos de escritores que hizo a lo largo de treinta y cuatro años de trabajo para diarios, revistas, editoriales: ¿en cuántos miles, millones de libros, solapas, contratapas, estarán sus fotografías? Algunas fueron tomadas a principios de los 90 y otras hace un mes; algunas son icónicas y otras son inéditas. “Usé un criterio súper ecléctico, porque hay fotos de cuando no tenía todavía un manejo tan sutil en algunas cosas que por suerte mejoré, y otras muy recientes”, dice. “La idea es que fuera una especie de madeja: un corpus que incluye de todo, analógicas, documentales, digitales, de producción. Lo que tienen en común es lo afectivo: adoro la foto de Juan Forn, por ejemplo, que a él le encantaba y me parece que habla mucho de lo que fueron sus últimos años de su vida en la costa, cuando dejó la noche porteña y el ruido; de Leila Guerriero soy muy fan y fotografiarla me encantó; la de Hebe Uhart es un poco icónica. Ese es el factor común: es toda gente que admiro, respeto y en muchos casos, quiero”.

Biblioteca personal: 30 retratos de escritores y escritoras es el nombre de la muestra, que puede verse hasta el día de hoy en la Biblioteca Personal de Saavedra, y entre jueves y domingo estará montada en la Feria de Editores. Algunas de estas fotos son clásicas. Antonio Dal Masetto delante de un fondo negro, labios apretados, mentón ligeramente arriba, el gesto serio: “Desde que se la hice la usó para todos sus libros: enloqueció cuando la vio, me dijo que sentía que era él. Que es el mayor piropo que pueden decirte, que la foto de cuenta de algo bastante esencial”. Ricardo Piglia de espaldas a la cámara, el traje arrugado, la perspectiva de una calle y la ciudad de fondo: “Hicimos muchas sesiones a lo largo del tiempo, pero esta foto específica se le ocurrió a él: me la propuso y lo seguí”. Marcelo Cohen con las manos en los bolsillos ante unas maquinarias descomunales de la planta de la vieja Obras Sanitarias, un paisaje retrofuturista que dialoga con los escenarios de sus narraciones.

Sylvia Iparraguirre (Foto: Alejandra López)

Las más recientes no circularon todavía: ahí está César Aira desparramado boca arriba en un sillón, en su casa de Flores. Y Sylvia Iparraguirre ante su biblioteca en la casa que compartió con Abelardo Castillo, una mano que toma a la otra y la mirada desviada de la cámara, una foto que hace pensar en un óleo (saldrá en la próxima edición de sus cuentos reunidos). Y Jorge Consiglio en un atardecer en Agronomía, el barrio por el que suele salir a caminar: “Le dije que eligiera cuál era su lugar en Buenos Aires”, cuenta López. “Tengo varias líneas de trabajo: a veces hay alguna relación con el tipo de literatura del retratado, otras veces son fotos de estudio, otras lugares propios de los los escritores. La de Jorge salió así: caminamos, hicimos fotos en varios lugares y cuando nos estábamos yendo vi a lo lejos ese árbol con un rayito de la última luz de la tarde y le dije che, pará, hagamos una última. Cosas que salen: más temprano quizás no le hubiéramos dado bola, porque la luz no habría dado de esa forma sobre la corteza. A veces es eso, estar atento”.

Jorge Consiglio (Foto: Alejandra López)

UN CAMBIO BRUTAL

Alejandra López es vecina de Saavedra y conoció esta biblioteca porque participó hace unos meses de unas reuniones para protestar contra el código urbanístico de la ciudad y los permisos de construcción que están deformando el barrio. “Un día me dijeron ‘che, vos tenés que hacer una muestra acá’“, cuenta. “Fue un poco complicado, porque este es un salón de usos múltiples donde se hace de todo, clases de taekwondo, cumpleaños, y no está preparado como galería. Pero bueno, se hizo un laburo enorme de vecinos y colaboradores, uno enmarcó, otro hizo el montaje, una cosa re comunitaria. Vino un montón de gente del barrio, muy entusiasmada. Yo siento que este es un momento para poner energía en los lugares que nos parecen importantes”. Este momento: el sistemático, encarnizado desguace del gobierno de lo social, lo educativo, lo cultural. “Agitan las banderas de la homofobia, por ejemplo: tener que volver a esas discusiones, en un país pionero en materia de derechos humanos. Es una violencia muy de manual, propia de cualquier proceso fascista. Culturalmente volvimos doscientos años para atrás”.

