El interior profundo

Entre 1979 y 1984 Richard Avedon abandonó los retratos glamorosos de estrellas de Hollywood que había inmortalizado hasta entonces para meterse en el oeste profundo, su mitología y su gente, cincelada a fuerza de trabajo y de una vida que no siempre les sonreía. Pero una vida verdadera. Esa es una de las influencias a las que volvió el fotógrafo Tony Valdez para su serie En el sur americano, que se exhibe desde el próximo sábado hasta el 18 de noviembre en el Museo Provincial de Fotografía Palacio Dionisi de Córdoba. “Comencé a fotografiar gauchos en las fiestas patronales cordobesas con la intención de dejar registro de esa gente que va desapareciendo a medida que avanza el agronegocio, pero que todavía existe en el interior profundo”, explica Valdez sobre el origen de su indagación. “Utilicé primero como base un fondo de estudio, que luego se transformó en una tela blanca más portátil. Pero no sólo eso cambió. Porque también decidí sumar al proyecto a otras personas que conviven con esos gauchos y quizás son más invisibles aún”, agrega. Otra de las singularidades fue la pregunta sobre si las fotos debían ser a color o en blanco y negro. No se trata, obviamente, de una indagación meramente técnica sino sobre todo, del impacto expresivo de cualquier decisión que tomara. Y al final decidió incorporar ambas posibilidades para crear una tercera, mestiza, que atraviesa conceptualmente el conjunto de estas imágenes. “En el proceso de edición empecé a dudar sobre una cuestión que en las épocas analógicas se resolvía antes de comenzar un proyecto pero que la era digital permite abrir el juego antes de tomar la decisión final. Así fue como en el proceso de pruebas y más pruebas, una copia monocroma se superpuso sobre la misma foto en color, y esa combinación me gustó, me pareció interesante”, relata. Confiesa, además, que para esa decisión volvió a aquella frase de Godard que dice: “No es de donde tomamos las cosas, lo que importa es hacia donde las llevamos”. Valdez cree, justamente, que casi nada es original pero sí distinto. Y es la búsqueda que privilegió.

Una pasión de otro mundo

El ilusionista británico-israelí Uri Geller se hizo famoso en los años setenta por doblar cucharas con la mente y otras proezas que le valieron luego un lugar destacado en realities de todo el mundo. También le interesaban los fenónemos extraterrestres. Con el tiempo se retiró y abrió un museo personal donde exhibe memorabilia de aquella época. En ese museo, a partir de ahora, habrá un par de lentes de marco redondo que pertenecieron a John Lennon, a quien Geller no duda de calificar como “un gran amigo”. La subasta la llevó a cabo Catherine Southon Auctioneers de Chislehurst y Geller pagó 40 mil libras por este objeto icónico. Geller argumentó que, más allá del valor histórico, los lentes tenían un significado único para él “porque los lentes son como una extensión del alma de la persona” y por la “relación especial” que tuvo con el artista. “Vivíamos muy cerca el uno del otro en Nueva York en los años 70 y él cambió mi vida. Nos conocimos porque ambos creíamos en los extraterrestres y a él le fascinaba mi colección de objetos alienígenas”, explicó Geller, de 77 años. Y añadió como si tal cosa: “Una vez me regaló un huevo que le había sido dado un ser extraterrestre”. Estos lentes tienen, también, una historia interesante detrás porque Lennon se los regaló a un fan durante una recorrida por Abbey Road mientras cumplía años. Los lentes estaban sobre el piano, el pibe no pudo evitar agarrarlos y Lennon le dijo “son tuyos, feliz cumple”.

Pollitos sin fuga

El robo de cables para vender luego el cobre es una de las tantas postales tétricas de nuestros días (sí, es una práctica peligrosa). Pero no son cosas que sólo ocurran en los países donde gobiernan señores con peluca. Desde Japón llega la noticia de que alguno tuvo la idea de robarse todos los cables en una granja de pollos. Ocurrió en Shibukawa, prefectura de Gunma, en una madrugada, estos días. Según la policía, faltaron 170 metros de cable valorados en cinco millones de yenes (o sea, unos 33 mil dólares). Los cables conectaban la instalación y un transformador de energía especial para que el asunto marche. El corte, sin embargo, provocó que se detuviera el aire acondicionado y, en consecuencia, casi un millón de pollos murieron. Estas instalaciones funcionan con energía solar pero eso, necesariamente, incluye una estructura que requiere este tipo de cables. Como los japoneses no tienen problemas de seguridad, tampoco tienen sistemas de alarmas sofisticados y estos robos han comenzado a ser sistemáticos. En esta historia se mezcla el uso de energías renovables, tan en boga en un mundo que se está quedando sin recursos, con la milenaria costumbre de comer pollos a mansalva. Pero donde a los japoneses se le queman los cables, es con el asunto del robo ya que no entienden por qué alguien haría algo así en una de las tres economías más importantes del mundo. He aquí un argumento para otra historia distópica. 

Detrás de la máscara

La sala entera contuvo la respiración. Y no porque Ian McKellen hubiera salvado una vez más a la Tierra Media del temible Sauron. El actor, mundialmente conocido como Gandalf, de la saga El señor de los anillos, esa noche se cayó del escenario, demostrando que los dioses también son falibles. McKellen, de 85 años, estaba interpretando a Faltstaff en una puesta de Enrique IV de Shakespeare, en Londres, dirigido por Robert Icke. Se sabe, Falstaff es un caballero tan voluminoso como desaliñado y Señor de las Tabernas. Así que McKellen aparecía de ese modo en escena, con una barba descuidada y una melena cuya desprolijidad Gandalf, que mantenía su estilo elegantísimo aunque se le vinieran encima mil espíritus oscuros, hubiera desaprobado. Pero bueno, el asunto es que McKellen se cayó del escenario y a partir de ahí decidió no continuar la obra. Pero el actor es un grande que mantiene su sentido del humor contra viento y marea y sabe cómo darle una vuelta de tuerca incluso a la tragedia. Primero, apareció en un video bailando con gracia junto a su amigo Anthony Hopkins para demostrar que un tropezón no es caída. Pero además, ahora registró, a través de una serie de fotos maravillosas, el momento donde se corta pone en manos de un experto para que le corte el pelo y la barba. Toma tras toma, Faltsaff desaparece mientras McKellen vuelve a tomar su lugar. Es una auténtica deconstrucción del physique du rôle y en consecuencia, una lección sobre el modo en que los actores y actrices viven en un borde peculiar entre la realidad y la ficción. Ahora, McKellen se ha convertido una vez más en el elegante actor británico que se pasea por Limehouse, la zona donde vive en East London. Claro que en su sonrisa pervive algo de Faltsaff y de cada personaje que viene interpretando desde los años sesenta. Porque podrá perder el pelo pero nunca sus deliciosas mañas.