La literatura argentina tiene una rica tradición, a medias olvidada, de escritores médicos o médicos escritores. Sebastián Rogelio Ocampo, rosarino, quien presenta un nuevo libro de cuentos mañana a las 19 en el Centro Cultural Atlas (Mitre 645, Rosario), cabe con mérito en esa tradición. Viene a la mente Eduardo Holmberg, pionero del género policial, médico excéntrico en el siglo XIX porteño. Al leer los conmovedores y eficaces relatos que integran Sin estetoscopio (2024, edición de autor), se oye de lejos una voz de detective de novela negra en la recurrente figura del narrador: un médico a domicilio que entra y sale de las intimidades hogareñas ajenas bajo la investidura de su delantal blanco, que lo autoriza tanto como lo aísla. Y que también porta su propio dolor, el del desconsuelo por el propio hogar perdido. En los bordes sufrientes entre el profesional y el hombre se traman espacios profundos de lo humano. Y las preguntas resuenan en un realismo social, como si en lo que estamos leyendo se reuniera el detective Marlowe de Raymond Chandler con los desangelados pobres del universo de Charles Bukowski.
Desde un revelador prólogo, Ocampo erige a sus maestros: entre ellos, el más cercano es el escritor rosarino Jorge Barquero, a quien rescata de un injusto olvido. Lector y autor generoso de una picaresca no exenta de dramatismo, rica en palabras de la calle y en honda transmisión de experiencia de vida, Barquero lo inspiró desde la letra de su obra y la charla viva entre pares. O de maestro a discípulo, si "JAB" (así firmaba) hubiera admitido tal asimetría. "Hay que escribir desde las tripas, de lo contrario uno repite bibliotecas, me decía Jorge", dice Ocampo en su prólogo, y también: "Escribí estos cuentos con la necesidad de contarle al mundo que los doctores nos entregamos plenos en el acto médico pero que también nos pasan cosas". Cuenta allí que los escribió "durante las guardias", mientras "trabajaba en un vehículo como médico a domicilio. Lo que hacía era atender y entre paciente y paciente solía parar en alguna estación de servicio con cyber y escribir". La referencia al cyber los fecha en el cambio de siglo. Y la llaneza coloquial del lenguaje aflora en los cuentos, a los que imbuye de vida vivida.
En su ensayo Sobre Raymond Chandler, Fredric Jameson plantea una función de la figura del detective como nexo entre clases sociales que ya no se comunican entre sí: "a través de sus ojos llegamos a ver la sociedad como un todo". A través de su punto de vista -afirma- nos llega una visión detallada, documental, de los interiores inaccesibles al ciudadano medio: los de la pobreza, o los de la riqueza. Al igual que aquel detective, el médico de Ocampo interroga; al igual que el detective, encuentra el mal, pero no donde lo mandaron a buscarlo. A diferencia del detective, tiene mucha empatía. La fuente del dolor, una y otra vez ante cada caso, no son las patologías aprendidas en la universidad sino la condición humana, más las condiciones materiales de explotación que generan una injusta pobreza. Llega allí sin panfleto y sin arma. El médico de ficción, ¿un alter ego? lleva las iniciales del autor: su nombre de pila es Santiago y su apellido alterna entre dos criollos que empiezan con O. Solo dos veces da el nombre. A veces está casado, a veces está divorciándose, a veces está dolorosamente separado. Oculta y a veces muestra un pasado que lo avergüenza, cuando el paciente fue él. No lo leemos como personajes distintos sino como uno solo en diversos momentos de su vida. Su vocación explícita por aliviar el dolor va unida a una afectuosa curiosidad. Uno piensa también en otro médico escritor o escritor médico: el neurólogo Oliver Sacks. Solo que Sebastián/Santiago no presenta casos. Se presenta él, el hombre medicina, como dicen las malas traducciones de "medicine man". Va al territorio, obra en él y se deja afectar.
Todos los cuentos siguen una suerte de protocolo. Esto va sumando expectativa: en tan pocas páginas, Ocampo ha forjado algo así como un subgénero propio. Al comienzo se sitúa el narrador en el lugar donde recibe la llamada: una fiesta familiar de año nuevo, un solitario cyber. Delinea el caso a donde lo mandan. Siempre dedica un párrafo a la descripción naturalista de la casa a donde llega. Siempre son casas pobres, y el lector aprende pronto a aguardar estas breves viñetas tan vívidas, pequeñas obras maestras de la unidad de efecto. Después se da el contacto profesional. Enseguida empieza a resquebrajarse la distancia: algo de lo subjetivo del médico aflora y se conecta con lo subjetivo del paciente. Ese espacio de encuentro imprevisto puede ser sanador, o un viaje al pasado. La ética sigue intacta, y la moral también. Lo que se ha logrado rodear o atravesar es esa gruesa costra de materialismo positivista que encorseta a la medicina. Y al fin llega la epifanía. Y algunos finales son de una contundencia que deja temblando.
¿Sanador, para quién? Para ambos, médico y paciente. Y para quien los lea. El hombre medicina de Sebastián Ocampo responde al arquetipo de Quirón, el sanador herido: abundan en su interioridad -revelada mediante la escritura, más bien oculta a los otros personajes del relato- las autoagresiones, los arrepentimientos, las llagas emocionales. Mientras que los sufrimientos de los pacientes quedan arropados en el bálsamo de la compasión del médico, este carece de compasión para consigo mismo. La violencia familiar irrumpe desde la memoria, narrada en oraciones contundentemente breves desde el perpetrador y su culpa inútil. Lo mismo hace la propia enfermedad del pasado vergonzante. Sin embargo, algo que nos dejan todos estos relatos es la confianza en que el médico puede comprender a sus pacientes porque ha sufrido tanto como ellos. Y nos hace bien que exponga sus imperfecciones. No es Dios, solo un hombre de fe.
Sebastián Rogelio Ocampo es también autor de ¿Querés que juguemos? y de El verano más largo del mundo (Río Ancho Ediciones, 2013), inspirado en anécdotas de la infancia de su padre en un pueblo de Jujuy, libro que es casi un Tom Sawyer y Huck Finn criollo. Participa desde 2023 en el taller de clínica de obra grupal Polvareda, que organiza el ciclo de lecturas Un lugar limpio y bien iluminado. Como gestor cultural fue además coordinador de las segundas Jornadas de Literatura y Salud mental del SAMEC, en 2014. Fue docente del taller literario de la cárcel de menores de Rosario durante el año 2016.
"Y sonrió con ganas, fue como una grieta que se abrió y de donde salió un resplandor, y recordé que claro, por supuesto, Mario ponía música en los asaltos. Se me vino una imagen a la cabeza: música, luces que van y vienen, pibes y pibas, bailando, fumando, olor a tabaco, a perfume de mujer, música al palo, pop, rock nacional, cumbia también, pibes y pibas, charlando, riendo, bebidas yendo y viniendo, una soberana botella de ron, vino, sangría, cerveza, y la música, y las luces, rojas, azules, amarillas, y en el centro de la fiesta Mario Ollero. Mario Ollero con esa sonrisa que tenía ahora, y me decía: soy disc jockey", escribe Ocampo en su cuento "La sonrisa", el octavo de los veinte, preparando el gran remate: "Le hice el inyectable para las náuseas, me terminé la gaseosa y me fui".