Un muerto es una tragedia, un millón de muertos una estadística. La frase atribuida a Stalin alude a la indiferencia con que pueden ser recibidas las calamidades de la Historia. La magnitud de las masacres, paradójicamente, y sobre todo las formas en que son narradas y circulan socialmente terminan por anular el horror. Pero el silencio y la negación también provocan la necesidad de volver a contar y romper los consensos alrededor de la impunidad de los responsables. Perpetrado entre 1915 y 1923, el genocidio armenio expone así hasta hoy la confrontación entre una política de exterminio y la memoria de un pueblo asentado desde antes de la era cristiana a lo largo del este de Anatolia y al sur de la región del Cáucaso.
Matar al tirano, la historieta de Lautaro Ortiz e Ignacio Minaverry, reconstruye una historia que reabre el holocausto y el drama de las víctimas ante la impunidad: el ajusticiamiento de Talaat Pashá, uno de los ideólogos y ejecutores del crimen masivo, por parte del armenio Soghomon Tehlirian (1897-1960). El hecho ocurrió en Berlín en 1921 y se dirimió el mismo año en un juicio en el que el tribunal absolvió al acusado por entender que no había premeditado el acto y había sido el vengador de su pueblo.
Publicado por entregas en la revista Fierro (segunda época, 2015) y ahora recopilado por Deux Books, Matar al tirano surgió del encargo de difundir la tragedia armenia y del impulso del dirigente comunitario Eduardo Kozanlian. “La distancia temporal, territorial, cultural, hasta de lenguaje, no fue una dificultad”, afirma Ortiz. El lector de historias disfruta del viaje en el tiempo, explica, y sobran los antecedentes ilustres: “Oesterheld relató la gesta espartana en Mort Cinder y después lo hizo Frank Miller en 300, a su modo”. El problema, en cambio, “fue el de siempre: cómo contar, y para el caso cómo tratar un conflicto complejo”.
La solución despuntó en la investigación previa. La historieta se basa en Un proceso histórico: absolución al ejecutor del genocida turco Talaat Pashá (2012), publicado con un estudio preliminar de Eugenio Zaffaroni, y recupera como prólogo un texto de Osvaldo Bayer para el mismo libro. La acción transcurre a la vez en 1959, en San Francisco, Estados Unidos, donde Tehlirian vivió sus últimos años, y remite al exterminio a través de imágenes expresionistas. “Traté de dibujar de manera sobrenatural el fantasma de la madre del personaje, con técnicas lo más aleatorias posibles, como por ejemplo llenar una jeringa con tinta china para no controlar el trazo y que el dibujo quedara más onírico”, explica Minaverry.
El estudio de Zaffaroni, dice Ortiz, resultó fundamental para comprender el caso y sus interrogantes en torno a las responsabilidades individuales en los crímenes de Estado. El guion abre el ángulo de visión para observar al genocidio en relación con la política europea de la época y enfoca el drama del protagonista a través de las pesadillas que lo atormentan hasta el fin de su vida, a través de diálogos y reflexiones crispadas (“Escucho, no dejo de escuchar”) y de impactantes ilustraciones en que contrastan colores fuertes y figuraciones distorsionadas.
El relato del juicio, con las declaraciones del acusado, los testigos y los peritos, se asocia con el de los últimos años de Tehlirian, un hombre acosado por el mandato de reparación que adjudica a su madre. “La historieta toma también la vida del héroe en San Francisco en medio de los fervientes años de cambios culturales y políticos del inicio de la década del 60. Hay un choque de mundos, de esperanzas y destinos. Tehilirian sale a beber por las noches y se encuentra con representantes de la generación beat, asiste a los nuevos sonidos con el free jazz como emblema y al surgimiento de la negritud en Estados Unidos, mientras el mundo cambia con la Revolución Cubana”, puntualiza Ortiz. Las referencias se cruzan del guion al dibujo: el poeta peruano Emilio Westhpalen, Ornette Coleman y Allen Ginsberg con Aullido se cruzan en un bar llamado Bongo Fury y en las calles de San Francisco.
“Cuando Minaverry aceptó el desafío y confirmó que podía realizarla, me pregunté si todo puede ser contado a través de la historieta. Es un tema difícil. El lenguaje de la historieta es permeable a ciertos hechos siempre y cuando haya lugar para la ficción. En definitiva, traté desde el guion de mantener el espíritu historietístico, es decir el de la aventura humana”, agrega Ortiz, ex director de Fierro y guionista –entre otras series–, de Roma y Lynch con Pablo Túnica, y de Narradores con Jorge Quien, ambas a editarse en libro este año.
Minaverry admite que no estaba al tanto de la historia. El tema de la búsqueda de justicia podría relacionarse con las preocupaciones de Dora Bardavid, su joven cazadora de nazis, pero los contrastes son más significativos que las coincidencias: “A diferencia de lo que pasa en la mayoría de las historias de Dora, en Matar al tirano hubo justicia al final. Talaat había escapado de una condena a muerte en Turquía, fue asesinado por Tehlirian, y después Tehlirian fue absuelto. También es un tipo de justicia muy distinta a la que busca Dora. El dibujo no tiene nada que ver con el de ninguna de mis historietas, es bastante suelto y hasta experimental, es un estilo que uso para ilustración”.
El texto de Osvaldo Bayer subraya las cuestiones éticas alrededor de la historia. Los anarquistas Simón Radowitzky y Kurt Wilckens, referentes inevitables, vengaron crímenes y fusilamientos masivos al ejecutar al jefe de policía Ramón Falcón y al teniente coronel Héctor Varela respectivamente; Soghomon Tehlirian, a su turno, “lleva a cabo la ley no escrita de matar al tirano” y su acto es una advertencia hacia los poderosos. Eduardo Kozanlian resalta en otro texto que el genocidio armenio implicó la destrucción sistemática del patrimonio cultural –como ocurre hoy con el de los palestinos en Gaza– “y por eso se perdieron la mayor parte de los registros”. Por esa razón, también, se hacen obras como Matar al tirano.