Donde estoy no sólo es invierno, el viento recuerda que somos poca cosa, la nieve tan blanca no se mantendrá por mucho tiempo, los colores ocres ensucian y escriben contradicciones en la frente curtida, la fabulosa arboleda del Parque Nacional Los Alerces termina un poco más acá de la interminable estepa. Un lugar en el mundo amigable, bello, inhóspito; entremezclado y sazonado por las condiciones políticas que han sido tan fuertes como el clima. En la Patagonia retumban los ruidos históricos: el fusilamiento de Trelew, la matanza de obreros en la Patagonia Trágica de la década del 20, la cárcel de Ushuaia, la precordillera de los Andes no sólo marca el límite “natural” sino las resonancias que nunca terminan como la mal llamada “Conquista del desierto” que debería llamarse como la consolidación del latifundismo argentino y de los mercachifles que terminaron de diezmar a la población originaria junto a las gérmenes civilizatorios como el sarampión y la gripe. Pero también hay otras historias de cooperación y esfuerzo como la construcción del Viejo Expreso Patagónico, llamada comúnmente “La Trochita”.

Se necesitaron 23 años para terminarlo. Si tienen nombre las montañas, si tienen nombren los vecinos, ¿cómo no nombrar a ese tren único, sus 402 km que desde Ingeniero Jacobacci, en la provincia de Río Negro, recorre lo inconmensurable y entra por primera vez en 1945 a Esquel? Con la misión de unir el comercio, la gente, la geografía siempre distante de la Patagonia, a la red ferroviaria, al país y siempre el punto 0, el arranque en la ciudad de Buenos Aires que tanto marcó la historia con su modelo agroexportador y su puerto de mercancías importadas.

Argentina, a partir de 1880 (y seguramente antes también) fue diseñada desde el centro a la periferia. Una lucha atravesó desde el mismo comienzo y aún antes, nuestra lucha como país, ¿cómo multiplicar los caminos para que no fuera el puerto salida o entrada de mercancía que sólo enriquecía a la poderosa burguesía porteña?

“La Trochita” costó tanto esfuerzo que nadie que haya vivido en estas geografías puede desconocerla, para mí a comienzos de los ochenta era llegar como mochilero a una de las zonas más bellas del mundo. Lagos, ríos que van y vienen con su turquesa y sus caminos que siempre parecen guarecernos en su belleza cerca de la precordillera.

El nombre del tren refiere a los rieles de 75 cm, menos del metro que se utilizaba para las vías comunes. Venido de los “adelantes tecnológicos de la primera guerra mundial”, el tren partía de la ciudad de Buenos Aires y llegaba a Bariloche, y muchos y muchas bajaban en Ingeniero Jacobacci. Esa estación no era cualquiera como no era cualquiera ese nombre, era la seña de una decisión, tomar para Esquel o para Bariloche como punto de llegada. Apenas te preguntabas quién había sido ese ingeniero, después alguien sabelotodo sin google de por medio contaba que era quien había diseñado esa maravilla con más seiscientas curvas con la obligación de, al ser un tren a vapor, tener que acopiarse de agua y gasoil seguido y de no poder ir sino en terrenos lo más llanos posibles.

El tren era el centro neurálgico de la Argentina donde se desplegaban no sólo sus deseos de movilidad social, de intercambio comercial sino también de alegrías y de encuentros. En algún momento de ese tiempo, otro personaje llegaba a esa encrucijada y algo lo marcó en su identidad y comenzó a llamarse payaso Chacovachi. Pocos conocen esa historia, muchos conocen a ese increíble payaso: “Hace una mortal y todos te aplaudirán, sostené siete clavas en el aire y todos te admirarán pero hacelos reír y entonces... todos te amarán”.

La risa es lo que nos hace amar, es difícil amar en la desolación, todavía más heroico amar en las heridas pero el amor franco es en la risa, la del payaso que se dedica a hacernos reír, a sacar en ese momento más inopinado esa risa que nos recuerda aquel día que decidí seguir viaje y no tomar “La Trochita”.

