Trabajo en una proveeduría en pleno centro de Rosario. Suele ir a comprar una chica. Treintañera seguramente, pelo rubio, alta, con un prepotente y seductor lunar cerca de su boca. –Es demasiado , me digo. Y me veo reflejado anhelante en la pantalla de la caja. Siempre intenta que le cobre yo y se muestra muy simpática, amable y atenta. Esto me halaga. Tengo lo mío, pero a veces me lo olvido en algún otro espejo intoxicado. 

Días atrás me confesó que en un pasado habíamos matcheado en una aplicación de citas. Algo que tranquilamente puede ser cierto ya que anduve por esos pagos mandando corazones exageradamente. Con más pena que gloria. 

Comencé a sospechar que estaba interesada en mí. Siempre me doy cuenta tarde de eso. No soy bueno captando señales. Cuando voy al trabajo, estaciono el auto en el playón del parque España. Sergio, el cuidacoche se toma su laburo en serio y me ordena. Debo estacionar horrible. Sin embargo, lo que más disfruto de dejarlo en ese lugar es que me permite contemplar el Paraná. A esa hora, deshabitado y oliente a petróleo alfombra las islas como si las abrazara. La bruma las esconde a veces. O la garúa que me sienta bien para mi tango interno.

Misterios de lo profundo. El agua marrón, las tanzas que silban, el aroma a países que nunca conoceré. Ocasionalmente, dos barcos de banderas extranjeras anclados arruinan el paisaje con su intenciones de pillaje. Algo bellamente inexplicable es el silencio que llega a aturdirme. La ciudad aún está dormida. Siento que es el contexto ideal para cargarme de la energía que necesito y meterme en la selva por un jornal que me devorará inevitablemente.

Pero ayer el destino quiso que la rubia y yo estacionáramos nuestros autos uno al lado del otro. El cuidacoches me levantó el púlgar 

-¿No estás llegando tarde vos? -subrayó ella con ironía.

-El tiempo es relativo dicen los que saben -me la pegué de interesante con esa frase hecha. ¿Y vos?

-No. Yo vengo a hacer unos trámites.

Caminamos lento por la costa, típica mañana primaveral, una leve brisa apenas nos despeinaba y justificaba nuestras camperas finitas. Entonces sucedió. Lo que siempre me ocurre a mí, ahora lo sufría ella. A saber, cuando me gusta mucho alguien es inevitable que ocurra una torpeza. Desde que tengo uso de razón me he visto desparramado por el suelo, mordiéndome la lengua, hablando normalmente y de repente quedarme sin voz, que de la nada me empiece a sangrar la nariz, o que se me meta un bicho en el ojo y me haga lagrimear a mares y demás catástrofes.

Entonces… Le sucedió. Fue ahí, a metros de las escalinatas del parque España. Ella se despidió y al darse vuelta se puso en la frente la columna de alumbrado público. Los pájaros volaron de sus árboles desconcertados. Fue un cabezazo certero como los de Martin Palermo. Sus anteojos rodearon la columna y fue imposible enderezarlos. 

El fuerte golpe vino acompañado de un bruto moretón y un buen chorro de sangre. Fui hasta el auto por un trapo y nos sentamos en un banco a esperar que afloje el pequeño manantial.

Me contó que los anteojos eran un regalo que su hermano le había enviado de España.

-Pedile que te mande uno con más aumento -y largué la carcajada que hacía minutos pedía salir a gritos de mi cuerpo.

Se ve que no le gustó porque me mandó con dulzura al lugar donde nací. Me contó que su hermano se fue en el 2001, que le costó adaptarse pero que ya estaba bien instalado con casa, familia y trabajo. Precisamente los anteojos eran de Carolina Lemke, una óptica de la plaza de Cataluña en Barcelona, donde él trabaja.

-La semana que viene me voy para allá. Los jefes de él ya dieron el visto bueno así que seremos compañeros de trabajo. Me voy a poder comprar otros. Estoy harta de la incertidumbre de este país. De la inseguridad y la inflación. Siempre intentamos con las mismas recetas. Ganan los de siempre y perdemos nosotros. Yo asentí. 

Me comentó que ella también colecciona amores frustrados, que tiene cierta tendencia a la bipolaridad y se lo atribuye a que es de Géminis. Que no está convencida de lo que va a hacer pero que no tiene nada que perder. Que va a extrañar mucho a sus amigas, al gigante de Arroyito, al parque este, incluso, a esa maldita columna. Nos quedamos en silencio unos minutos eternos. Un rayo de sol le iluminó la cara. Una lágrima amagaba con rodar por su mejilla. En su frente brillaba el moretón, la sangre y grasa de auto. 

Entonces sucedió… No tuve más remedio que enamorarme. Le dije que la comprendía, que también odiaba esas cosas oscuras de nuestro país. Que no me iría porqué sé que no podría vivir extrañando y además, en todo caso, los que se deberían ir son los cipayos. Alguna vez, Manuel Belgrano, dijo que le rompía el corazón al ver las dificultades que se resolverían rápidamente con un poco de amor por la Patria.

-Tengo una prima viviendo en Barcelona y que en unos meses también se va mi ahijada. Donde sea, pero que todos cumplan sus sueños. Hasta que este vaso se vacíe del todo.

-Sos romántico vos. Me gusta eso....

Hubo otro silencio. Ella volvió a insistir.

-Che Maxi, de verdad, ¿vos no vas a llegar muy tarde?

-Yo por un beso estoy dispuesto a todo.

Me miró con ganas, esbozó una sonrisa y cerró los ojos. Comenzaba a sentir su respiración cuando la voz ronca de mi jefe me trajo a la realidad. Era él gigantón interrumpiendo un segundo universal de fortuna. 

-Nene, ¿vos no tenés qué estar trabajando?

-Si vamos al caso usted también…

-Tenés razón. Vamos a tomar un café y nadie vio nada.

-Bueno, pero invíteme usted porque aún no cobramos y más que seco estoy crocante.

-Tranquilo, nene, que yo invito y cobramos mañana.

Ella saludó con la mano. Le deseé suerte en España. Se difuminaba en el paisaje, desaparecía. La bruma, la maldita bruma se la estaba llevando y ya no sangraba.

Hay romances que están destinados a no suceder.