Carlos Busqued (Foto: Alejandra López)

Por estos días López hace fotos para gráficas de teatro y cine: es otra de sus grandes vertientes. Y sigue haciendo retratos para editoriales. No cree que los escritores tengan alguna especificidad al momento de ser fotografiados: “Al revés, creo que todos nos parecemos bastante en términos de ser sujetos de retrato, todos somos bastante frágiles e inseguros”, dice. “Pero de repente aparece alguien específico que se para de otra manera, y puede ser un actor, o un científico, o un escritor, como el caso de David Viñas, que era un tipo tan bien plantado en su piel y su estampa, como que no tenía ningún conflicto con eso, y es algo que noté en distintas sesiones de fotos. Yo fui su alumna en la facultad, en Letras, y le tenía mucha admiración: era deslumbrante. Se te caía la mandíbula sobre la mesa”.

¿Cambió el oficio en los últimos años, con la híper proliferación de imágenes?

–Sí, un montón. Antes acordar una sesión implicaba cierta ceremonia, porque no todos los días alguien te fotografiaba. Hoy eso desapareció. Por supuesto, si hacemos una foto para un libro tiene su importancia, pero hay algo de la cotidianeidad con la propia imagen que le quitó cierta jerarquía, por decirlo de alguna manera. Es fuerte ver cómo la gente tiene mediatizada su propia imagen a partir de la selfie, la foto casual, esa cosa del registro permanente, que produce una imagen sí mismo que, contrariamente a lo que uno imagina, está cada vez más distorsionada: se piensa que la del celular es “la” imagen. Veinte años atrás nadie se miraba tanto a sí mismo: eso necesariamente genera un ruido a la hora de ser retratado. Ahí hay un cambio brutal.

Diana Bellessi (Foto: Alejandra López)

UN LINAJE PARA APOYARSE

A partir del trabajo de todos estos años tiene armado un boceto de libro de escritores con unas 150 fotografías. “El año pasado me parecía muy factible, pero en este momento suena entre insólito y absurdo”, dice en referencia a la crisis galopante. “Tengo una lista de unos diez retratos que quiero sumar, que voy haciendo de a poco: el de Consiglio es uno, por ejemplo”. En la muestra hay muchas de esas imágenes: Adolfo Bioy Casares, Diana Bellessi y Julián López delante de fondos oscuros; Elvio Gandolfo jovencito en un bar, Alberto Laiseca en un departamento de San Telmo: “Estaba encantador y charlatán: lo que me gustó de esta situación es que el artefacto de luz se volvió una máquina rara al estar a su lado”. También hay fotos de Selva Almada, Samanta Schweblin, Belén López Peiró o Natalia Litvinova, reciente ganadora del premio Lumen de novela.

Natalia Litvinova (Foto: Alejandra López)

Trabajó durante catorce años en Clarín y publicó en revistas como Le Figaro Magazine, Bacanal o Harper’s Bazaar. Arrancó en El Porteño, en 1990. “Y ya por entonces me propuse hacer las fotos de solapa de los libros: me acuerdo de conversaciones con colegas que no entendían por qué quería hacer esas fotitos”, cuenta. “Pero para mí era un plan. Los libros para mí eran el objeto más importante, y que una foto mía fuera a parar ahí era inmejorable. Me parece que los lectores sabemos de la importancia de esa foto”. Como vio que en esos años Planeta era la que más escritores argentinos publicaba, allá fue: le ofrecieron tomar fotos de las presentaciones y agarró viaje. “Todo el tiempo lo hinchaba a Juan Forn para que me dejara hacer fotos para los libros y él me decía que no, que se las pedían directamente a los autores. Y en un momento apareció Robo para la corona, de Verbitsky, y me parece que Juan quiso darle un tratamiento especial, porque sabía que el libro iba a ser una bomba, así que me encargaron la foto de solapa. Salió todo bárbaro, a tal punto que contó en la editorial que estaba encantado. Entonces Juan dijo: bueno, esto es algo fácil, cuesta poco, y tenemos a los autores contentísimos. Así que desde entonces, cada tanto, me encargaban. Yo decía: ‘Mirá, la primera que hago y te reviento las ventas. Son mis fotos las que traen suerte”.