¡Y hoy por fin vuelvo para tomarla! Esos 19 kilómetros hasta la primera estación Nahuel Pan cuentan estos 35 años de espera. Nunca podré ir de punta a punta, después del 93 que Menen lo hizo y la Reforma del estado la votó el Congreso, que no era más que un eufemismo de cerrar, despedir, destrozar la industria argentina y por supuesto la red ferroviaria con la lógica de la no rentabilidad. Y así se acabó “La Trochita”, esa fecha, el 93, quedó marcada no sólo en la historia sino en el almanaque de muchos más que los esquelenses.

Pero no fue risa sino llanto aquel día cuando dejó de funcionar, el desmantelamiento de los ferrocarriles argentinos. Eso no es alegría, el tren es comunidad, en cambio el auto privatización y libertad de acción previo pago de peajes, usufructo de sí mismo y diferencias sociales cada vez más marcadas.

Qué enorme emoción volver a escuchar ese pitido de salida, el troquelado del guardia, los asientos tan pequeños, la salamandra para pasar la cantidad de horas que llevaba la primigenia travesía. El tren era historia, era legendario, era turístico pero aun así se olía el esfuerzo de todo un modelo de país que se emociona por lo que pudo ser y lo que es.

El tiempo está presente. Trepiquetea la Argentina tan intensamente, se la vive recorriendo la estepa patagónica en un trencito que camina. Y pasa el tiempo, y pasa la vida, y es parte de la historia argentina. El tren es una fiesta. El clima siempre tan bello, tan frío y tan imponente. Y tan hostil, y al mismo tiempo no te podés quedar por fuera, te engloba.

El paisaje, al fondo las montañas, y antes de las montañas, una planicie. ¿Cómo una planicie puede estar antes de una montaña? Es como que la cosa irrumpe. Irrumpe el cielo, la montaña y la estepa patagónica. La nostalgia. El viaje que podría haber sido.

En La Trochita comenzamos a hablar con una familia de Esquel, el marido es chofer de camión, no habla de política pero dice que las empresas de trasporte se están fundiendo. Que salen de Buenos Aires llenas de productos que vienen de China en contenedores y vuelven de Tierra del Fuego vacíos: “No hay nada que se puede producir, no se puede competir con los productos que llegan de China". La esposa, que lleva en brazos un chico que nombra como autista, nos cuenta que les dijeron que lo vaya a tratar a la ciudad de Buenos Aires. Y es siniestro, parece que el tiempo no ha pasado, vuelve el puerto centralizado de Buenos Aires y su maquiavélica burguesía vendepatria, vuelve el país agroexportador, vuelve el desdén a la producción de toda la Argentina. La esposa nos dice que está barato Chile, que todo sale la mitad y nos estimula a cruzar para ir a comprar allá.

Que bajón que vuelva la derecha, no importa que sean militares, menemistas, macristas, mileinistas. Siempre hacen lo mismo, vuelven unitaria la Argentina. CABA, el centro sigue siendo el puerto y los porteños, duplicando el coloniaje que viene para el interior de su puerto y de las “metrópolis” occidentales que nos expolian vendiéndonos sus productos terminados y llevándose nuestros productos primarios. Sigue la historia como en una repetición estéril y sin aprendizaje.

 

Nosotros somos los autistas que no podemos aprender de nuestra experiencia, la derecha siempre ha hecho lo mismo, con una franqueza e indiferencia a la inteligencia humana. Parece como si la historia fuera el papel higiénico de los pueblos, que se olvidaran de ese esfuerzo de 23 años para la construcción de ese ferrocarril único en el mundo, El Viejo Expreso Patagónico, más conocido como “La Trochita”, es todo un símbolo de un país que en una época apostaba a un modelo con futuro e inclusión social.

Martín Smud es psicoanalista.