El mal no existe                              7 puntos

Aku wa sonzai shinai; Japón, 2023.

Dirección, guion y montaje: Ryusuke Hamaguchi.

Fotografía: Yoshio Kitagawa.

Música: Eiko Ishibashi.

Intérpretes: Hitoshi Omika, Ryo Nishikawa, Ryuji Kosaka, Ayaka Shibutani, Hazuki Kikuchi, Hiroyuki Miura.

Duración: 106 minutos.

Estreno en salas únicamente.

Debe haber pocos neologismos tan desagradables –y con tanta carga simbólica de época- como “glamping”, esa contracción anglosajona que subsume la vieja idea de salir de camping pero disfrutando del glamour y el confort de un hotel cinco estrellas. Claro, ese privilegio tiene su precio, y no solo para los nuevos ricos que estén en condiciones de pagarlo. También para las localidades rurales que viven en armonía con la naturaleza hasta que un “emprendimiento” de este tipo viene a alterar sus rutinas y modos de vida.

Esa clásica tensión entre modernidad y tradición, entre el prometido progreso económico y el respeto por la naturaleza está en el centro de El mal no existe, la película más reciente del realizador japonés Ryusuke Hamaguchi, que se hizo famoso con su largometraje inmediatamente anterior, Drive My Car, Oscar a la Mejor Película Internacional, inspirado en relatos de Hanuki Murakami, pero que ya tenía una valiosa obra previa, primero como documentalista y luego también en el campo de la ficción, con la estupenda La rueda de la fortuna y la fantasía, Gran Premio del Jurado de la Berlinale 2021.

El nuevo film de Hamaguchi hace foco en el leñador Takumi (Hitoshi Omika) y su pequeña hija Hana (Ryo Nishikawa), a quien el padre le enseña diariamente los secretos del bosque, desde el nombre de cada uno de los árboles hasta el comportamiento de los ciervos salvajes, que son tímidos y evitan el contacto con el hombre, pero que pueden llegar a ser agresivos si son heridos o se sienten en peligro. Alrededor de Takumi y Hana no hay madre a la vista –el carácter hosco y taciturno del padre hace suponer un indeterminado hecho traumático, no especificado- pero ambos se sienten acompañados y contenidos por algunos amigos del pueblo, entre ellos el responsable de la comunidad, un viejo amable y sabio que valora los tesoros que la pequeña Hana le lleva de regalo de sus paseos por el bosque, como una vistosa pluma de faisán.

Esa idílica paz no tardará en romperse cuando desde Tokio lleguen dos promotores con un proyecto de “glamping”, que ponen a consideración de la pequeña población local en una reunión informativa que derivará en algo más que eso. Sucede que los habitantes del lugar son pocos y amables, al modo protocolar oriental, pero también son firmes en sus convicciones y están muy al tanto del daño ambiental que podría provocar ese desarrollo turístico que solamente busca el provecho económico. 

Es así que esa suerte de asamblea, donde los promotores conceden que no han ido suficientemente preparados, se convierte en la mejor escena de la película, porque está escrita de modo tal que Hamaguchi –que en La rueda de la fortuna y la fantasía se había revelado como un sólido dramaturgo- le brinda a cada uno de los personajes la posibilidad de que exponga sus razones, incluso los recién llegados, que están lejos del estereotipo, como lo demuestra una extensa escena posterior, a bordo de un auto, como en Drive My Car

Pero Hamaguchi es también un cineasta ambicioso que -al menos desde Drive My Car- aspira a decir siempre mucho más que aquello que está a la vista en la superficie. Hay cierto misterio en el modo en el que describe esa pequeña comunidad –que recuerda a alguno de sus primeros documentales, como Storytellers (2013), sobre los relatos orales y el folclore rural japonés- pero sobre todo hay un determinismo trágico, ya ostensible en su film anterior, que la enfática, solemne música de la compositora Eiko Ishibashi no hace sino subrayar, desde el prólogo mismo del film.

Ciertas señales que el director va dejando como si fueran migas en el bosque –el sonido de unos disparos de cazadores lejanos, una gota de sangre en una rama, una pluma abandonada- no preanuncian nada bueno. Y el final, que obviamente conviene no revelar, Hamaguchi lo convierte deliberadamente en un acertijo, donde cada espectador podrá elegir su versión de lo sucedido. Sobre lo que no caben dudas es que el llamado “glamping” no es bueno para nadie salvo para quienes saben lucrar con la superficialidad de la época.