Yo pasaba los veranos en una casa que no era mía, pero sucedía que mi familia no tenía pileta y nuestra vecina Delia sí, más bien tenía un tanque australiano que con la lluvia juntaba sapos y se ponía verde. Delia, mujer viuda y jubilada, daba clases particulares de matemáticas en su casa y tenía una sobrina, Guadalupe, con la que yo iba a la escuela y por la tarde hacía las tareas. 

La cuestión es que como los veranos resultaban muy calurosos y papá y mamá parecían no sufrir semejante temperatura gracias a la máxima potencia de su ventilador, Facundo, el hijo de Delia, que por entonces tendría unos diecisiete años y estaba loco como una cabra loca, salía de trabajar y nos buscaba a Guadalupe y a mí en casa de Delia, que también era su casa, y en la chata nos llevaba hasta el campo, a unos cuarenta minutos del pueblo. Facundo vivía en un departamento en el jardín de Delia al que se accedía por una escalera caracol y desde el que podía verse todo el barrio en altura, incluyendo el jardín de mi casa. La chata en la que nos buscaba no tenía ni papeles ni cinturones de seguridad, pero mamá confiaba plenamente en el hijo de Delita porque los vecinos comentaban que por las noches, desde su departamento, vigilaba el barrio escopeta en mano y que ya un par de veces había espantado a algún que otro ladrón. 

Facundo era algo así como un héroe, y Guadalupe estaba enamoradísima de él. Cómo te va a gustar tu primo, Guada, qué asco, le decía yo, pero ella me trataba de envidioso porque lo que yo llamaba barba eran un par de pelos duros que ante la perfección de Facundo no tenían ni para empezar. Yo todavía no tendré barba, pero vos vas a tener hijos deformes, hijos que además van a ser tus sobrinos segundos, le decía yo, pero ella no me hacía caso y cada vez que el primo nos pasaba a buscar me hacía ocupar el lugar de la ventana para ir pegada a su héroe.

Por aquellos días, febrero en el pueblo era fiesta y carnaval. Nuestro corsódromo nada tenía que envidiarle al de Gualeguaychú, y teníamos una feria artesanal que daba toda la vuelta al parque, primero los puestos de comida con unos choripanes buenísimos, sobre la mitad del camino los puestos de artesanías locales donde mi tía Clara solía instalarse con su bijouterie y llegando al final, el parque de diversiones con una cantidad de juegos de no creer. La mayor atracción de la noche era el juego del sapo, animal de poderes mágicos muy venerado por la cultura Inca. Según la abuela y la leyenda, en los días festivos la gente tiraba al lago piezas de oro, esperando que un sapo saltara y las comiera, porque si eso pasaba el sapo se volvería de oro y le concedería un deseo al tirador. Te imaginás, le dije yo a Guadalupe esa tarde, de todas las cosas que existen en el mundo podés pedir lo que quieras, un viaje, un auto, un superpoder, una novia, todas las golosinas del mundo, una pileta, ser rico... Pero entonces Guada, con aires de superación, sentada al borde del tanque con los pies colgando, me dijo que seguro ella usaría su deseo para pedir que Facundo no sea su primo y así poder ser su novia. ¿Vos qué pedirías?, me preguntó mientras se soltaba el pelo. No sé, le dije yo, y ella se apretó la nariz con una mano, se tiró al tanque y nadó hasta el otro lado, lejos del que tal vez fuera a convertirse en el próximo héroe del pueblo.

Lo lindo del verano era salir del tanque con los dedos como pasas de uva, los ojos rojos y el hambre de un león que solo podía calmarse gracias a la espectacular merienda que Delia nos tenía preparada. Con la Cindor bien fresquita y las magdalenas caseras rellenas con dulce de leche que hacía Delia yo hubiera podido marchar a cualquier guerra. A dónde vas a ir vos, bigote de leche, me decía Facundo, y Guada se reía. Dejá de decirle esas cosas al chico, decía Delia mientras se cortaba las uñas con un alicate, y Guada miraba a ese fracasado con admiración, mientras él tomaba mate y le contaba a ella pelotudeces sobre el campo que no le importaban a nadie. Claro que ví la luz mala, pero más malo soy yo, decía él con las piernas cruzadas sobre la mesa y las patas sucias.

