Mariel salió del baño y, otra vez, la puerta golpeó contra la heladera ¡La puerta! gritó Pilar, como si no se hubiera dado cuenta, esa puerta de mierda, a quien se le ocurre. Vivían en un departamento de una habitación en un séptimo piso del barrio Las Rosas, era pequeño y oscuro, con un olor constante a humedad, el ascensor era de esos viejos, con rejas romboidales de metal, al subir alguien se sentía el rechinar, el arranque del motor y las poleas subiendo. No era lindo, ni silencioso, ni bien ubicado, Pero era una de las pocas cosas que podían pagar y por lo menos tenían un techo. El sueldo entero de Pili iba para alquiler, con el de Marie pagaban expensas e impuestos, después, con las propinas de ambas compraban el alimento diario. Qué vida de mierda pensó Mariel, trabajar todo el día para apenas sobrevivir, agradecer las sobras de las mesas y la propina de los clientes. La injusticia era durísima, aunque por lo menos ellas tenían salud, menos mal que tenían salud, una cosita chiquitita que pasara ¡zaz! medio sueldo, tenía apenas 33 años y ya estaba cansada de vivir, no veía futuro posible, no tenía perspectivas, ni esperanzas, ni sueños. ¡Bah…, sueños sí, de esos miles, soñaba todo el tiempo, pero todos eran tan irreales, tan imposibles…!

Pensaba en lo injusto de ser joven en ésta época, se sentía estafada, sus viejos a los treinta tenían casa, auto, pibes, ella no podía tener ni un gato porque las piedritas sanitarias eran un lujo que no podía pagar. Vivía con Pilar en una caja de zapato húmeda y comprarse calzones era casi una proeza. Laburaba nueve horas diarias, estudiaba otras cuatro y usaba otro tanto de tiempo en trasladarse de la facu al laburo del laburo a casa, antes usaba el cole, ahora solo a la noche, en la tarde usaba las bicis municipales, ni eso se podía pagar, ni dos bondis por día.

El sábado a la tardecita por ahí se daban un lujo y se pagaban una cervecita, la abrían junto con un paté, galletitas y un poco de queso cedidos amablemente por el cocinero del bar, picada y cerveza, era el manjar semanal. Después, si no comían en el laburo, era todo el tiempo arroz, polenta o fideos, de vez en cuando una caballa o una lata de arvejas o garbanzos, ¡todo estaba tan caro! La gloria era cuando llegaba una caja de la familia de Pili, de Neuquén, le mandaban cosas caseras, dulces, quesos, escabeches, chocolates y galletitas, amaba las cajas de Pili, a diferencia suya, tenía una familia que podía hacer esas cosas, ella solo tenía a su papá y a su abuelo. Su viejo, nada, era un pelotudo, se la pasaba viendo la tele y puteando a los zurdos, le mandaba un texto cada dos años preguntándole cómo estaba y nada más. Su abuelo, materno, era un sol, pero estaba viejo, igual, de vez en cuando, cuando ella podía ir a visitarlo, le pasaba unos mangos por debajo de la mesa mientras comían unos ñoquis o tallarines caseros, también le ponía en la mochila unas latas, y unas galletitas o pan casero, era buen cocinero, pero estaba cada vez más ciego.

El último sábado Marie volvió preocupada de lo de su abuelo ¿cómo está Faustino? le preguntó Pilar. Maso, dijo Mariel mientras abría la ducha, bah, de cabeza anda de diez, ¿viste lo que es? Pero eso de que no vea, no sé, cada vez lo hace más dependiente, y ¿de quién va a depender? Yo estoy en la loma del orto, mis primos y tíos ni cortan ni pinchan. Aprovechamos y fuimos al super, hicimos las compras, nos mandó galletitas, paté y unos churrascos, y le pegué una limpieza a la casa, pero no sé. Si su abuela viera la casa, pensaba Marie, si viera la cocina, se muere. Su abuela era una típica vieja de batón, le encantaba a Mariel ir a su casa cuando ella vivía, siempre hacía churros o galletitas de manteca, Mariel pensaba en la casa de sus abuelos en esa época y la recordaba luminosa, naranja, hermosa y con olor a comida. Ella siempre estaba haciendo algo, o cosía o tejía o limpiaba el patio, era una mujer activa, tenía tres o cuatro batones, todos iguales, se los ponía al levantarse y se los sacaba al ir a dormir, solo se vestía distinta si tenía que salir del barrio, ir a algún lugar, sino, alpargatas y batón, era su uniforme. Su abuelo tenía pantalones de joggins y camisetas blancas, él se encargaba de las plantas, arreglaba su Ford marrón y tomaba mate en la vereda, con una pava toda abollada, la seguía teniendo, y seguía tomando mate en la vereda, pero ahora ponía el dedo en él para saber hasta dónde llegaba el agua.

Pili destapó una cerveza, y puso unos maníes en el centro, buscó en la bolsa que dejo Marie una lata de paté y un paquete de galletitas de agua, “el lujo es vulgaridad” dijo Mariel mientras se secaba el pelo con una toalla y se sentaba en la diminuta mesita ratona que usaban para todo.

De repente Mariel dijo: -Estaba pensando Pili, ¿no te gustaría vivir en provincia? Digo, la casa del abuelo es grande, y él tiene la pensión pero necesita compañía, acá la verdad que no vamos ni para atrás ni para adelante, yo creo que podría organizar las clases para que me quede venir dos o tres veces por semana y podríamos buscar un laburito por allá, que no tengamos que dejar el sueño en colectivos o viajes, lo cuidamos al nono, y alegramos la casa, no sabes la tristeza que me da verla, y la verdad es que la casa cuando el abuelo se muera va a ir para todos por igual, y mis primos están bien, todos tienen casa y no lo ven hace treinta años, y él me tiró que me la quiere poner a mi nombre, podríamos tener un perrito, tiene patio la casa, no sé ¿qué pensás?

Pilar la miró profundamente, le decía todo mientras veía por la ventanita hacia afuera, ni balcón tenían, sería una charla más linda en un balcón, pensó. La vio ahí, tan frágil, abriendo su corazón a ella, con el cigarrito en la mano, y la mano sosteniendo la cabeza, se puso a pensar en su vida, la carrera era un fantasma que había dejado hacía rato, el laburo era una bosta y el departamento una porquería. Hacía tiempo que los brillos de la gran ciudad no la entusiasmaban y odiaba tener tanto miedo al escuchar el sonido de una moto. Mudarse a esa casa en este momento era lo más parecido a un atisbo de esperanza que se le ocurría. Sin embargo, Mariel se lo pedía casi apesadumbrada, como si le tirara una carga encima.

-Dale, le dijo. Dale. Y el semblante de Mariel resplandeció, fue como si un sol le entrara a la cara y le saliera por los ojos. Dale, repitió Mariel fumándose la última pitada y apagando el cigarrillo. Dale. 

*Texto realizado en el taller literario dictado por Rocío Muñoz.