Desde Piove di Sacco, el pueblo del norte de Italia donde nací, a Vigonovo hay unos 14 kilometros.

No he vuelto allì durante muchos años, hasta hoy cuando una pagina de diario, me hizo recorrer esos kilometros uno por uno.

Cuando era niña me parecía una distancia larguísima. Mi padre nos llevaba en su Vespa y, unos años después, en el Fiat 1100, a pasar unos días en casa de su única hermana, la tía Amelia.

Es un camino de llanura con curvas y cruces a través de campos de viñedos, maíz y trigo, pocos árboles, álamos y olmos, delimitando las propiedades. Casas viejas y pobres, que mano a mano fueron abandonadas y sustituidas por chalecitos de dos pisos, todos iguales que fueron surgiendo a ambos lados de la carretera. Cada tanto, una iglesia con su campanario, en pueblos más pequeños aun, como Piovega, Vigorovea, otros.

Durante el invierno, los y las hermanas competíamos a quienes divisaba y contaba más árboles de navidad frente a las casas.

He transcurrido varios veranos de mi infancia en Vigonovo.

Los tíos, Amelia y Ferruccio eran campesinos y, además de cultivar la tierra, tenían pollos y algunas vacas. La gente de entonces trabajaba mucho y hablaba poco y se veía en ocasiones especiales, pero todos sabían lo que le pasaba al vecino de al lado.

La casa vieja de la tía tenía pisos de madera, una gran cocina, al lado el “tinello” o sala de estar que se usaba solo en las fiestas; en el frente, un patio de cemento y ladrillos donde se ponía a secar el trigo cosechado durante el verano.

Atrás y al lado de la casa, se abrían los campos con hilares de uva y cultivos de trigo, remolacha de azúcar y hortalizas.

El establo era una construcción de ladrillos, contigua a la casa, con pequeñas ventanas enrejadas. Cuando hacía mucho frío, nos turnábamos para tomar el baño allí, porque era el lugar más cálido.

La tía Amelia nos preparaba una palangana y una jarra con agua caliente y nos dejaba usar su jabón cuyo perfume todavía recuerdo. Era especial, un jabón rosado, marca Camay, la misma que aparecía en las primeras publicidades del Carosello. Me sorprendía que la tía, tan poco inclinada a cualquier forma de vanidad, usara ese jabón que era caro, en ese entonces.

Luego de unos años, los tíos terminaron la casa nueva, justo en frente al granero y que tenía calefacción y un baño con bañera.

El centro del pueblo de Vigonovo distaba solo 2 kilómetros de la casa de la tía e íbamos caminando a través de campos y pequeños arroyos destinados al riego.

En el camino, se pasaba adelante a dos o tres palacetes vénetos de estilo neoclásicos, con jardines verdes muy cuidados y estatuas de mármol. Las primas nos parábamos a espiar a través de las rejas e imaginar la vida, allí adentro.

En una esquina de la única gran plaza del pueblo había una tiendita pequeña que vendía golosinas. Con mi prima Teresa nos comprábamos caramelos y unos dulces de merengue cubiertos de chocolate que luego nos repartíamos en el cine parroquial o camino a casa.

Durante los veranos, jugábamos en los campos y nos divertíamos inventando idiomas desconocidos que los adultos no entendían y que imitaba el inglés, que en ese entonces aún no se estudiaba en las escuelas.

Recogíamos frutos de las plantas y de los árboles. Recuerdo unos frutos rojos, pequeños, le pomelle que nunca más volví a encontrar; crecían en un árbol alto que solo había allí; pero también había frutillas, damascos, moras y ciruelas.

En las horas más calurosas, nos obligaban a acostarnos y guardar silencio, pero era imposible no hacer ruido con esos pisos de madera, mientras jugábamos a las bailarinas con las enaguas puestas, a la hora de la siesta.

Hoy vivo en una ciudad que se extiende sobre un gran rio, del otro lado del océano, en una de las Américas de nuestros inmigrantes. Aquí es primavera y hoy fui al centro y compré flores: unos pequeños claveles rosa perfumados, como los que había en los jardines de mi infancia.

Hubiera querido recordar Vigonovo no hoy, en su otoño, sino al cálido sol del verano y regresar allí de la mano de Teresa, ya grande como yo, y que habláramos de cómo habían sido nuestras vidas o de Marilena, la más pequeña, de grandes ojos azules y que me contara cómo veía su pueblo hoy devenido ciudad. Luego dividirnos los caramelos de leche en la escalinata de la iglesia iluminada, porque de aquí a poco será Navidad.

Y en vez no, llegué allí con una crónica de diario, una más.

La misma crónica que recorre muchas de las ciudades y países que he habitado, igual y distinta cada vez y que renueva un dolor antiguo y nuevo, levantando el telón de lugares que creíamos amigos.

El 11 de noviembre, en Vigonovo mataron a Giulia. O, mejor dicho, empezaron a matarla allí. Giulia tenía 22 años y es el feminicidio 106 del 2023 en Italia, casi una mujer cada tres días. A matarla, a golpe y cuchilladas. Ha sido su novio o ex novio; su nombre no tiene importancia, poco antes de que Giulia se recibiera de ingeniera, el 16 de noviembre. No pudo ir a esa cita Giulia, ni irá a otras.

Celos, se dijo, celos de sus capacidades, de su inteligencia; no quería que se recibiera antes que él o quien sabe cuáles serán los motivos.

Luego de haberla asesinado, la cargó en el auto y tiró el cuerpo, cubierto con bolsas de basura, en la bajada de una carretera cerrada el tránsito durante el invierno, para que no la encontraran hasta la primavera. Y siguió huyendo, sin dudar, sin mirar atrás, sin Giulia, sin su cuerpo, sin ella a su lado. Recorrió 1000 kilómetros, hasta llegar a Alemania donde ha sido reconocido y capturado.

Giulia no caminará, no sonreirá más con los ojos como en las fotos, no hará su fiesta de recepción, no podrá elegir un nuevo amor.

“Hemos sido amadas y odiadas, adoradas y renegadas, besadas y asesinadas, solo porque mujeres”, escribía Alda Merini, entrando y saliendo de los muros de su mente. “Si mañana soy yo, madre, si mañana no regreso, destruye todo. Si mañana me toca a mí, quiero ser la última”, escribe Cristina Torre Cáceres, poetisa y activista peruana.

¿Quién será la próxima?

Puse las flores en una jarra grande de vidrio. Son para ti Giulia, para todas las niñas, las mujeres, jovenes y viejas, fuertes y frágiles, enamoradas o desencantadas, solas o acompañadas, rebeldes o sumisas que ya no estan con nosotras. Un pétalo para cada año que hubieran querido vivir.

(*) Lilli Marinello es italiana, vive en Rosario y viviò gran parte de su vida en America Latina. Hace dos años, participa del taller de Escritura de Rocío Muñoz.