Esa tarde, antes de ir a la feria, Delia nos pidió que la ayudáramos a juntar ciruelas para hacer mermelada que luego vendería y a nosotros nos pareció divertido porque la cosa era arrancarlas del árbol y desde lejos tirarlas al tanque para enfriarlas un poco, porque según Delia comerlas calientes era cagadera asegurada. Yo iba a buscar la escalera a uno de los galpones donde guardaban las herramientas de trabajo para después sostenerla mientras Guadalupe arrancaba las ciruelas, pero en el camino me crucé con Facundo y me dijo que de la escalera se ocupaba él, que yo no iba a tener tanta fuerza. A ver, dame, manos de manteca, me dijo, porque sino vamos a irnos del campo el día del arquero y se la dí. No volví a los ciruelos porque Facundo tenía razón, si él hacía el trabajo seguro terminabamos más rápido. Me fui a caminar por ahí, con el sol a la rastra y la cara roja, pensando que seguro al volver mamá iba a cagarme a pedos por no ponerme protector. Ni se te ocurra olvidarte de ponerte protector, me dijo cuando salí y yo, embobado con Guadalupe, ni me acordé. Caminé un largo rato entre los yuyos pero sin alejarme demasiado, y entre los huesos de vaca encontré los cardos amarillos que la abuela llamaba flores de sapo. Junté un par y me las guardé en el bolsillo de la malla, confiado en que por la noche me traerían suerte, aunque por dentro la voz de la abuela me decía soltá eso, nene, que le sacás a los sapos su comida.

A eso de las siete juntamos las cosas y Delia puso en marcha la chata para volver a casa, pero dejó a Facundo en el campo para que hiciera unos trabajitos, así que por suerte, ese salame no volvió con nosotros. Qué lástima, le dijo Guadalupe desde la ventana de la camioneta, te vas a perder la noche de feria. Sí, qué lástima, dije yo y él me miró con una bronca tremenda pero no dijo nada, saludó a Delia y se metió en la casa. Al llegar, primero pasamos por lo de Guadalupe y después seguimos camino a mi casa. Te voy a reventar, me dijo mamá entredientes cuando me vió bajar de la chata todo quemado, pero por suerte Delia la atajó con una bolsa con ciruelas y a mamá se le iluminó la cara. ¡Grande, Delita!

Me dí una ducha, me puse bastante perfume y até con un hilo las flores arrancadas en el campo. En el juego del sapo papá y su puntería se disputaban un buen premio y mamá debía saberlo porque estaba más nerviosa que nunca. Dos jugadores, cinco agujeros, un molinete, algunos obstáculos y la boca del sapo. El puntaje ganador lo acordaban los participantes, pero las reglas ya estaban desde el principio y la más importante era que estaba prohibido distraer o acercarse al tirador. Monedas en mano, las usé como excusa para pedirle a mamá que me dejara ir a buscar a Guadalupe al puesto en el que Delia vendía las mermeladas. Después de que mamá me dijera que sí con tal de no ponerla más nerviosa, convencí a Delia para llevarme un rato a Guadalupe al lago que estaba un poco más allá de la feria. Guada es muy chica para trabajar, le dije a Delia cruzado de brazos, y acá hay un montón de juegos divertidos, no seas mala onda, un rato nada más. Con eso Guada se sonrojó y Delia soltó una carcajada. Bueno, vayan, me dijo, pero no se acerquen al agua y vos Guada no manchés ese vestido precioso.

Con la chica de mis sueños, corrimos entre la gente y, ya al borde del lago, saqué las monedas que me había dado papá y tiré las flores en la orilla con la ilusión de que algún sapo se acercara. No van a venir, me dijo una Guada triste, ya hace mucho que estamos acá y Delia se va a enojar si no volvemos. Yo no sé si fue el destino o qué, pero en ese preciso momento apareció un sapo gordo como una bombucha. Nos agarramos de las manos, pedimos nuestros deseos en silencio y tiramos nuestras monedas. No sé cómo funciona esto pero el bicho, desesperado, alcanzó a agarrar la mía y después cayó de panza al agua y desapareció. ¿Te puedo dar un beso?, me dijo de pronto Guadalupe, y yo, feliz de la vida, le dije que sí.

Esa noche me acosté ansioso, deseando que llegara el sábado para ver a Guada. Por la mañana me levanté temprano, preparé la mochila y me senté en la vereda a esperar que la chata estacionara en lo de Delia, pero la chata nunca llegó y mamá, al borde del llanto, salió de casa para decirme que ese día no íbamos a ir al campo porque Facundo había muerto. Papá trató de explicarme que Facundo se había electrocutado con una columna caída que tenía corriente y me dijo que, si yo quería, más tarde podíamos ir a ver a Guada que estaba muy triste. Yo le dije que no pero porque la culpa me comía vivo. Me saqué la malla, desarmé la mochila, le pregunté a mamá si esa tarde podía dormir la siesta con ellos y, tirado en un colchón en el piso, con el ruido del ventilador a máxima potencia, aproveché a tapar el llanto, la impotencia de no tener lo que por aquel entonces se necesitaba para ser el héroe del pueblo.