¿Cómo desembocaste en El Porteño?

–También, empecé a preguntar en la facultad y una amiga tenía a un amigo que colaboraba ahí, donde conocí a Eduardo Rey, un jefe de arte legendario, tipazo y talentoso. Vio mi portfolio, híper debutante, y me dijo: “Laburo de fotógrafo no tenemos, pero hay que hacer los fotolitos de las páginas...” Un laburo de preso, total, en un cuarto oscuro, con una ampliadora. “Si hacés eso, te damos alguna nota en algún momento”. La primera fue con un militar, el coronel Sánchez Toranzo: estaba aterrada. De a poco me fueron dando más notas, y aparecieron chances para fotos en otras revistas.

Rebobinemos un poquito más: ¿cómo te enganchaste con la fotografía? ¿Era algo de tu casa, la cosa tiene alguna raíz ahí?

–No, fue totalmente inesperado. Vengo de una casa súper humilde, típica nieta de inmigrantes, mis viejos ni siquiera terminaron la escuela. Tengo por un lado abuelos ucranianos, judíos eskenazis, y por otro españoles de Castilla. Una familia de clase media con cierta impronta de consumo cultural, un poco la marca de la Cole. Con libros y todo, pero a nadie se le ocurría dedicarse a lo artístico. Pero bueno, yo empecé a estudiar Letras. Empecé a sacar fotos de grande, porque en mi casa no había ni cámara. Un amigo de mi viejo, ingeniero, tenía un cuarto oscuro que vació, y como vio que a mí me interesaba me lo regaló. Cada vez me gustaba más sacar fotos, pero yo trabajaba y estudiaba; en un momento caí en la cuenta de que tenía como hobby la fotografía y como futura ocupación central la literatura, y que en realidad tenía que invertir los tantos. Medio delirante, pero mis viejos bancaron. Fue costoso el empalme, porque estudiaba de noche y de día trabajaba como secretaria ejecutiva en una empresa suiza, y ganaba muy bien. Yo nunca iba a dejar ese trabajo, pero en el ‘89 a la empresa la destrozó la hiperinflación. Después de una semana mirando el techo me dije que podía ser una oportunidad. El famoso no hay mal que por bien no venga.

Marcelo Cohen (Foto: Alejandra López)

Destaca el papel que jugó Safa Facio, fallecida hace pocas semanas. “Es un hito en la fotografía argentina, y además era muy generosa con los que arrancábamos”, dice. “Tenía una mirada feminista muy clara, en el sentido de hacer lugar para las mujeres, que no la teníamos tan fácil hace treinta años. La fui a ver cuando recién empezaba, le mostré con susto las fotos de escritores que estaba haciendo: me pareció insólito que me dedicara su tiempo, que fuera tan cálida y alentadora. Ella abrió la fotogalería en el Centro Cultural San Martín, y en el Bellas Artes. Y además fue una peleadora incansable con los derechos de autor y el reconocimiento al fotógrafo en los medios”. Y una referente para ella en el retrato. “Pasa algo curioso con el retrato en la Argentina: es un género que tiene un linaje bestial”, concluye López. “Hay exponentes como Anatole Saderman, Greta Stern o Annemarie Heinrich. Por un lado te puede acobardar, pero por otro lo siento como una especie de colchoncito donde arrojarse. Con lo que uno pueda, por supuesto, no me mido con esas figuras ni a palos, pero siento que una dice: ‘Bueno, me dedico a esto, pero mirá todo lo que tengo atrás, puedo apoyar mi espalda ahí’. A mí nunca me achica eso; al contrario, me da como alivio. Annemarie, por ejemplo, era una cosa demencial iluminando, y es genial poder ver lo que hacía alguien que en ese momento estaba a la vanguardia de lo que se hacía en cualquier lugar del mundo”.

César Aira (Foto: Alejandra López)

Biblioteca personal puede verse hasta hoy en la Biblioteca Popular de Saavedra, Av. García Del Río 2735, de 15 a 19. Del jueves 8 al domingo 11 se exhibe en la Feria de Editores, Av. Corrientes 6271, de 14 a 21.