El joven pintor estaba tan concentrado en la tela sobre la que esgrimía lentas pinceladas que no oyó el chirrido de la carreta que se detuvo a sus espaldas. Dos hombres bajaron, sigilosos, y se arrimaron despacio sin quitar la vista del cuadro. Detuvo el trazo, giró el rostro y, con su sonrisa amable y sus ojos azul profundo los saludó. Uno de los hombres era un gigante bonachón que le tendió la mano con la que sin saberlo estrecharía una amistad instantánea. Había encontrado un igual. Aquel muchacho alto y buen mozo, parecido a Clark Gable, no dudará en subirse a la aventura a la que lo invitaban.
Nieto del panadero del Zar, Liber Fridman nació un día que su padre estaba preso. Hijo de un anarquista ruso que había emigrado a la Argentina tras desertar del ejército y eludir el pogrom, ya adolescente había ido a parar a Luján para aprender el oficio de restaurador de obras de arte que le permitiera solventarse mientras se iniciaba en la pintura. Apadrinado por Enrique Udaondo, que acabó por contratarlo en el Museo que llevaría su nombre, aquel joven discípulo de Pío Collivadino tendría además el incentivo de la formación intelectual al lado de Jorge Furt, el gran coleccionista e investigador de la poesía y el habla popular, que en su finca Los Talas albergó uno de los grandes acervos bibliográficos argentinos.
Por su indicación, Liber marchó a Santa Fe a estudiar el arte colonial franciscano, e incluso fue contratado por el municipio para hacer un registro dibujado del barrio El Quillá, uno de los más antiguos, a punto de ser demolido. Ese será el comienzo de su experiencia profesional, donde hizo del oficio de retratista y pintor de paisajes, junto a la restauración, su ganapán. El resultado de ese año litoral será el libro Arquitectura de Santa Fe, de Furt, publicado en el 39, que contó con ilustraciones suyas.
Pero sin duda la vocación errante se le despertó cuando aquellos muchachones lo invitaron a subirse al carromato. Eran Javier Villafañe, el Maese Trotamundos, padre de los titiriteros al continente, y su amigo Pedro Ramos. La Andariega -tal el nombre de la legendaria carreta- los llevaría por las provincias de Buenos Aires, Entre Ríos, Corrientes y Misiones, y hasta llegarían a cruzar a Paraguay y Brasil. A veces las hermanas de Liber se sumaban a la troupe que iba por los caminos montando escenarios de títeres que él construía y pintaba mientras Villafañe escribía cuentos y obritas de teatro y recopilaba las historias que los chicos le contaban. Donjuanes impenitentes, durante dos años hilvanaron en el trayecto amores de un día mientras galgueaban de lo lindo. Agotada la experiencia, por recomendación, nuevamente, de Furt, Liber marchó a Asunción.
Hacía poco que había concluido la Guerra del Chaco que enfrentara a Paraguay con Bolivia dejando un saldo de penuria y desolación. La nación trataba de cerrar las heridas; Liber llegaba a un pueblo dolido en un clima enrarecido que acabará por cobrarle cara la osadía. “Se arreglan santos” rezaba el cartel en la puerta de la casa-atelier que durante ocho años ocupó en Asunción, donde hizo migas con Augusto Roa Bastos y el poeta Herib Campos Cervera, que le escribió: “nada desfallece en el ámbito de tus noches enteras porque estás en el límite de un país invisible”.
Bajo la protección de Monseñor Bogarin, que rápidamente captó su talento, Liber recorrió los pueblos de las misiones registrando en plena selva con dibujos, fotos, pinturas, acuarelas y textos, algunos de los cuales fueron publicados en La Nación de Buenos Aires y en Revista Geográfica Americana, toda aquella infinita riqueza abandonada. Con gran enjundia y precisión, mientras recorría caminos intransitables, hizo el registro minucioso de las ruinas de San Cosme, Trinidad, Jesús, Apóstoles, Yaguaron, San Ignacio, Tobatí, Ibitimí, San Borja, Paraguarí, entre otras, cuyos resultados entregó al Archivo Histórico de Asunción. Alguna vez estuvo a punto de perecer ahogado en arenas movedizas; muchas veces, según anota en sus diarios, quedó varado en el lodo bajo las tormentas tropicales con el objeto de desmalezar a puro machete una ruina tomada por la selva. Lanzado al rescate de la arquitectura y las obras de arte colonial, iba registrando también las historias de los campesinos e indígenas en estado de abandono. A veces lo ganaba el desaliento al saber casi irrecuperables algunas de las obras que encontraba perdidas en los ranchos, a veces tiradas en medio del monte. Pero no se dejaba vencer. Ante esa situación Bogarin le encargó comprar santos, rescatarlos, labor que Liber encaró con enjundia, a tal punto que acabó fundando y dirigiendo el Museo de Arte Misionero. Pero su trabajo suscitó suspicacias: un extranjero, rubio, buen mozo, judío, comprando piezas de arte para el museo de la Iglesia, no podía sino despertarlas. Tras ocho años de labor tuvo que abandonar Paraguay.
