Julia Imoberdoff se asoma al jardincito de su casa en Guernica. Siente el clima, se fija si no hay viento, y recién ahí consulta el pronóstico. Entonces decide que va.

Agarra sus cosas, toma un colectivo hasta la estación y de ahí el Roca hasta Constitución. Luego el subte y llega a la avenida Corrientes y 9 de Julio. Ahí enciende el parlante, golpea apenas el micrófono, pone play y arranca. Extiende los cinco dedos de su mano izquierda sobre su cabeza y afina, voz en cuello. Abre los ojos, la sonrisa, la garganta. Entonces ya no es Julia.

¡Querido público! Ponga de fondo El carrusel del Furo, de Serrat. Es buena música para leer lo que viene.

En la siguiente hora y por momentos será Violeta Rivas, Ruth Durante, Lola Fores, Rocío Durcal. Pero siempre es la niña de diez años que abría las celosías de su casa allá en Chajarí y “cantaba con la ventana abierta imaginando el público. El sol en los ojos era la cámara que me iluminaba” y ahora mismo, a los setenta y tres años de su edad, se le vuelven a iluminar los ojos espléndidos mientras me lo cuenta y aclara: “también hago canciones de Vicentico ¡Me gusta mucho Vicentico!”

A los 18 años decidió que para salir de la pobreza había que llegar a Buenos Aires, aunque “tenía el sueño de cantar y el miedo de cantar” y recuerda que a los once años leía la revista Nocturno, donde entre fotos de Alain Delon y consejos sobre como lograr la fidelidad eterna, Tita Merello respondía cartas, entonces “le escribí contándole mi sueño y me contestó. Me dijo que los sueños se cumplen”. Con eso llegó, pero entre el miedo a cantar y la necesidad urgente de trabajar para vivir “entré a trabajar al Hotel Londres, en Lavalle 472. Trabajaba ahí, en el servicio. Ahí soñaba, porque en esa época en Lavalle cantaban todos, había cines, todo estaba iluminado y el pueblo era feliz porque se llenaba de artistas, ahí el pueblo paseaba y brillaba de alegría”. Todavía recuerda cuando se saludaron con Isabel Sarli a la salida de una premier.

“El miedo de cantar me lo curó una chica en el tren Roca una primavera de 2022. Pasaron dos cosas: me acababan de diagnosticar cáncer y yo sabia que la plata no me iba a alcanzar para los remedios. Bueno, yo iba en el tren con eso y una chica jovencita cantaba ¡cantaba tan hermoso! Me acerqué a felicitarla y me dijo si quería cantar, dudé y casi me obligó y me entusiasmó, y me puso una pista y canté un tango y todo el mundo aplaudía. Al final me dijo 'esto es tuyo. Usálo, cantá' y así fue. Eso me cambió la vida.” Y se lamenta de no haber visto más a “ese ángel” a pesar de haberla buscado.

Julia gesticula cuando habla. Mueve las manos. Actúa naturalmente los recuerdos. Si se emociona se le aguan los ojos recordando la mudanza de Avellaneda a Guernica y a su compañero, albañil maestro yesero con el que reconstruyó su casa pared por pared y de quién enviudó hace algunos años, o al papá, desempleado de vialidad por peronista, que los puso en el éxodo Chajarí-Concordia, vendiendo lo poco que tenían: unas gallinas y una granja pequeña. Y todo eso sin parar de cantar.

Ahora canta en esa esquina, pero las causas cambiaron porque ahora “mi cáncer está casi curado, mi economía está mejor. Pero los viejitos, los jubilados, están muy mal, los veo ahí frente al Opera. Entonces yo tengo dos temas, el primero es que cuando vengo o me voy, llevo la plata en la cartera y reparto entre los viejos que veo pidiendo. Es muy triste ver eso. Veo además que la gente está triste y hay mucha hipocresía también, y eso contrasta porque la gente es buena pero está triste, como si la vida no tuviera sentido. A mí me dan plata cuando canto y yo creo que si te dan, vos tenés que dar, entonces paso y voy repartiendo”.

Atrás en el tiempo quedó la chica que vivía de la ropa “que nos daban”, allá quedó la adolescente que llegó a Buenos Aires con miedo pero buscando la vida. Lejos, aunque no en el olvido, quedó incluso la Julia cocinera que “cantaba en la cocina del restaurante Dulcinea y me escuchaba todo el salón. Yo cantaba en la cocina y cuando terminaba cada tema los clientes aplaudían” mientras juntaba los siete mil pesos para comprar su casa en Guernica. Ahora vuelve sobre el segundo tema: “te decía, mi segundo tema es que estoy separando otra plata para hacer un show en Concordia y hacer, no sé, un sorteo o algo así con premios de ciento cincuenta mil pesos para los jubilados de la mínima. Yo ya no quiero nada para mí. Yo estoy cubierta, así que ahora hay que repartir”.

Hay que escucharla y mirar como habla, con la energía que pone en cada idea que suelta, como si no le costara, y se lo digo, entonces responde firme: “mirá, yo trabajé de cocinera hasta los setenta años, doble turno, y hoy viajo dos horas de ida y dos de vuelta Guernica-Capital con el parlante y el bolso para venir a cantar. ¿Me cuesta? Un poco ¿me gusta? Sí. Entonces es lo que hago. Mirá, si el tiempo está lindo y hay público, hago trasnoche. Canto hasta la una, una y media de la mañana y de vuelta llego a mi casa a las cinco. ¿sabés como vuelvo a mi casa? Sonriendo en el tren, feliz”.

Escucharla y mirarla te deja la sensación de que Julia Imoberdoff, a sus setenta y tres años tiene toda la vida por delante. Entonces la pregunta obligada es si tiene algo mas que quisiera cumplir a futuro, y de nuevo la respuesta no se hace esperar y los ojos le sueñan otra vez y responde que sí, que sueña con que alguien pase y le diga “tengo un teatro. Vamos. Vení. Cantá”.