La isla Martín García guarda uno de los episodios más crueles de nuestrol siglo XIX. Hoy nada indica que por allí pasaron cientos de hombres, mujeres y niños de las Primeras Naciones, apresados por los grillos civilizatorios. Apenas queda un horno que se consumió a los enfermos y a las mujeres blancas que habían tenido hijos con indígenas. Por considerarlas “impuras”.

La actual reserva natural tiene una extensión de 168 hectáreas y una flora y fauna protegida. Pero no siempre fue así con sus habitantes transitorios. La isla tuvo su época de holocausto. Uno de los protagonistas fue el longko Pincén, de quien aún se ignora cuándo y dónde murió. Un hombre que resistió hasta donde le dieron las fuerzas. Fue un gran estratega y a comienzos de 1870 su popularidad había crecido tanto, que los fortineros tenían baqueanos especializados en leer rastros para poder dar con el cacique.

Es conocida su maniobra llevada a cabo en el fuerte General Paz, donde guiando a la yegua madrina, se llevó la caballada completa dejando a los soldados de a pie. Quizás en las tolderías ya estaban hartos de que los soldados, cuando ya se comían la suela de los zapatos por la falta de paga, salieran a robar sus sembradíos de papas y zapallos. La tropa de ese fortín era dirigida por Hilario Lagos, a quien no le hizo ninguna gracia que le llevaran los pingos y salió enfurecido a buscarlos. Sabía perfectamente quien había sido y donde encontrarlos.

A mediados de noviembre de 1872 la soldadesca se metió con furia en el territorio de Pincén y aprovechando que en los toldos la mayoría eran mujeres, niños y viejos, se llevaron prisioneros alrededor de sesenta personas. Traslado forzoso a la siniestra isla Martín García. A Pincén no le quedó más remedio que pactar, enviando una comisión al fuerte General Paz en diciembre. En 1873 firmó un tratado de paz para poder recuperar a su familia.

En ese momento, el estado argentino estuvo representado por el coronel Francisco Borges. Ese “tratado de paz” nunca se cumplió, pactaba cosas que los blancos sabían que jamás cumplirían. Aunque escrito sonaba bonito eso de “Proteger y amparar la residencia tranquila y permanente de los caciques capitanejos y sus tribus”. El estado ya tenía planeado “limpiarlos” literalmente del territorio de cualquier manera posible. Entre otras falacias, el tratado que Borges firmó el 3 de marzo de 1873, hablaba de “respetar el territorio habitado por los caciques y sus familias” y básicamente prometía no invadirlos de gusto para que pudieran vivir en paz.

También se hicieron presentes los caciques Bernardo Namuncurá (Pie de piedra) y Nahuel Payún (Tigre barbeado). Todo esto fue para liberar a los apresados que eran utilizados por las autoridades nacionales como rehenes, o meras prendas de negociación. Sabían que, si tenían a las familias de los principales caciques, sería más fácil que cedieran a cualquier pedido con tal de volver a reencontrarse. La frontera “civilizatoria” debía avanzar y los líderes guerreros eran un impedimento constante para la política de la época.

La expedición de Roca en 1878 lo encontró a Pincén desprevenido. Fue apresado por el joven teniente Solís, quien se presentó ante el general Conrado Villegas, que no salía de su asombro y felicidad al tener un trofeo de guerra que mostrar en Buenos Aires. Villegas se ocupó de informar a toda la prensa, que corrió la voz sobre la llegada de Pincén a los cuarteles de Retiro. Fue fotografiado por Antonio Pozzo, alguien allegado a Roca, quien pidió al longko que se sacara el makún y se quedara solo con un chiripá y las botas de potro. La foto que Pozzo quería mostrar era la del “salvaje reducido”, con el torso desnudo y flaco. Pincén sosteniendo su lanza con ambas manos pidió despedirse de su familia, pensando que lo iban a fusilar. Según se cuenta en la tradición oral, esa lanza sigue siendo un trofeo extra de la civilización terrateniente.

Cuentan los mayores que cuando lo apresaron, antes de ir al fuerte Federación, hoy Junín, a Pincén lo pasearon por el Fuerte General Lavalle, actual General Pinto. Al pasar el puente levadizo las mujeres en llanto “se despojaban de sus joyas de plata y las arrojaban”. Lo cierto es que cuando apresaban a un longko y su familia, lo primero que hacían los soldados era quedarse con las alhajas de plata, ya que el sueldo no llegaba y un buen botín de plata servía lo mismo para vender. Es decir, que le quitaban a la fuerza los pectorales y trarilongos (vinchas) por eso en las fotografías de la época se las ve con un lienzo de tela, ya que les habían robado todo.

