Joyce descubrió tempranamente que su genio no residía en el verso; de modo más concreto y acuciante, dado su carácter ferozmente competitivo, que nunca podría destronar al máximo poeta irlandés de su tiempo, W. B. Yeats. Eso no le impidió mostrarle sus poemas y epifanías al gran hombre, que quedó impresionado, si no por el genio, al menos por la arrogancia del joven, por su invencible seguridad en sí mismo. Las epifanías pueden considerarse un puente entre la poesía y la prosa de Joyce, su modo de pasar de sus versos tempranos a los cuentos y novelas que lo definirían.

“Desde el punto de vista del autor, importa poco si la técnica en cuestión es o no veraz: le ha servido como un puente a través del cual ha hecho marchar sus dieciocho episodios, y una vez que sus tropas han pasado me importa muy poco si el enemigo hace volar el puente por el aire” dijo Joyce a propósito de Ulises. Algo parecido podría decirse de la técnica de las epifanías: una vez que le sirvieron de puente para salvar el abismo entre verso y prosa, y entraron en la obra narrativa, ya no tenía sentido publicarlas como tales. Su destino no sería el de sobrevivir como entidades textuales, o género literario, sino el de ser incorporadas a la narrativa del autor, donde la epifanía opera como una semilla, o mejor aún como el vástago de un injerto: insertada en el contexto de la obra mayor, puede crecer y fructificar sin perder su sabor originario. La epifanía VI, por ejemplo, reaparece en el capítulo 3 del Retrato, en un contexto altamente dramático: Stephen, que ha tenido varias experiencias sexuales con prostitutas a la temprana, para la época, edad de catorce años, asiste a un retiro espiritual en el curso del cual un predicador jesuita lo lleva al terror y al borde de la locura con visiones del infierno:

“¿Era posible que él, Stephen Dedalus, hubiera realizado tales cosas? Su conciencia suspiró por toda respuesta. Sí, las había realizado, en secreto, repugnantemente, una vez y otra vez. Deseaba con toda su alma dejar de oír y de ver, y lo deseó tanto, que por fin la armazón de su cuerpo se puso a temblar bajo la fuerza de su deseo y los sentidos de su alma se cerraron. Se cerraron por un instante, pero se abrieron enseguida. Y vio.

Un campo de hierbajos, de cardos y de matas de ortigas. Entre las matas espesas y ásperas de las plantas yacían innumerables latas viejas y destrozadas y coágulos de materias fecales y montones en espiral de excremento sólido. Un débil reflejo de luz pantanosa se elevaba de toda esta podredumbre a través del gris verdoso de la erizada maleza. Y un mal olor, nauseabundo, débil como la luz, subía en pesadas vedijas de las latas viejas y de la basura añeja y costrosa.

Algunos seres se movían por el campo: uno, tres, seis. Entes errantes, acá, allá. Seres cabrunos con cara humana, frente cornuda y barba rala de un color gris como el del caucho. La perversidad del mal les brillaba en la mirada dura, mientras se movían, acá, allá, arrastrando en pos de sí la larga cola. Un rictus de cruel maldad iluminaba con un resplandor grisáceo sus caras viejas y huesudas. El uno se cubría las costillas con un harapiento chaleco de franela; otro se lamentaba monótonamente porque la barba se le enredaba entre la maleza. Un lenguaje impreciso salía de sus bocas sin saliva, mientras zumbaban en lentos círculos, cada vez más estrechos, dando vueltas y vueltas alrededor del campo, arrastrando las largas colas entre las latas tintineantes…

¡Socorro!

Arrojó enloquecido las coberturas lejos de sí para libertarse la cara y el cuello. Aquel era su infierno. Dios le había permitido ver el infierno que estaba reservado para sus pecados. Un infierno nauseabundo, bestial, perverso, un infierno de demonios cabrunos y lascivos. ¡Para él! ¡Para él! Saltó de la cama. Frente al lavabo una náusea se apoderó de él. Y oprimiéndose con frenesí la frente helada, vomitó en agonía, profusamente”.

La epifanía original, enigmática como un sueño y tal vez inocua, se convierte aquí, no solo por la expansión y la reescritura, sino sobre todo por su inserción en una secuencia, en una bisagra, el punto en el que Stephen se quiebra y su alma se doblega bajo los renovados palmetazos de la iglesia católica de Irlanda.

Otras veces la epifanía reaparece en las novelas como una incrustación, antes que un injerto: se incorpora al texto narrativo con pocas modificaciones, generando un “efecto de realidad” y ejemplificando uno de los más grandes aportes de Joyce a la literatura: no hay objetos ni situaciones más “literarios” que otros, ni más dignos de ser representados: todos, desde el acto de componer un poema al de defecar, reviste la misma dignidad y debe ser puesto en palabras con el mayor de los respetos y cuidados.

*  Fragmento del Prólogo a Epifanías de James Joyce. Esta edición de Interzona recopila las cuarenta "revelaciones" de Joyce que han llegado hasta nuestro tiempo en una edición bilingüe prologada por Carlos Gamerro y con traducción de Marcelo Zabaloy.