Su próximo destino fue Brasil, donde durante casi una década desarrollará su particular estética americanista. Más volcado a constituirse en artista, aunque sin dejar de aceptar encomiendas de restauro, Liber Fridman se afincó primero en Río, donde, apelando a sus orígenes, se vinculó a la colectividad judía. Espíritu laico, recuperará en la diáspora su judaísmo cultural: recordará en cartas a su padre leyendo a Dostoievsky en idish después de cada jornada laboral. Frecuenta templos y participa de situaciones a las que, ya acostumbrado al encuentro con un otro cultural, describe casi con ánimo etnográfico. “El domingo fui a la inauguración de un club azul y blanco de la colectividad israelita. Curioso era ver en esos suntuosos salones de un viejo palacio los rostros de la España de la Inquisición, de polacos, de marroquíes. Un señor historió desde el 1600 las sinagogas de Belem”. La vía de la religiosidad que latía en sus búsquedas arqueológicas paraguayas comienza a abrirse paso en forma eminente. En sus cuadernos de viaje, ante las recurrentes adversidades, apela a la figura de Job, a su don de la espera, para aguantar la penuria económica. Pues siempre en cada etapa de su camino. Liber hubo de afrontar dificultades a veces acuciantes.
Su periplo continuó por San Salvador de Bahía, donde entre el 47 y el 49 desarrolló su rutina de retratista para parar la olla mientras pintaba la ciudad y sus tipos sociales. Allí frecuentó a Carybé y a Manuel Kantor, los dibujantes argentinos asimilados a la cultura bahiana que le dieron forma con sus imágenes. Los temas de Liber, siempre apegado a su estética realista, dan cuenta de la singularidad folklórica local. Mientras habita caserones abandonados recorre la vida popular, retratando a las las filhas de santo del candomblé, el carnaval, y los típicos personajes de la ciudad. Pero su curiosidad pudo más. Vivió un tiempo en Belem, donde navegaba los arroyos selváticos visitando las casas palafíticas de los caboclos, recorrió el río Negro y el Solimoes, y hacia el 51 se asentó en Manaos. Allí trabajó en la restauración del Teatro de la Paz, aquel en el que cantara Caruso, bajo la supervisión de Edson Motta, uno de los grandes artistas y restauradores de Brasil. Pero como siempre, buscaba experiencias más primarias. Estuvo un tiempo en Manicoré, plena Amazonia, siguiendo la vida de seringueiros, tratando de capturar el espíritu del sufrido habitante de las riveras, el caboclo, mezcla de indio y aventurero, a menudo poseído por la fiebre del oro y del caucho para “dar cuenta del tiempo que vivo, entre lo pintoresco y el drama que asola al pobrerío”.
Mientras estaba en Olinda surgió una beca para estudiar en España. Acompañado por el grabador Bernardo Lasansky recorrió Francia e Italia: fue un viaje de corroboración de su perspectiva americana y de rechazo de las corrientes modernas, en particular del arte abstracto. Posición que se verá nuevamente verificada tras la experiencia de Caracas, donde vivió en el 55: una Venezuela hostil, tomada por “el frenesí del dinero donde las amistades poco interesan”, lo expulsará con su “fiebre del mal gusto”. Sin embargo, su epifanía americanista final será en Perú. Lima lo conquistó. “La pintura desde entonces más que pintura es religión” -apunta Pilar Vigil Cartagena, su biógrafa.
El arte precolombino lo volvió coleccionista, rescatando del mercado informal de los huaqueros algunas piezas que acompañarán su vida. Incluso participó de huaqueadas, cacerías de material arqueológico para el mercado internacional, por entonces no regulado, haciendo registros en dibujos y a veces en fotos, y recogiendo desechos de telas y de cerámicas en la superficie que incorporará en sus obras como incrustaciones históricas con las que dialogará.
En el 63 se casó con Mirna Meluso, joven artista a la que conoció en una exposición en Buenos Aires, con la que tendrá un hijo, Ariel, quien junto a Pilar sostendrá la memoria de Liber preservando y dando a conocer su legado artístico. Vuelto al país, desde 1971 hasta su muerte en 2003 desarrolló una obra pictórica singular, que aún espera ser valorada. “En aquellos días del año 62 empezaba a pensar en los dioses milenarios, protectores de pequeñas naciones. El ajuar funerario era como la escritura entre cerámica y textiles, cubierto de historia con mitos fabulosos: peces, pájaros, arboles y dignatarios. Me acerqué a las zonas de los buscadores de tesoros. Y allí testimonié: papel y lápiz, dibujaba todo los instantes cuando traían el fardo desde las profundidades. Las cintas y las telas envolvían el apergaminado despojo. Miraba absorto sus pupilas, sus manos tatuadas, era el total reposo, nunca invadido desde aquellos días desde hace largas centurias. Cuando comencé a trabajar en el taller, alimentaron mis visiones. Mis modelos hieráticos me acompañaron así durante tres décadas, arrastrándome entre sus caseríos poblados de dioses y amautas, de poetas, tejedoras y ceramistas.” El Árbol de la Vida del Museo de Bellas Artes fue donado por Liber. En esa pieza se resume nuestro destino. El suyo, el nuestro, el del país invisible.