En la isla donde también había misioneros estaba mal visto que las parejas estuvieran casadas “a lo indio”. Se los obligó a formalizar las uniones. Pincén tuvo que casarse y dejar constancia de ello. El longko se casó a los 55 años con Laitu, otra cautiva nacida en Chazileufú (Río salado). El cacique Epumer Rosas hizo lo propio, a los 65 años, con Rosita Rupayghur (Zorro que sale) de 40.

En enero 1880 el jefe de la Isla, Coronel Donato Alvarez dispuso que se les corte el pelo a los hombres y mujeres. Para las Primeras Naciones, tener el cabello largo es símbolo de entereza, seguridad, carácter. Hombres y mujeres cuidaban y cuidan su cabellera con mucha dedicación. Ante esta decisión arbitraria los longko Pincén, Epumer, Cañumil y Melideo se rebelaron y resistieron a que les cortasen el cabello a sus hijos. Pero no salió bien. Fueron engrillados y también a ellos les cortaron sus cabelleras hasta la altura de las orejas, tal como se ve en las fotos de la época. Pasaron cinco meses con los grillos puestos hasta que el 1 de junio de 1880 se le ordenó al segundo jefe de la isla, el coronel Matoso, quitárselos.

En su encierro Pincén enfermó gravemente a causa de un tumor. Fue catalogado entre los “indios inútiles o débiles” por no estar apto para trabajos físicos o para ser remitido a otro punto del país como mano de obra esclava, a los ingenios azucareros, por ejemplo. Dos años después fue liberado y cuentan que él mismo pidió ir a vivir a El Dorado, en el partido de Leandro N. Alem. Allí vivía Pablo Vargas, un hombre que había sido su enemigo acérrimo en la llanura pampeana pero sabía hablar mapuzungún y era alguien con quien tenían mucho que conversar. Al amparo de su rancho y al lado de la laguna, recordaban episodios llenos de aventura.

Los veteranos tuvieron largas charlas hasta que un día a Pincén lo fueron a buscar para apresarlo nuevamente. Se lo acusaba injustamente del asesinato de William Mc Clymont en Luan Lauquen (Laguna del guanaco). El escocés era un estanciero adinerado que vivía en Cañuelas, muy lejos de donde se encontraba Pincén. Fue asesinado junto con su amigo Andrew Purvis por un ajuste de cuentas. Nada tuvo que ver Pincén en esta pero como había que culpar a alguien, el viejo cacique volvió con uno de sus hijos prisionero a la isla Martín García en mayo de 1883.

En el mes de noviembre se comunicó la fuga de Pincén. Junto con un marinero desertor salió de la isla en bote junto con otros prisioneros. Fueron encontrados en Uruguay y ni bien los apresaron los engrillaron a todos, salvo al longko. Recién en 1886 fue dejado en completa libertad y llevado a vivir a Bragado, en una zona conocida como La Barrancosa, en la casa de Pedro Melinao (Pedro Cuatro Tigres).

En Buenos Aires seguía siendo noticia la expedición, el genocidio para limpiar el país de “salvajes”. El mismo Dionisio Schoó Lastra, secretario privado de Roca, escribió posteriormente que “La curiosidad del vecindario de Buenos Aires era traída a diario por los convoyes de indios prisioneros que cruzaban las calles de la ciudad rumbo a los cuarteles o a la isla de Martín García. Caciques, capitanejos, indios de lanza y sus familias”. Los detenidos eran tantos que desbordaron los cuarteles de Retiro y la ciudad debió recurrir a las instalaciones del regimiento de Palermo y al corralón municipal del Once. Hasta la municipalidad de Buenos Aires ya que estaba, pidió 70 varones para hacerlos dedicar a la quema de basura y otros tantos fueron incorporados a la policía de la provincia. Más de 10 mil originarios de ambos sexos fueron capturados como animales.

En 1881 el teniente Rohde justificaba el genocidio diciendo que “para convertir a los indios en trabajadores, única condición bajo la cual pueden reclamar derecho de existencia, es menester desacostumbrarlos con un rigor inexorable y continuo de su vida de jinetes errantes y obligarles a trabajar”.

La isla pasó a ser el destino final para las mujeres que llamaban “indias inservibles” ya sea por su vejez o cualquier defecto que les impidiera trabajar. Las familias fueron separadas, regaladas, entregadas como servidumbre. Hasta el presidente Avellaneda solicitó niñas de entre 10 y 12 años, y “una india sana y robusta que tenga 20”

Al mirar al río, hay que recordar los nombres de Calfuqueo (Pedernal azul), Inaypan (Puma que anda cerca), Mankeche (el que es cóndor), llancaman (Cóndor precioso), Machi (sanadora del cuerpo y el espíritu). Todos condenados en la isla de la muerte por no cometer delito alguno.