De nuevo, el recuerdo de una máxima freudiana --pues si a Lacan se le daban los aforismos, a Freud le iban las máximas-- me asalta al leer un tuit --¿o habrá que inventar otro verbo para decir lo que hacemos en las redes sociales, eso que se parece poco a la lectura por su temporalidad de instante sin consecuencias? Retomo: leo un tuit en el que una representante de los feminismos, comprometida y famosa, se refiere a las recientes condenas por abuso sexual de dos personajes poderosos, y concluye: “Se les acabó la impunidad. Fin.” 

Y enseguida pienso: punto para Adorni. Lo escribo en un tuit que nadie lee, pues no suelo usar esa red para escribir, sino para enterarme de noticias y trendingtopics, también para intentar reírme un poco ante esta realidad nefasta. 

Digo en el tuit: Cada vez que alguien cita esa muletilla horrible, les confiere poder sobre algo tan fundamental como es el uso de las palabras. Y ahí, pegadita, la máxima freudiana, según la versión de López Ballesteros, que esta vez logra la contundencia que le falta a Etcheverry: “(...) se empieza por ceder en las palabras y se acaba a veces por ceder en las cosas”[1]. Y Freud lo dice, nada más y nada menos, que en el capítulo IV de Psicología de las masas y análisis de yo, cuando se ve llevado a retomar la sugestión y la hipnosis, que signaron sus inicios y de cuyo poder abjuró para inventar el dispositivo analítico. 

Una reflexión sobre las masas y suseducción irresistible no podría obviarlas, claro, pero hoy, un siglo más tarde, se quedan cortas para explicar el influjo que las redes sociales ejercen. 

Una hipótesis: mientras la masa freudiana se unificaba en torno a un Otro, las masas contemporáneas que se agitan fantasmagóricamente en las redes se nutren de la iteración del Uno que ellas perpetúan, cortocircuitando al Otro, que entonces deviene lo Otro a chicanear, devaluar, exponer, difamar, hostigar, injuriar, insultar, agraviar, agredir, violentar y todos los matices que se aplanan con el término de la jerga, trollear. O a la inversa: la adulación boba del conteo de likes, seguidores y audiencia de streamings, las palabras elogiosas y vacuas martilladas sin tregua, en suma, el modo influencer de un Otro de pacotilla.

Está claro que en las palabras cedimos hace rato, pues lo antepuesto es sólo la punta del iceberg de la degradación generalizada a la que asistimos, y entonces aquí estamos, entregando las cosas, “todo por dos pesos”.

Como practicantes del psicoanálisis, abocados a una experiencia que sigue siendo tributaria de la función y campo de la palabra, el lenguaje, y agreguemos, lalengua, la problemática nos concierne de lleno. Valdría la pena, quizás, hacer el inventario, o por qué no, un estudio riguroso, de los modos en que las redes formatean los usos del lenguaje y la lengua, y describir toda la artillería de operaciones mutiladoras al servicio de aplastar la enunciación, desdibujar las gradaciones poéticas y las resonancias, obliterar el vacío entre las palabras y la cadencia que abre intervalo, borrar la sutileza de los matices, para quedarse con una jerga holofraseada, de verbos empobrecidos y muletillas estupidizantes, slogans y remates repetidos hasta el hartazgo, y la ironía hipostasiada devenida consumo, nuevo reducto para las almas bellas. Valdría la pena también que antepongamos a ese estudio una reflexión sobre el modo en que nos insertamos en esas redes y los usos que hacemos de ellas.

Ana Cecilia González es psicoanalista en Buenos Aires. Miembro de la Asociación Mundial del Psicoanálisis y la Escuela de la Orientación Lacaniana. Dra. en Filosofía por la Universidad Autónoma de Barcelona.

Nota:

[1] Freud S., Psicología de las masas, Tomo I, López Ballesteros, 1967, p. 1136.