Desde Barcelona

UNO Tal vez --ahora que lo piensa Rodríguez-- la consulta constante haya degradado absolutamente la condición y el calibre y el impacto de lo que se conoce como satori. Se encuentra demasiado fácil algo que en verdad es muy difícil de obtener. Ejemplo obvio y automático y reflejo pero un tanto turbio: preguntarse qué es el satori en Wikipedia (templo electrónico de iluminaciones múltiples y enceguecimientos varios) y recibir respuesta en el acto con ideogramas incluidos.

Así, el satori como término oriental de la tradición budista y zen y orientador para el despertar descubriendo "de forma clara que solo existe el presente (donde nace el pasado y el futuro), creándose y disolviéndose en el mismo instante; con lo que la experiencia enseña que el tiempo es solo un concepto, y que el pasado y el futuro son una ilusión al igual que todo el mundo físico. Satori es un momento de comprensión al nivel más alto, es ir más allá de la experiencia terrenal. Esta experiencia solo se da en niveles elevados de conciencia, comunes en los meditadores, pero no al alcance de cualquier persona". Según Daisetsu Teitaro Suzuki, el satori es "la razón de ser del zen, sin la cual el zen es no zen". Una vez alcanzado semejante estado, ya se está un poquito más cerca de ser uno de los tantos posibles Budas. O algo así. Buena suerte a todos los concursantes y a no distraerse, deportiva y olímpicamente, con Trump o Sánchez & Begoña o Puigdemont o Feijóo o lo que toque (y a lo que se ruega no tocar) para no desconcentrarse y correr el riesgo de tropezar y olvidar el mantra.

DOS Dime dónde leíste/escuchaste por primera vez la palabra satori y te diré cómo eres. El caso de Rodríguez: en la portada de un libro titulado Satori en París de Jack Kerouac. Ese escritor al que, porque siempre se está yendo, siempre se vuelve. Satori en París es una nouvelle publicada en 1966, cuando el alguna vez novedoso y transgresor "Rey de los Beatniks" ya era considerado modelo de automóvil viejo y más bien conservador. Allí y entonces, Kerouac --angelical y desolado-- llega a la para él sombría Ciudad Luz y a la Bretaña con la "misión" de rastrear el origen de su apellido y la huella de sus antepasados. No lo consigue. En cambio, pasa diez días desorientado por el alcohol; es rechazado por prostitutas y celebrado en Brest por pariente lejano y aristócrata; mira fijo lápidas de escritores célebres; visita a su editor en Gallimard (quien, piensa, lo maltrata); y cae de rodillas ante la estatua de Balzac/Rodin. Y, de regreso al aeropuerto para el vuelo de vuelta, Kerouac accede al satori del título en la voz de un taxista. Y al lector no le queda claro el alcance de la revelación. Y, se sospecha, tampoco a Kerouac; aunque la describa con un onomatopéyico y casi de comic y solitario "ZAM!" que ya no es y muy lejos está de volver a ser aquel "Awww!" cerrando aquella célebre parrafada grupal de En el camino. Y esto convierte a todo el asunto en algo todavía más conmovedor pero infeliz, en la más frustrada y frustrante de las plenitudes. ¿De qué se da cuenta Kerouac aunque no lo explique? Probablemente de que ya no es lo que era porque ahora es lo más peligroso que se puede llegar a ser: un escritor degeneracional porque, se sabe, nada se degenera más rápido que un escritor generacional. Y Kerouac sólo quería ser un escritor a secas y sin fecha de vencimiento y no un viajero cansado de viajar, a costado de ruta, haciendo auto-stop junto a los restos de su accidentada leyenda, esperando en vano a que alguien, por favor, lo recoja y acueste en el asiento de atrás y lo cubra con una manta, y lo lleve de regreso a casa.

TRES Y Rodríguez recuerda haber visto por primera vez ese título en portada de Kerouac y haberse preguntado entonces, por primera vez, qué cuernos era satori y si ese era el nombre del protagonista o... Pero, ya en la primera página se enteraba, por gentileza de Kerouac, que satori era el término japonés para "iluminación súbita", "despertar repentino", o simplemente "patada en el ojo".

Satori es, también, por supuesto, un restaurante, una zapatilla, una peluquería, un d.j., un hotel, unos jeans, una compañía de cyber-security, una bicicleta, una casa prefabricada y hasta un juego de mesa meditativo para "alcanzar la iluminación antes que tus rivales" con fichas meditabundas "mientras se avanza por el camino espiritual". A Rodríguez le tienta comprárselo. Además, se lo puede jugar a solas. Pero le da miedo enfrentarse a sí mismo. Así que no. Lo que sí es que --desde Kerouac-- cuando le preguntan a Rodríguez qué significa satori, él siempre responde con guiño reflejo pero no tic nervioso: "patada en el ojo". Porque le parece la mejor acepción en el sentido de que una patada en el ojo puede dejártelo abierto para siempre con vistas al exterior o cerrártelo obligando a mirar tu interior con pupilas rayos x.

Y seguro, en ambos casos, duele.

Mucho.

CUATRO De ahí que, en la esencia misma del satori haya algo de involuntario pero inevitable sadomasoquismo. De acuerdo, te conviertes en alguien más sabio. Pero también, ah, esa patada poniéndote a bailar los volátiles humores de la retina, de la córnea, del cristalino...

Darse cuenta es, también, rendir cuentas.

Y, una vez que te das cuenta de algo, no se puede permanecer a oscuras. La luz que encandila primero ilumina después, y ya no se puede apartar la vista o mirar para otro lado.

Se pasa a la reflexión o a la acción; y ya saben todo lo que hizo y deshizo (y eligió) Hamlet cuando se respondió y tuvo muy claro eso de ser o no ser.

Pero, cabe suponerlo, también puede haber diferentes tamaños/voltajes de satoris: S, M, L, XL, y todo eso.

Y, por supuesto, hay satoris colectivos y plurales y satoris singulares e íntimos.

Y así la intensidad de una vida --su, sí, vitalidad-- está entonces finalmente determinada por el recuento y distribución de satoris únicos o masivos. De nuevo: la delgada pero decisiva y afilada línea que separa al simplemente contarse del complejo dar cuenta.

CINCO Mientras tanto y a propósito y hasta entonces, queda para Rodríguez el preguntarse si en el brevísimo pero inmenso instante del satori se produce (a nivel anatómico-psicológico) algún tipo de des/balanceo químico existencial. Algo similar (aunque en pequeña dosis) a lo que ocurre durante el Big Bang del nacimiento o el más pequeño pero más duradero Small Pfff de la muerte. La luz por delante cuando salimos del túnel de nuestras madres, la luz al final del túnel de nuestras vidas que --rogamos-- no sea la de un tren que viene a toda marcha hacia y contra nosotros.

Lo que le lleva, inevitablemente, a lo que seguramente sea su satori insuperable pero del que, evidentemente, no sabe nada.

Así que entonces lo imagina, como si lo escribiese. Y no lo escribe pero --ZAM!-- sí lo piensa Rodríguez ahora. Y lo escucha: ese sonido. Pero no. Eso que Rodríguez escucha es, apenas, el último aliento de su aire acondicionado marca --aunque ustedes no lo crean-- Nirvana. Sobrecargado y fundido. Y Rodríguez --escalofriado-- calurosamente le agradece servicios prestados pero ya sin garantía de arreglo. Y lo aplaude con una sola mano. Con la otra espanta espantosos mosquitos.