Desde el momento en que la conocí, pasaron diecinueve días; desde la noche en la que escribí mi celular en una servilleta de papel, pidiéndole al mozo amigo si podía acercarla hasta la mesa que le señalaba, aclarándole que no dijera quién la había mandado, habían pasado diecinueve días. Tenía la intuición de que ella iba a saber, tal vez por mi manera de mirarla, no del todo consciente. Ahora, en un sábado tardío de julio, después de bañarnos, decidimos que tirarnos en la cama y mirar algo en el televisor era un buen plan, tan bueno como salir a consumir horas de sol y gracia en este invierno de temperaturas inestables, frustraciones mundiales, emociones completamente inesperadas. Los dos estábamos adentro.

Mientras paseaba con el control remoto por la plataforma de películas, leyendo sinopsis, pispeando trailers de reojo, le dije que no sentía más ganas de escribir sobre el pasado; quería imaginar recuerdos en torno a una película que no había visto, salir fuera de mí, perderme un poco. Y estuvo bien mientras duró ese anhelo, fue estimulante, difícil de precisar, como inventarse un merodeo que amenaza liberarte y te termina devolviendo al punto de partida; pero ¿cómo saber bien dónde algo empieza, y cuál sería ese punto? Los budistas mahayana tienen esa noción fascinante del origen condicionado: cualquier cosa o fenómeno se origina a partir de otras cosas o fenómenos y depende de éstos, que, además de considerarse causa del hecho producido, son a su vez el resultado de otras causas y condiciones. Nadie nunca es un origen, con suerte y tiempo quizá lleguemos a sentir que vamos escalando hacia un principio, con intención de cumbre. Imprescindible en un momento como este. Por eso, después de leer la ficha que la presentaba, después de escuchar la voz en off de May recordando su curiosidad por saber qué era el sol mientras la luz naranja de un atardecer en Beirut resaltaba unos cedros surgiendo entre las fachadas del Líbano, me pareció que La anabasis de May y Fusako Shigenobu, Masao Adachi y 27 años sin imágenes era una película que podíamos mirar. Duraba, aparte, apenas una hora. Ella estuvo de acuerdo. Teníamos temas e intereses en común. Ya habíamos experimentado el vértigo de ciertas coincidencias.

No sabíamos nada de su director, Eric Baudelaire, tampoco de cada una de las personas involucradas en el título. Luego, cuando la voz en off de Masao Adachi empezó a recapitular una biografía sesgada de su vida y obra, reconocí que era el guionista de algunas películas del sesenta que había visto, después de googlearlo y luego de que se mencionara, junto a otros cineastas, a Nagisa Oshima como pista. Su cine se desprendía de un viraje de la industria cinematográfica japonesa, en la que algunas productoras independientes intentaban promover y asimilar técnicas y motivos a imagen y semejanza de la nouvelle vague francesa, nuberu vagu en términos nipones; Adachi tenía la mira puesta en la construcción de una trinchera visual donde se experimentaran nuevas formas de mirar la realidad inasimilable, polarizándola a fuerza de filiaciones radicales. Digamos que sus películas más singulares, A.K.A. Serial killer, El éxtasis de los ángeles o Ejército Rojo/PLFP: declaración mundial de guerra –que por supuesto terminé mirando a mi pesar, cautivado por una curiosidad visual e histórica morbosa– eran eso que se pensaba a la espera de las acciones de la lucha armada que llevaba la organización a la que pertenecía, el Ejército Rojo Japonés, varios de cuyos miembros parecían “poseídos por un furor homicida”. Planear atentados es como escribir un guión, dice en un momento. Cuando volvían los compañeros de una misión puntual, repasaba sus acciones y pensaba en cómo lo haría si se tratara de una película. Lo que imaginaba era menos potente que las cosas que pasaban en la realidad, dice después, un poco como nos pasa a ahora a nosotros, pensaba yo, en este trance de atracción intensa que es casi un gesto de vanguardia emocional. ¿Pueden mezclarse así los temas? Más que apuntar hacia los protagonistas de los hechos, había que girar la cámara ciento ochenta grados hacia atrás. ¿Por qué mejor no enfocarse en los espacios que habitamos? ¿Pero quién podría hacerlo desconsiderando los acontecimientos que nos sacan de quicio? Los dos acá, mirando un documental en una especie de refugio mientras en la pantalla vemos, con esa pátina estilizante de las imágenes en súper 8, campos de refugiados en Beirut. Este es un caso de la literalidad de las imágenes contra las formas figuradas en que solemos expresarnos. Funcionamos, parece ser, a fuerza de omisiones. Y terminamos siendo funcionales, por supuesto. Y así y todo...

Fukeiron, en traducción aproximada “teoría del paisaje”, es una técnica que los cineastas documentalistas como Adachi fueron desarrollando hacia finales del sesenta para invertir los recursos formales que caracterizaron al típico documental militante de época, en el que las fuerzas antagónicas desplegaban estereotipos de confrontación (estudiantes/policía, por ejemplo) bajo el amparo de un marco narrativo que establecía de manera inamovible ciertos roles. Quería hacer una película sobre cómo este país y sus magníficos paisajes oprimen a la gente, dice sobre A.K.A. asesino serial; queríamos demostrar cómo el poder toma la forma del paisaje urbano, pensar en cómo el paisaje refleja la imagen del poder en la sociedad. Hay que considerar, para contextualizar estas decisiones formales, que a principios de los sesenta el promedio de los habitantes de Tokio que tenían un televisor en el hogar pasó de dos millones a diez millones, y que hacia finales de esa década varios de los enfrentamientos entre los estudiantes y la policía se transmitían en los noticieros con picos de audiencia. Cambiar los modos de mostrar era fundamental. Así como también renovar esa teoría del paisaje, tal como lo hace Eric Baudelaire, con sus imágenes de Beirut. Desde que hice La anábasis, cuenta Baudelaire, me acechó la idea de ir probando rigurosamente la teoría del paisaje, no como una provocación, sino como un modo sincero de hacer una película. La usé porque acepté que era fallida, inexacta, que ofrecía más preguntas que respuestas, y esa es la única posición que puedo adoptar al momento de hacer películas como esta. El paisaje nos da un testimonio de nuestras propias omisiones, registra nuestro olvido, pero eso ya no sé bien si lo estoy pensando yo o lo dice él. Es difícil saber dónde estamos parados.

La cuestión del acá y el allá quizá sea diferente en términos geográficos, dice Adiachi hacia el final de la película, pero ahora solo creo que existe el “acá”. Si estás en Medio Oriente, Medio Oriente es el “acá”. Donde sea que estés, solo está el “acá”. La gente va detrás de sus sueños a otra parte, pero esos sueños solo existen en el corazón. Solo se trata de ir en pos de un “acá” a otra parte... Mientras transcribo estas palabras, Israel empieza el bombardeo de Beirut. Voy a la habitación a contárselo. Tiene en la mano una taza de té.

Nahuel Lardies nació en Buenos Aires en 1987, pero vivió sus primeros 18 años en Neuquén. Álbum, su primer libro de poemas, fue publicado por la editorial Caleta Olivia en 2021. Acaba de terminar Falso coral, su segundo libro de poemas.